ENTREVISTA > JACQUES RANCIèRE EN LA ARGENTINA
Su nombre se conoció en el mundo intelectual cuando, a los 25 años, fue parte de Para leer El Capital, el volumen colectivo dirigido por Louis Althusser que se proponía reinventar el marxismo. Desde entonces, Jacques Rancière se convirtió en una figura central del pensamiento francés. Profesor de política y de estética, siempre dispuesto a profundizar esa reinvención acorde con los tiempos que fueron cambiando, propuso incluso repensar esas dos grandes máquinas de producir saber como son la institución educativa y los medios de comunicación, así como valerse del arte para una redistribución en la creación de más igualdad. De paso por Buenos Aires, invitado por la Universidad de San Martín, Radar habló con él de eso que todo su pensamiento ronda: la posibilidad de la emancipación intelectual.
› Por Mariano Dorr
A mediados de los años sesenta, en Francia, se publicó un volumen colectivo –bajo la dirección de Louis Althusser– cuyo título fue Para leer El Capital. Entre los jóvenes intelectuales que participaron de la investigación aparecía el nombre de Jacques Rancière (Argelia, 1940). La renovación estructuralista del marxismo fue apenas uno de los primeros pasos en la enorme trayectoria del filósofo. Recordando aquellos primeros años de formación intelectual, comenta: “Lo que hay que saber es que yo fui un alumno en la Ecole Normal Supérieure donde Althusser ocupaba los estudios de filosofía, pero no dictaba muchas clases. Más bien, lo que hacía era dirigir un seminario en el cual éramos nosotros los que tomábamos la palabra. Pero es cierto que leíamos sus textos y estábamos seducidos por su brillantez intelectual. En realidad, más que un profesor fue un maestro. Lo que era importante en Althusser no eran tanto sus tesis sino lo que nos decía en aquel momento: hay que reinventar el marxismo. Y era muy fuerte, a los veinticinco años, pensar que teníamos que reinventar algo que había tenido tanta resonancia en el mundo. Era un maestro muy inspirador, con todo lo que tenía de loco esto de reinventar el marxismo. Sentíamos que todo estaba por empezar de nuevo. Era la época de la revolución en Cuba, el surgimiento del Tercer Mundo, la descolonización en Africa, la revolución cultural en China. Nosotros teníamos que escribir la teoría de este nuevo mundo”.
Desde hace más de quince años viene publicándose en castellano el resultado de su reflexión, trazando un arco temático entre la estética y la política. Se destacan, por ejemplo, En los bordes de lo político (La Cebra, 2007), El malestar en la estética y Momentos políticos (Capital Intelectual, 2010), El desacuerdo (Nueva Visión, 1996), entre otros. Acaba de visitar Buenos Aires en un programa maratónico de conferencias organizadas por el grupo Lectura Mundi de la Universidad Nacional de San Martín, donde el último 15 de octubre Rancière recibió el doctorado honoris causa. Esa misma noche disertó sobre la emancipación intelectual –-uno de los temas fundamentales en su obra, ligado a su estudio de la pedagogía revolucionaria de Joseph Jacotot (1770-1840)– y de la necesidad de romper con lo que llama la “lógica de la explicación”, presente tanto en las instituciones educativas como en los medios de comunicación. A esta lógica, según Rancière, cabe oponerle una política de la des-explicación.
A propósito de la emancipación intelectual, usted ha planteado la necesidad de “deshacer el velo que el sistema explicador pone sobre cualquier cosa simple”. Ahora bien, ¿cómo sería el trabajo de los medios en términos de una “des-explicación”?
–Creo que tanto para los medios como para la universidad no se puede plantear el problema en términos generales del tipo “qué es lo que debe hacer una institución”; sino más bien, qué es lo que podemos hacer desde adentro, si es que estamos en una perspectiva emancipatoria. Hacer esta pregunta es estar en contra de la lógica misma de la institución, que consiste en poner un velo y transformar toda cosa en objeto de saber. Es decir, en objeto de ignorancia. Yo no hablo de lo que tendría que hacer un director de televisión o un rector, sólo puedo hablar de lo que se puede hacer. Y creo que lo que se puede hacer es devolver a la información su materialidad. En los medios de comunicación existe una selección entre las cosas que ocurren en el mundo. Entonces, para mí, de lo que se trata es de hablar de lo que no se dice, de lo que no se muestra. Hacer escuchar la voz que no llega a escucharse; otras voces, las que no solemos escuchar. Hacer escuchar gente que habla, gente que tiene conciencia, gente que puede hablar de su situación. En general, los medios de comunicación dicen “vamos a ver cómo está la gente”, y terminan trabajando con sólo dos o tres frases, presentándolas como un verdadero acercamiento a la realidad. Jamás preguntan a las personas lo que piensan y lo que quieren. Entonces, de lo que se trata es de hacer escuchar esas otras voces como voces de gente capaz de reflexionar sobre su propia vida, sobre su trabajo, sobre sus experiencias. Salir de la lógica en la cual la gente queda atrapada entre dos enunciados, transformada así en material de información. Frente a esto, habría que darles la posibilidad para que sean ellos mismos los que digan las razones de su situación. Otro punto importante sería devolver su potencia a las imágenes, porque también en esto existe la doctrina oficial según la cual habría demasiadas imágenes y estaríamos hundidos en un mundo de imágenes. Creo que esto no es cierto. De hecho, las imágenes de la televisión son en gran medida escasas. Sólo aparecen como “prueba” de este “contacto con la realidad”. No se dejan ver las imágenes de otro modo que como pruebas de un acercamiento al terreno de los acontecimientos. Sería importante dar el tiempo para reflexionar sobre las imágenes. Devolver a estos testimonios –sin palabras– el tiempo necesario para la reflexión, fuera del comentario habitual. Dar el tiempo, entonces, de mostrar lo que no se presenta como conocido de antemano, devolviendo a las palabras y a las imágenes su poder de sorpresa y de invención.
La cuestión de la emancipación intelectual tiene lugar también, en el pensamiento de Rancière, en el ámbito del arte, y particularmente en el cine.
En Las distancias del cine (Manantial, 2012) usted valora la mirada amateur en el cine. Frente al análisis basado en el estudio más tecnicista, usted reivindica la imaginación del espectador, que hasta es capaz de crear tomas imaginarias, no filmadas. ¿En qué consiste esta potencia emancipadora del espectador cinematográfico?
–Creo que existe efectivamente una distancia entre la experiencia normal o amateur del cine y la práctica de los semiólogos y narratólogos que miran una película plano por plano. La experiencia normal es estar frente a una serie de imágenes que pasan, tres cuartos de las cuales nos olvidamos inmediatamente para luego reinventarlas. Lo que hacemos después es hablar, esto es, reinventar la película con palabras. Específicamente, ésta es la experiencia que tuvimos de las películas antes de la aparición del DVD. Sin embargo, sigue siendo cierto que la mayor parte de las películas las vemos en la sala y las vemos una sola vez. No es una experiencia de observación del film en un laboratorio. En todo caso, muy pocas de ellas las vemos varias veces. Ahora bien, la importancia está en no pensar el cine como un objeto de saber. Durante mucho tiempo no existieron los films studies, los estudios sobre cine propios de semiólogos y especialistas, sino que el cine era simplemente un espectáculo popular. Al mismo tiempo, al menos en ciertos casos, el cine presentaba un espectáculo de vanguardia. El cine está en esta ambigüedad. La aparición, la creación del cine, es la aparición de un arte que juega y se aprovecha de esta ambigüedad. Es arte de vanguardia y espectáculo popular a la vez. La emancipación, entonces, es esta capacidad de recrear la película: ensamblar de otro modo las imágenes que primero estuvieron en la pantalla, luego en la memoria que el espectador guardó de la película y por último en la escritura, en las palabras del espectador sobre la película. El cine es algo de lo cual hablamos. Son imágenes que circulan a través de la palabra. Cuando salimos de la sala, hablamos de la película. Allí estaría la emancipación. El cine se trata de un arte que no impone. Existen artes que imponen. El cine no se impone porque ni tiene un “superyo” artístico ni un “ello” artístico que pesen sobre el film. Es decir, un film no impone cómo debe ser visto ni define cómo será visto por el espectador.
Para la creación de más igualdad, usted plantea el poder del arte en la división o repartición de lo sensible. Usted ha dedicado al menos dos trabajos importantes a las letras, me refiero a Política de la literatura (Libros del Zorzal, 2010) y La palabra muda (Eterna Cadencia, 2009). ¿Cuál es el lugar de la literatura en esta repartición de lo sensible?
–Se puede decir que el nacimiento de la literatura, en el sentido moderno de la palabra, coincide con cierta forma de distribución de lo sensible. Cuando se desarrolla la novela realista del siglo XIX, lo que está en el corazón de ese desarrollo es precisamente la toma de partido sobre la cuestión de la igualdad. Algunos postularon que en esas novelas se narra todo, es decir, cualquier cosa. Postularon, por ejemplo, que en estas novelas aparece la gente importante tanto como la gente pequeña o baja. Pero lo más profundo de este fenómeno es que la literatura moderna destruye la jerarquía de las “bellas letras” donde existían determinados objetos nobles, donde había géneros que correspondían a estos objetos nobles y otros géneros que correspondían a objetos no nobles. La jerarquía ficcional retomaba, en sus géneros, la jerarquía social y política. Ahora bien, en Flaubert por ejemplo, no existen los temas nobles y los temas vulgares, sino que todos los temas se narran. Pero esto no significa que Flaubert hable de cualquier cosa, sino que –con este gesto– la literatura deviene en el testimonio de la capacidad de cualquiera de tener nuevas aspiraciones. Es un testimonio de la tentativa de vivir vidas que no podían ser vividas –por la gente “más baja”– antes de la aparición de esta literatura. Y quisiera hacer un comentario más. En Francia existió un juicio que se le hizo a Flaubert a causa de Madame Bovary; a nivel superficial se puede decir que es un juicio que se le hace por “escándalo moral”, por atentar contra las “buenas costumbres”. Pero, más profundamente, el problema no es que una mujer engañe a su marido –esto no tiene nada de revolucionario–, sino que es una mujer del pueblo que puede vivir una relación “ideal”, que es capaz de vivir en un mundo de pasión. Mientras una mujer del pueblo era obligada a vivir con determinados roles muy definidos, dentro de su hogar, ocupándose de su marido, etc., Emma Bovary rompe con ese destino de la mujer de pueblo. Esto es lo revolucionario.
La obra de Rancière se ha convertido en una referencia ineludible en los ámbitos de estudio tanto en el área de las humanidades como en el terreno de la estética y la política. Los cruces entre el pensamiento de Jacques Rancière, Alain Badiou y Ernesto Laclau cifran la discusión contemporánea en torno de los límites y alcances de lo político. Sin embargo, hay que decir que Rancière no coincide con Laclau en su diagnóstico sobre los procesos políticos en nuestro continente: “No conozco mucho lo que ocurre en los países de América latina. Es cierto que tal vez el caso de Bolivia sea el más interesante, porque su reciente proceso político se corresponde con esa idea marxista que dice que los trabajadores deben apropiarse de la máquina del Estado. Y lograron hacerla funcionar. Lo que es cierto que esta toma de la maquinaria del Estado –en buena teoría o en buena práctica– está para preparar su destrucción. Entonces, la ambigüedad que existe, desde mi punto de vista, en los procesos políticos de América latina consiste en que, por un lado, se observa una fuerte movilización popular mientras, por otro lado, estos procesos políticos tienen lugar únicamente a condición de que estos gobiernos populares mantengan ciertas formas. Es lo que ocurre por ejemplo cuando un presidente vuelve a ser electo cada seis años instaurando una relación de tipo paternalista con el pueblo. A eso no lo puedo llamar revolución social”.
Uno de los rasgos sobresalientes en el trabajo de Jacques Rancière es, sin dudas, su honestidad intelectual. Se trata de un autor que nos enseña a pensar nuestra propia condición política en una comunidad de iguales tanto como a reivindicar nuestra fuerza emancipadora como espectadores de lo que acontece a nuestro alrededor. La lectura de Rancière, en este sentido, implica un trabajo de re-descubrimiento de las propias potencialidades revolucionarias.
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