FENóMENOS > ZOMBIES POR TODOS LADOS: TV, LIBROS, SERIES, MARCHAS Y MUCHO MáS
El estreno de la tercera temporada de The Walking Dead, y su efusiva repercusión mediática, es apenas la punta del iceberg de un fenómeno que bien podría ser el reverso trash de tanto vampiro edulcorado: el de los zombies. Incluso hoy mismo las calles de Buenos Aires verán pasar su Marcha Zombie. Mientras, Rodrigo Fresán disecciona el boom y Alfredo García, la serie.
› Por Rodrigo Fresán
Escribo todo esto ya escuchando los primeros latidos de la noche de Halloween (fiesta extranjerizante e imperialista para algunos y pagana y diabólica para otros) y, en la calle, comienzo a oír los gruñidos de los niños disfrazados. Me asomo a la ventana y ahí están, ahí vienen: arrastrando los pies, los brazos extendidos, el rostro desencajado. Y me digo que uno de los motivos posibles para la popularidad de los zombies por estos tiempos –donde ese famélico y voraz “cerebrossss” de los pequeños bien puede confundirse con un desesperado y hambreado “crisissss” de los mayores– tal vez tenga que ver con lo decididamente económico de su look comparado con las más onerosas producciones a las que obliga un conde transilvano, un licántropo sufrido o un rompecabezas de carne y hueso y electricidad. Para zombificarse alcanza y sobra con ropa vieja y rota, harina o talco en el rostro, un poco de ketchup o tinta roja y allá vamos. Además, el zombie –desde sus orígenes afrocaribeños– tiene una clara raíz tercermundista. Así, el zombie –tan funcional y todoterreno– como signo de los tiempos en el que se funden ritos del pasado con pánicos epidémicos del presente y terrores futuristas por el fin de todas las cosas y la paranoica imposición de un nuevo orden laboral esclavizante o, peor, desempleador. Porque, a la hora de la verdad –idea primal si la hay– los zombies (el peligro) están ahí fuera mientras nosotros (los buenos) resistimos adentro a la infección con alto poder de contagio.
Una y otra vez, con la frente marchita... En La serpiente y el arco iris (Emecé 1986) el etnobotanista canadiense Wade Davis buscaba en Haití una explicación racional y farmacológica al “truco” de la reanimación de cuerpos muertos para someterlos a la voluntad de amos despóticos: una sustancia tóxica simulaba la muerte y otra despertaba al incauto en un estado de obediencia absoluta. Pero lo suyo no alcanza para justificar la actual fascinación de esta especie de monstruo en nuestro inconsciente colectivo y en múltiples géneros artísticos. Porque –aquí y allá, en todas partes– tenemos zombies en series de televisión, en el rock (la banda no-muerta The Zombeatles y la desopilante historia alternativa de los Beatles que es Paul Is Undead de Alan Golshear), en manuales de supervivencia, en comics (las siempre vigentes portadas de Tales from the Crypt y en esa bizarra y cercana zombificación de los héroes de la Marvel), en clásicos de la literatura (el exitoso mashup de una Jane Austen no-muerta y, ahora mismo, en la transmutación undead de los shakespeareanos amantes de Verona en la R y Julie –Warm Bodies– de Isaac Marion), en películas que van de la gracia (Zombieland, donde Bill Murray muere por ser Bill Murray) a la desgracia (28 días después y 28 semanas después), en Argentina (en la reciente antología Vienen bajando), en España (en Apocalipsis Z, exitosa novela/trilogía del pontevedrés Manel Loureiro; en las varias REC de Balagueró y Fresnadillo), en filosofía moderna (el concepto de p-zombie), en Cuba (el film Juan de los muertos), en videojuegos (Resident Evil, Dead Island y derivados), en la red (el site infectadosblog.blogspot.com entre muchos otros), en tesis universitarias (con títulos como “When Zombies attack! Mathematical Modelling of an Outbreak of Zombie Infection”), en México (la broma-patriota Zombies del bicentenario), en fútbol (la promo del Getafe para captar socios), en desopilantes cursos idiomáticos (el Cómo hablar zombie de Steve Mockus y Travis Millard, Ediciones Norma), en uniforme nazi (el film noruego Dead Snow, de Tommy Wirkola), en Chile (Zombie de Mike Wilson), en vigorizantes gaseosas (Screaming Zombie Energy Drink), en performánticas zombie walks y marchas de indignados (donde, a modo de protesta, se resucita aquella coreografía del videoclip del “Thriller” de Michael Jackson) y hasta en la estética y estrategia de saqueos urbanos, en episodios de Los pitufos y de Los Simpson, en la Biblia (después de todo, ¿no son Jesucristo y Lázaro, técnicamente, zombies?) y, semanas atrás, en la publicación de Zone One, novela de Colson Whitehead a la que se presenta como “importante” y “seria” y “literaria”. Es decir: ahora también hay que escribir la Gran Novela Zombie Americana. Sumarle a todo esto la cada vez más fina –por delgada– estampa de pálidos y verdosos presidentes, banqueros y economistas del mundo, posando desde su limbo con ojos en blanco para fotos a quemarropa. Livin’ la vida muerta y, aun así, el misterio de tanto inusitado vigor y entusiasmo permanece y aquí viene otra entrega de Resident Evil.
Porque –convengamos– el zombie no tiene la aristocrática melancolía de Drácula ni el pathos de la criatura de Frankenstein ni el abolengo faraónico de la Momia ni los blues lunáticos del Hombre Lobo. El zombie no es espécimen sino especie: puro plural sin singularidad alguna. Es torpe y lento (siempre me pregunté cómo es que se las arregla para alcanzar a sus víctimas con esa cadencia casi geriátrica de su andar) y más bien poco iluminado (su permanente ansia por masticar materia gris no parece incrementar en un gramo o una neurona su más bien difusa capacidad intelectual). Aunque sí hay algo que lo distingue y lo enaltece: su constancia de abeja/hormiga, su entusiasmo para crecer y multiplicarse hasta alcanzar el status de mayoría más bien poco silenciosa y –por último, pero no en último lugar– el súbito espanto de poder reconocer entre sus filas a nuestra abuelita muerta.
De ahí que el zombie sea un monstruo eminentemente visual: hay que verlo para creerlo y temerlo. De ahí también que sus greatest hits sean eminentemente cinematográficos. A saber, títulos indispensables: White Zombie de Victor Halperin (de 1934); aquella que, en la biopic de Tim Burton, un crepuscular Bela Lugosi, contorsionando sus falanges, le mostraba a un entusiasta Ed Wood listo para dirigir, en 1956: esa locura zombie-alien que es Plan 9 del espacio exterior; el romanticismo gótico exportado al Caribe de Yo anduve con un zombie del gran Jacques Tourneur; y la fundadora de toda la zombilogía moderna: La noche de los muertos vivientes –y sus múltiples secuelas, infinitas imitaciones, nobles parodias/homenajes como la Braindead (1992) de Peter Jackson o Shaun of the Dead (2004) de Edgar Wright, sin olvidar las inevitables variaciones porno– que George A. Romero estrena en 1968 y que –no hace mucho– es bendecida y preservada por la Library of the Congress como artefacto de “importancia cultural”. Allí –en glorioso blanco y negro indie– se propone por primera vez, pero para siempre, la sociedad inseparable de los zombies con el Apocalipsis. Derrames radiactivos, virus fugitivos, antigua profecía, fenómeno cósmico, esporas extraterrestres, comida en mal estado, no importa. Lo que sí importa es que, de pronto, hay mucha gente rara caminando por ahí. Y huele mal. Romero reconoció su deuda con la novela vampírica Soy leyenda (1954) de Richard Matheson y, desde entonces, el molde se mantiene. Hay que correr, disparar a la cabeza, sobrevivir, atrincherarse en un sitio que puede ser una cabaña o un shopping-mall. Y el público –como zombies– acude una y otra vez a degustar esta premisa básica, pero efectiva, donde los contados y reconocibles individuos se enfrentan a la creciente y anónima masa.
Lo que no resulta sencillo –todos los zombies son más o menos iguales– de llevar efectivamente a la página impresa y, por más que alguien ya se haya animado (atreverse con el Warm Bodies de Isaac Marion) los zombies resultan menos románticos y huelen peor que los muy higienizados vampiros de Stephenie Meyer a la hora de arrimarlos a una adolescente con ganas de novio diferente.
El casi turístico The Magic Island de W. B. Seabrook, en 1929, es considerado texto inicial, aunque H. P. Lovecraft lo había hecho mejor en 1921 con su clásico relato “Herbert West, reanimador”. Tras sus pasos, Stephen King revisitó el fenómeno en un puñado de cuentos, en esa eficaz reescritura-gore del perfecto e inmortal “La pata de mono” (1902) de W. W. Jacobs que es la tremenda Cementerio de animales (1983) o en la no tan lograda Cell (2006), donde la pandemia se dispara a través de un señal enviada vía teléfono celular. Max “Hijo de Mel” Brooks ha explotado la franchise en Zombie: Guía de supervivencia (Berenice, 2008) y Guerra Mundial Z (Almuzara, 2006, próxima a ser estrenada, luego de un rodaje problemático, con Brad Pitt de protagonista), la original y lograda aproximación a los desaparecidos como entes retornables en Chicos que vuelven (2011) de Mariana Enriquez, y el atendible Jonathan Maberry publicó, en el 2008, el ensayo Zombie CSU: The Forensics of the Living Dead para después pasarse a la novela con títulos como Patient Zero (de 2009, donde los zombies brotan como cepa de atentado musulmán-fundamentalista), Dead of Night (2011) y Rot & Run y Dust & Decay y Flesh & Bone (2010-2011-2012): por ahora tríptico juvenil que alguien definió como “El zombie entre el centeno” y que se continuará, en el 2013, con Fire & Ash.
Todo lo anterior –que quede claro– es una selección parcial y personal.
Imposible paladear tanta carne podrida.
Puesto a elegir una entrada reciente, me quedo con Feed (Minotauro), novela de Mira Grant –alias de Seanan McGuire– que constituye la primera entrega de The Newflesh Trilogy (en inglés ya se pueden leer las igualmente recomendables Deadline y el cierre con Blackout). Y, de acuerdo, todos los lugares comunes del asunto reaparecen en Feed: mundo devastado, los cadáveres animados dando vuelta por ahí, etc. Pero Grant no se limita o conforma nada más que con eso. En Feed estamos en el año 2039 y todo se vino abajo en el 2014, cuando dos curas milagrosas (para el cáncer de todo tipo y el resfrío común) se mezclaron en el aire, dieron lugar al virus Kellis-Amberlee, y desataron una tormenta de masticacerebros. Buenas noticias: todo esto es, apenas, el telón de fondo. En primer plano, lo que se narra es cómo los bloggers se han casi adueñado del mundo ante el descrédito y caída de los grandes trusts noticiosos. Los hermanos Shaun y Georgia “George” Mason (bautizada así en honor a George A. Romero, cuyas películas son algo así como un nuevo y práctico evangelio) son algo así como jóvenes estrellas de la informática/informativa (¿a su manera zombies enchufados y electrizados?) y escogidos por un promisorio candidato a la presidencia de los infestados Estados Unidos para que informen online sobre su campaña. Lo que sigue, entonces, es la más bizarra de las novelas políticas constantemente puntuada por data y curiosidades de cómo ha cambiado para siempre un país que es ahora la Primera Impotencia Mundial. Algo así como Todos los zombies del presidente.
Otras partes vitales a tragar y digerir: la ultraviolencia firmada por David Moody o Scott Sigler o David Wellington, la muy rara Green Eyes (de 1984, en Júcar) de Lucius Shepard, Souless (2008) de Christopher Golden, la nórdica y gélida Descansa en paz (2005, en Espasa) de John “Déjame Entrar” Ajvide Lindqvist, y el punto de vista zombie en Dust, de la también metida en una trilogía Joan Frances Turner, arrancando con la inolvidable primera oración “Hoy se me cayó mi brazo derecho”. Quienes deseen entrar y salir más rápido, ahí están las antologías: la muy vintage e histórica Zombies! Zombies! Zombies! a cargo de Otto Penzler y (ambas en Minotauro) las más modernas y repitiendo autores Muertos vivientes, con Christopher Golden como anfitrión, y Zombies, recopilada por Joseph Adams. En la última se destaca “Bobby Conroy regresa de entre los muertos” de Joe “Hijo de Stephen King” Hill. Una sentida y sensible historia romántica –-no olvidar nunca que el amor es ese sentimiento que tarde o temprano nos zombifica por un rato o para siempre– en la que dos ex amantes se reencuentran, en 1977, después de tanto tiempo, trabajando como extras muy maquillados y putrefactos en la filmación de El amanecer de los muertos de George A. Romero. Y, sí, vuelven a enamorarse. Hasta que la muerte los separe y –tal vez, quién sabe– vuelva a reunirlos después de enterrados.
Porque cuando los zombies vienen marchando (afuera, todos esos niños aullarán “Dulcessss” dentro de unas noches, cada vez más cerca de mi puerta) no olvidarlo nunca, tal vez ahí esté la clave del enigma, su encanto putrefacto, pero incorruptible: los no-muertos siempre fueron y son y serán nuestros seres queridos.
Y ni la muerte puede separarnos.
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