MUESTRAS > PLAYROOM, DE ADRIANA MINOLITI
Como si fuera un cuarto de juegos que remite tanto al interior doméstico y decorado de las mujeres victorianas (pasadas por el feminismo e Internet) como al potencial erótico-económico que Hugh Hefner intuyó para el hombre Playboy, Adriana Minoliti toma la galería Daniel Abate con Playroom. El paisajismo de hotel alojamiento, la sexualidad quirúrgica del ciberpunk y los estampados de interiores son la materia de una muestra en la que la artista hace un pacto con el discurso feminista: le regala sus formas y sus antojos y a cambio reviste de autoridad ética la sensualidad de sus pinturas.
› Por Claudio Iglesias
Si el esfuerzo pictórico de Adriana Minoliti pudiera resumirse en una oración, esa oración hablaría de la conexión entre las palabras y las acciones. O de cómo la pintura puede movilizar acciones y palabras con sentidos fijos y problemáticos en la sociedad: placer y responsabilidad, femineidad y política son algunos de los términos que su pintura arrastra, componiendo una actitud con el cuerpo y la voz. Más que una oración, el resumen podría ser un silbido, o un canto en el que alternaran indefinidamente momentos de serenidad y picos chirriantes de incomodidad.
Con una pintura en cinco paneles, un grupo de objetos, un par de cortinas, una serie de impresiones fotográficas y una pequeña publicación en blanco y negro, Minoliti utiliza esta actitud simultáneamente desafiante y juguetona para retomar algunas de las temáticas fundamentales de la teoría feminista: la relación del sujeto con el cuerpo y la sexualidad, la política del espacio doméstico y la figura de la mujer al interior de la historia del arte son algunos de los temas presentes en Playroom, su exhibición en Daniel Abate. Pero Minoliti, como si pusiera toda esta información en una caldera mágica, sonsaca una exhibición ambigua que, más que escolarizar al lector sobre los estudios de género y su relación con la imagen, parece transformar todos los elementos en una composición formal desquiciada, que incorpora la teatralidad y la tecnología para llegar a la especie de “conmoción epistemológica” inherente al feminismo, según propone una de las citas anónimas de la publicación.
Si hubiera que segmentar la muestra por sus medios, sería imposible no recaer en una serie de paréntesis. El espacio de exhibición está cubierto en gran medida por una enorme pintura que parece un recorrido geohistórico por distintos géneros y subgéneros de paisajes, afectados por una extraña población de figuras maquinales de acabado geométrico. Pero también hay un pequeño grupo de objetos pintados que funcionan como una prótesis tridimensional de la imagen central, a su vez recortada sobre panelería rosa, y una impresión fotográfica realizada con Photoshop en la que una pareja de figuras geométricas se recorta sobre un interior saturado de patrones, tornasoles y diseño de habitación de señoritas. Los patrones textiles y los efectos de edición más básicos se muestran en su migración de la edición digital al objeto y el lienzo. A su vez, la revista funciona como un paratexto: una prótesis textual de inspiración colectiva. La sala misma cuenta con cortinas rayadas cuya textura les da una encarnación física y un cierto efecto de interior teatral. Minoliti despliega su lenguaje por capas de herramientas, integrando los soportes en su diferencia mutua. “Arrastrar y soltar” podría ser su mantra al pintar: la traslación de efectos visuales da como resultado la mezcla exacta del Paintbrush con el interior rococó o modernista (siempre femenino y apastelado). Pero la perspectiva que se recorta en el conjunto parece más centrada en los arreglos prostéticos y la sucesión de aplicaciones que desnaturalizan lo que aparentemente es una muestra de pintura. Una definición aproximada: pintura con implantes. O con juguetes.
“Tener un playroom en una casa es como tener un dildo arquitectónico”, dice Minoliti explicando el título elegido para la muestra, que simultáneamente alude al cuarto de juegos y a las innovaciones erótico-funcionales de Hugh Hefner, fundador de la revista Playboy y pionero de las mezclas de trabajo, consumo y experiencia llevadas al plano del diseño y la arquitectura. Primer trabajador cognitivo, Hefner impuso la particular costumbre (heredada tal vez de Winston Churchill) de trabajar en sus aposentos: existen fotos tempranas que lo muestran editando su revista en una cama redonda rodeada de teléfonos y aparatos. En su filosofía, el sexo es diseño y el trabajo es placer. Hefner fue visionario al anticipar que la liberación sexual que estaba ocurriendo a mediados del siglo XX tenía un enorme potencial económico. En algún sentido, hizo con el sexo lo que luego hizo con la creatividad Steve Jobs (otro venerado fabricante de prótesis, santo del trabajo inmaterial y del estilo de vida). La teoría feminista y la militancia queer retomarían algunas de las ideas de Hefner: la sexualidad como terreno para la invención dio paso a una enorme serie de ejercicios teóricos, prácticos y artísticos basados en el carácter no natural de la libido. La subtrama de la pornografía, que recorre la exhibición de Minoliti, se extiende así sobre un arco de problemas histórico-culturales, tratados con una mezcla de firmeza y desenfado.
No es de extrañar la presencia de maniquíes, ni la reconversión paulatina de las figuras geométricas en cuerpos desplegados en posturas de Kamasutra. Los cuerpos son un compuesto, un ensamblaje de humano y máquina tan artificial como las imágenes atravesadas por los instrumentos digitales que las recombinan en todo tipo de morfologías. Incluso los movimientos más artesanales se comportan como información en una pantalla y composiciones de datos: eso ocurre con el engrudo de arena y esmalte sintético que recubre un objeto y un lienzo de formato menor. El material forma un patrón erosivo y táctil, de la misma manera que los compuestos de trazos en la pintura y los tornasolados de Photoshop. Es tentador pensar –bajo un énfasis ciberpunk liberado de toda persuasión– en una orgía de patrones textiles: la pornografía se descompone en texturas, prótesis y décor; la naturaleza y el paisaje quedan reducidos a la lógica artificiosa del interiorismo porno, literalmente montados sobre la panelería rosa.
En parte, la inspiración para este tipo de registro visual surge de la cultura de Internet y los servicios online que indexan una enorme cantidad de imágenes inspiradas en las morfologías aplicadas: esas texturas que la era victoriana reservaba a los empapelados, que luego el minimalismo convirtió en una suerte de monumento a la estética de las mercancías y que finalmente aceptaron oficiar como wallpaper básico en las primeras computadoras con ventanas. Más cerca de nosotros, estas texturas fueron redescubiertas por los artistas nativos de la computadora con la misma inocencia con que Donald Judd se entregó a la pintura de motocicletas y las lacas industriales en los años ’60, y terminaron impresas en sábanas y remeras de marcas como Urban Outfitters, cerrando, si se quiere, un círculo prostético que va del estampado a Internet y de vuelta al estampado. La historia económica del interiorismo y la cultura femenina lleva así de la ebanistería y la tapicería domésticas en la temprana modernidad hasta hoy. Las redes dan forma, espacio y vida a las imágenes en la actualidad, pero también extraen de ellas un valor de mercado inédito, al hacerlas funcionar como sondas en el cerebro de los consumidores: algo similar a lo que Hugh Hefner imaginaba para sus solteros lectores de Playboy, y Steve Jobs para sus creativos jóvenes de la Costa Oeste en los años ’80.
Las imágenes y los cuerpos se encuentran así integrados en un gigantesco circuito económico, social y sexual. Algo de eso narra la pintura en paneles, con su aspecto grandioso de relato historizado lleno de matices: los cuerpos llenos de implantes y los diseños de interior enhebrados en el paisaje interrumpen bruscamente la expectativa bucólica del paisaje, sustituyéndola por la pesadilla de interconexión del realismo ciberpunk. El paisajismo queda reducido a decorado de albergue transitorio.
Una mirada proclive hacia la política sexual corrupta y fresca del ciberpunk se puede ver en el zine, titulado Byect, con su empleo de caracteres especiales imbuido de jergas de Internet. El zine es, en sí mismo, un tributo a la agramaticalidad y a la potencia anónima del discurso y el deseo: las frases electrizadas de teóricas feministas como Beatriz Preciado y Judith Butler resuenan como gritos de guerra. El diseño modernista, casi madí, con bloques de texto sueltos en la página formando volúmenes móviles, les agrega una actitud batallante y vanguardista.
Playroom incluye, entre sus consecuencias más alegres y menos pensadas, una suerte de introducción teórica a la actitud artística como actividad (o actuación) feminista. Al punto de que sea posible tanto tildarla de doctrinaria (no sin dejar ver cierta fatiga, de parte del acusador) como acusarla de antojadiza y formalista (desde la perspectiva a menudo redundante de cierta militancia). En verdad, no faltan forma ni doctrina, pero hay mucho más: el tono cariñoso y la pose sexy les otorgan a los planteos formales y conceptuales de Minoliti un grado extremo de teatralidad y una cierta coherencia de tratamiento, sinceramente artificiosa. El discurso teórico irrumpe en la exhibición como una voz no autorizada, pero sólo para que la voz de Minoliti gane presencia escénica y conjugue una dimensión ética en su repertorio de figuras sensuales.
Playroom
Adriana Minoliti
Galería Daniel Abate
Pasaje Bollini 2170
4804 8247
[email protected]
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