> EL MONUMENTO NACIONAL A LA MEMORIA DE LAS VíCTIMAS DEL HOLOCAUSTO JUDíO
› Por Gustavo Nielsen
Recordar es una actividad vital que da identidad a nuestro pasado y define nuestro presente. La memoria es selectiva: un complejo sistema dialéctico entre el olvido y el recuerdo. Las memorias personales y las memorias sociales están siempre sujetas a construcción, a negaciones, a represión. Son borrosas e imperfectas; no permanentes. En las sociedades modernas, la memoria colectiva se negocia en los valores, las creencias, los rituales e instituciones del cuerpo social.
Los museos y monumentos de la Shoá mantienen siempre una especie de contradicción de tamaños entre el espacio representativo, metafórico, generalmente enorme, y los objetos a exhibir, casi siempre de pequeño formato. Peter Eisemann denuncia la falta de diálogo entre ambas proporciones en el discurso escrito para su memorial urbano en Berlín. La ampliación del Museo Judío de Libedskin es genial, pero no resuelve el conflicto: tiene gigantescos vacíos irregulares que relatan plásticamente y con suma efectividad la angustia de la existencia y el tema de la muerte, pero cuando esos espacios son ocupados por objetos domésticos rescatados de los campos de concentración, el arquitecto se ve obligado a recurrir a vitrinas de lo más ortodoxas.
El caso es que la presencia de estos sencillos objetos (valijas, cartas, fotos, zapatos, utensilios, ropas, libros) es fundamental porque decanta la memoria social en memoria individual; nos habla de personas como nosotros, pero que dejaron de existir en medio de atroces castigos: persecución, tortura, vejaciones, cárcel, fusilamientos. La actualidad de la presencia de estos objetos, parecidos a los que todos nosotros utilizamos diariamente, es una indicación del peligro de que la catástrofe pueda ocurrir de nuevo, en cualquier momento, en cualquier sociedad. La visualización de estos objetos tristes es fundamental para entender el Holocausto.
Nuestro proyecto opera mediante un sistema de piedras que llevan impresas la huella de útiles cotidianos: paraguas, libretas, vajilla, ropa, etcétera. Estas impresiones se realizan por vaciados de hormigón directamente sobre los objetos. La operación estropea, destruye al objeto. La huella rescata el perfil icónico como metáfora del elemento que desapareció en la impresión.
Una huella es una señal que deja el hombre en su paso por el mundo, un rastro, el vestigio de una civilización. El negativo de esos objetos cotidianos sobre la piedra conforma una especie de fósil urbano de alta sugerencia. Son una colección que delata la vida humana a través de las cosas de uso, pero dejándolas a un lado.
Las piedras estarán apiladas conformando un muro. Son 114 paralelepípedos de hormigón armado de un metro de frente por alturas variables. Las alturas fluctúan entre los sesenta centímetros y el metro cuarenta. Los colores también varían sutilmente: el hormigón estará, en algunos casos, pigmentado.
Las piedras serán exhibidas como reliquias, e iluminadas como esculturas. Cada piedra contendrá la huella de un solo tipo de objeto. Si se trata de utensilios, el hormigón será colado sobre cucharas, cuchillos, tenedores, platos, jarras, budineras. Si son elementos de aseo, la colada se realizará sobre peines, peinetas, cepillos, broches, afeitadoras. En el caso de ropa se considerarán calzados, almohadones, cinturones, camisas, vestidos, carteras, anteojos. Para que el monumento sea aún más apropiable por la ciudad, se aceptarán donaciones de objetos con la intención de armar este rompecabezas existencial.
La colección de ausencias realiza una transferencia de memoria. El paseante será quien recuerde la memoria de una ciudad, de cientos de existencias. Una operación de deshielo para la petrificación de los recuerdos. Aprendiendo de Jochen Gerz, hemos intentado hacer un monumento que recuerde el olvido.
El muro tiene treinta y nueve metros de largo por una altura máxima de cuatro metros, y está incrustado sobre el terraplén del ferrocarril que acompaña la avenida Dorrego, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La idea es que no tome una posición central sino que indique un recorrido, acomodándose al entorno de la Plaza de la Shoá, ex Paseo de la Infanta. En esto también coincidimos con el pensamiento de Jochen Gerz sobre la desnaturalización de los monumentos urbanos. El monumento que nosotros diseñamos será visible desde la Avenida del Libertador y desde los Arcos de la Infanta, pero no ocupará el predio de una manera central sino disimulada. El monumento aquí pasa a tener el formato más modesto de un mural apaisado. Los paseantes circularán sobre una plataforma de bloques perforados, lo que da un aspecto final de piso verde, vivo.
La iluminación nocturna es rasante, desde el solado, por lo que la gente que visite el monumento por las noches cortará los haces de luz al pasar, provocando sombras humanas sobre las piedras, en una participación involuntaria y espontánea.
El muro está fragmentado en dos partes. La primera contiene solamente 29 piedras, la cantidad de víctimas del atentado a la Embajada de Israel. La segunda mitad está fabricada con 85 piedras, el número de víctimas de la AMIA.
Como artistas nos interesan las relaciones entre nuestra existencia y la existencia total, las conexiones entre el ahora y lo que pasó. Por eso este monumento de aspecto moderno no sólo se refiere a la Shoá. Este monumento intenta crear un alerta para que nunca más haya un genocidio en ningún lugar del mundo. Que finalmente haya derechos humanos para todos.
La metáfora es la de la memoria impresa en la piedra. Cientos de memorias individuales que arman el avatar colectivo de un pueblo, que es a la vez todos los pueblos.
Huellas para el recuerdo.
Hace tres años, el escritor y arquitecto Gustavo Nielsen ganó, junto al arquitecto Sebastián Marsiglia, el concurso internacional para construir el Monumento a la Shoá de Argentina en el ex Paseo de la Infanta, hoy Plaza de la Shoá. El miércoles pasado se colocó la piedra fundamental que dio inicio a su construcción y que se espera esté terminado el año que viene.
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