Domingo, 18 de noviembre de 2012 | Hoy
Televisión > Remakes de éxitos ingleses, giros inesperados y resurrecciones de líneas que parecían agotadas, superhéroes que se cuelgan de otros, política, religión, crimen: llega una nueva temporada de series en Estados Unidos y no sólo las nuevas traen sorpresas. Por eso, Radar ofrece una breve guía para saber qué seguir, con qué ponerse al día y con qué empezar.
> American Horror Story: ahora a las raíces del terror religioso norteamericano
Por Mariana Enriquez
El año pasado, cuando se anunció una miniserie de horror escrita y producida por Ryan Murphy y Brad Falchuk, las expectativas eran pocas y predecibles. Los productores, antes, habían trabajado juntos en Nip/Tuck y Glee: alto impacto, sexo, texturas satinadas, recarga y melodrama y todo en el límite. Se esperaba de ellos una serie de terror desaforada y hueca. Y presentaron American Horror Story, miniserie de trece capítulos sobre una casa embrujada de Los Angeles que fue, sí, desaforada y grotesca, pero extrañamente emotiva, incluso empática. Del lado bizarro: una niña Down hija de Jessica Lange, la belleza sureña madura, fracasada actriz en Los Angeles (una actuación gigantesca, demencial, erótica: una mujer extraordinaria); un niño monstruo encerrado en el sótano; un hombre en traje S&M de vinilo negro, sin rostro, violador mudo y nocturno. Del lado humano: una familia que compra una casa victoriana hermosísima y, cuando se dan cuenta de que está poblada de fantasmas, quieren irse, pero no pueden, ya desatada la crisis inmobiliaria en Estados Unidos; el fantasma de un adolescente loco que asesinó a sus compañeros en una masacre escolar y después él mismo fue asesinado por la policía –otro actor fabuloso, el joven Evan Peters–; una adolescente depresiva; una pareja gay que no puede cumplir su sueño de burguesa fidelidad y felicidad. Todos muertos, todos fantasmas en una casa destinada a replicar –como hacen los fantasmas– sus historias trágicas y los miedos de la comunidad: homofobia, vejez, paternidad, la imposibilidad de ser feliz.
Y además de todo, American Horror Story, en su primera temporada, era divertida, asquerosa y ocasionalmente vulgar. Una muy buena serie de terror.
La segunda temporada, American Horror Story: Asylum, empieza con una jugada arriesgada, inédita en televisión y bienvenida: la mayoría de los actores, salvo la pareja protagónica –Connie Britton y Dylan McDermott– están de vuelta, pero la historia y los personajes son completamente diferentes. Todo es diferente: no es una secuela, por ahora no parece ser una precuela sino una miniserie completamente distinta, en todo sentido. La acción ya no es actual: transcurre en un asilo para dementes llamado Briarcliff en 1964; la directora es una monja con pasado oscuro (la hermana Jude, otra vez Jessica Lange, alucinante) que lidia con homosexuales sometidos a electroshock y terapia de aversión –esto es realismo puro–, un asesino de mujeres que cree haber sido abducido por extraterrestres (Evan Peters, de vuelta genial), un obispo de-sagradable (Joseph Fiennes), exorcismos, jóvenes beatniks hipersexuadas (Chlöe Sevigny), mutilaciones horribles, un médico psicópata y posible criminal de guerra y una mujer judía que dice ser Anna Frank (Franka Potente). Un poco de terror cósmico, la homofobia otra vez, el traslado de la casa embrujada al manicomio maldito y el juego con los espantos de la época: los matrimonios interraciales, los traumas de posguerra no resueltos, los asesinos entre nosotros, los jóvenes a punto de rebelarse como nunca antes. Más explícita que el año pasado –aquí no hay fantasmas: hay sangre, hay gore, hay monstruos–, más religiosa, más obviamente sexual –¡les gusta el S&M a los productores!– y más apegada al cine de terror tradicional, desde Dr. Phibes a los zombis, pasando por todas las variantes del exorcismo y las slasher movies, American Horror Story: Asylum, por ahora, da mucho menos miedo que la primera parte y resulta un ejercicio de estilo. Un muy buen y muy divertido ejercicio de estilo. Pero van nomás cuatro episodios: hay que darle tiempo. Además, las escenas del tratamiento de la homosexualidad, conducidas por el psiquiatra interpretado por Zachary Quinto –que salió públicamente del closet hace un año–, son antológicas piezas de espanto, el corazón de la gran película de terror real de EE.UU.: retroceder a un estado religioso y ultraconservador, conducido por la idea de un Dios más sádico que el que azota con la vara de la hermana Jude, y que es indistinguible del demonio que también habita tras las paredes del hospital Briarcliff.
> Elementary y Arrow: remakes y superhéroes surfeando la ola de otros
Por Javier Alcacer
¿Para qué correr riesgos con inversiones millonarias que pueden terminar siendo un fracaso resonante? Mejor dejar que lo hagan otros y, en caso de que tengan éxito, copiar su fórmula. Este parecería ser el axioma imperante en las reuniones de los ejecutivos de los principales canales de aire de EE.UU. En la señal CBS estaban fascinados con la adaptación moderna que los guionistas Steven Moffat y Mark Gatiss habían hecho de Sherlock Holmes para la BBC; un show estadounidense del personaje podría, además, beneficiarse del buen resultado en la taquilla de las dos películas protagonizadas por Robert Downey Jr y Jude Law. Hubo un par de reuniones para importar el formato, pero la negociación no avanzó. Pronto desde CBS confirmaron que estaban preparando su propia versión de Holmes, empezando desde cero. Después de todo, la obra de Arthur Conan Doyle pertenece al dominio público desde 2000, así que no creyeron necesario pagarles a Moffat, Gatiss y la BBC por el formato. Así llegamos a Elementary, con un Sherlock Holmes (Jonny Lee Miller, Sick Boy de Trainspotting) localizado en Brooklyn, con la capacidad deductiva que lo caracteriza, pero atormentado por sus problemas de adicciones y un padre controlador que paga para que vigilen que no vuelva a caer en los vicios. La ausencia del 22B de la calle Baker es un detalle menor al lado de lo tal vez sea el mayor acierto de la serie, un cambio que bien puede haber surgido de un asesoramiento legal: el cambio de género de Watson, ahora la doctora Joan Watson (Lucy Liu). Hasta ahora, Elementary juega con la química sexual manteniendo un interés platónico entre los personajes, dejando oír ecos de la no-pareja Mulder-Scully. Por lo demás, si hacemos a un lado las excentricidades de Holmes y su falta de interés por las normas sociales básicas y el pasado oscuro de Watson, la serie no deja de ser un procedimental, uno de los géneros más clásicos de la TV estadounidense. Un misterio por semana, salpicado con avances pequeños en la historia de los protagonistas, una fórmula que todavía rinde.
En The CW tampoco se jugaron demasiado. El canal pertenece a Time Warner, la corporación que también es propietaria de la editorial DC Comics y todas sus licencias. De las cinco películas más recaudadoras de 2012, tres están basadas en historietas de superhéroes. En The CW eligieron un personaje muy querido por los fanáticos, pero sin visibilidad para los no iniciados, aunque en un primer momento se había pensado en llevar a Flecha Verde para el cine, pero el fracaso de la película de su amigo y compañero esmeralda Linterna Verde hizo que lo mandaran a la TV. A la receta de Smallville, aquella serie que contaba los días de Clark Kent antes de convertirse en Superman, se le sumaron las del Batman de Christopher Nolan. En Arrow (sin green) hay poco del Oliver Queen moderno (un vigilante socialista en una cruzada contra los poderosos), y bastante más del original creado por Mort Weisinger y George Papp en 1941; es decir, una imitación de Batman, pero con arco y flecha. Cinco años después de un naufragio en China en el que murió su padre, patriarca de un imperio millonario, y que lo dejó varado en una isla, Oliver (Stephen Amell) vuelve a Ciudad Starling. Si bien parece mantener los mismos hábitos de playboy que lo convirtieron en el favorito de los paparazzi, debajo de esa coartada Oliver oculta un plan para atacar a los corruptos que convirtieron a la ciudad en un infierno. Con el correr de los episodios se irá revelando qué le pasó a Oliver en la isla y cómo llegó a convertirse en un guerrero mortífero con preferencia por la arquería. A esto hay que agregarle apariciones de personajes del universo DC, una traición en el seno familiar y una vieja historia de amor que obstaculiza el patrullaje nocturno. Lo más curioso de Arrow es que está ambientada en un universo paralelo muy perturbador, en el que todos los personajes que aparecen delante de la cámara parecen salidos de alguna pasarela.
> Treme: una joya sobre New Orleans post Katrina
Por Mariana Enriquez
Si The Wire no fue la mejor serie jamás producida, seguro se apunta a cualquier Top 10: una novela para televisión, con sus capas narrativas y sus lentas revelaciones, tantísimos personajes y todos complejos, jerga que ni para iniciados y un soberbio conocimiento de los procedimientos policiales, judiciales, narcos, mediáticos, educativos, callejeros, portuarios, prostibularios. La ciudad de The Wire era Baltimore: David Simon, su productor y guionista, la conocía bien, porque había trabajado como periodista en The Baltimore Sun –donde conoció a su coguionista, el ex policía Ed Burns–. Pero cuan-
do The Wire terminó y se planeó otra serie para HBO, la ciudad que Simon eligió era bien distinta. Treme, que acaba de comenzar su tercera temporada, es sobre New Orleans después del huracán Katrina; y, con todo respeto por Baltimore, el desafío era enorme: retratar esta ciudad única, maravillosa, en su momento más terrible; hacerlo y no conventir la experiencia en un barato recorrido turístico, lo que sobra cuando se elige como geografía una ciudad que, además, es un mito.
David Simon eligió un equipo fabuloso para Treme –el título es el de uno de los barrios emblemáticos de la ciudad, lugar de nacimiento de las brass bands, cercano a Congo Square, donde los esclavos inventaron el jazz– y arrancó por HBO en abril de 2010. Su colaborador principal es Eric Overmyer, un veterarno de The Wire, y entre los coguionistas se cuentan George Pelecanos y Anthony Bourdain –nombre fundamental porque una de las tramas es sobre una de las marcas culturales de la ciudad, la gastronomía–-. Otra es, claro, la música. Y en esto Treme es absolutamente maravillosa. Sin didactismos tontos, la serie permite escuchar todo tipo de jazz –desde el más tradicional hasta el más vanguardista–, bluegrass, country, bounce (el estilo de hip hop original de New Orleans), blues; y escuchar y ver actuaciones de artistas como Soul Rebels Brass Band, Allen Toussaint, Spider Stacy, Dr. John, Elvis Costello, Steve Earle, Eyehategod, Justin Townes Earle, Sammie “Big Sam” Williams, Donad Harrison, Jr., Galactic, Troy “Trombone Shorty” Andrews, Deacon John Moore, The Pine Leaf Boys, Paul Sanchez, Rebirth Brass Band, Treme Brass Band o la fabulosa Irma Thomas o la hermosa violinista Lucia Micarelli, que además de ser una virtuosa es hermosísima y una actriz notable –-interpreta a una chica que, de a poco, se abre paso entre los grandes nombres locales y los visitantes, como Shaun Colvin–. O a Kermit Ruffins, el trompetista fundador de la Rebirth Brass Band, otro de los músicos actores.
Sin embargo Treme no es una serie musical. También es una serie sobre los Indios, intrincadísima tradición que podría definirse como una comparsa forajida de hombres negros en perpetua guerra con la policía y fundamentales en el desfile de Mardi Gras; aquí los representa el jefe Albert Lambreux (Clarke Peters, de The Wire), feroz guardián de la tradición que vuelve a su barrio destrozado por el agua para seguir cosiendo su traje. Es una serie sobre la gastronomía y en ese sentido una crítica rabiosa al esnobismo de los chefs de Nueva York. Es una serie sobre el trauma de una ciudad que fue abandonada después de una catástrofe, sobre saqueos y barrios muertos a los que la gente vuelve, sobre desarrolladores inmobilarios con deseos de tiburón –en general, texanos–; sobre padres buscando cuerpos de sus hijos entre las ruinas, sobre crímenes policiales como las ejecuciones, durante el huracán, en el puente Danziger, una de las tramas de la serie, que se resolvió, en la vida real, hace un mes. Sobre el exilio interno representado en Ladonna, dueña de un bar, que no quiere irse ni a Baton Rouge –la capital del estado– ni siquiera después de que le roban y la violan. Es una serie sobre la literatura de New Orleans, de John Kennedy Toole a Kate Chopin, simbolizada en Creighton Bernette (John Goodman), profesor de la universidad de Tulane que no puede recuperarse de la depresión post-huracán. Es una serie sobre las diferencias sociales y raciales y la relación amor-odio de los nativos con el turismo y el amor por la ciudad de los turistas que, de golpe, se quedan a vivir ahí. Es, sobre todo, una serie sobre la supervivencia de una cultura. Así de ambiciosa y, al mismo tiempo, bastante pequeña, poco pomposa, sencilla.
En su tercera temporada –la serie tendrá sólo una más, la cuarta y última, el año que viene–, muchos personajes ya no están porque Treme tiene intenciones de hiperrealismo vital y a los productores no les tiembla la mano si tienen que decirle adiós a personajes. Veinticinco meses después del huracán, le da más importancia que las temporadas anteriores a la política, desde la corrupción local hasta el surgimiento de Barack Obama. ¿The Wire seguirá siendo la mejor serie de los últimos veinte años? Porque parece que la hermana menor podría estar a punto de arrebatarle el trono.
> Homeland y Dexter: una vuelta más, y la más inesperada
Por Javier Alcacer
Una de las consecuencias de ver las cinco temporadas de The Wire es que el verosímil del género policial queda dañado para siempre. La serie de David Simon nos mostró, entre otras cosas, la cantidad de horas de papelerío, burocracia y duelos de poder que impiden, por ejemplo, las acciones irresponsables que suponen el 99,9 por ciento de los avances de la trama en alguna novela, serie o película. Y sin embargo ahí está Dexter, promediando su séptima temporada y su protagonista, un forense de la policía de Miami que mata asesinos que evaden el sistema judicial. En el universo de The Wire, los detectives de la policía de Dexter serían enviados a una oficina sin ventanas en la que llenarían formularios hasta jubilarse. “Porque se terminaría la película”, fue la respuesta de John Ford a los críticos que le preguntaban por qué los indios no le disparaban a los caballos en el último acto La diligencia. Lo mismo podría aplicarse a Dexter y la impericia insólita de sus colegas. Tuvieron que pasar seis temporadas para llegar hasta un cambio real del statu quo de la serie; hasta entonces, en cada año la fórmula variaba poco y nada: a grandes rasgos, Dexter estaba bajo sospecha de la policía y de los suyos, aparecía un nuevo asesino que sólo él podía detener, entablaba un contacto cercano con el objetivo, a último momento lograba matarlo y salvarse de la investigación. Se suponía que la temporada que está emitiéndose ahora iba a ser la última, pero en Showtime, el canal que da la serie, pidieron una temporada más. En el caso de Homeland, otro de los éxitos de la señal, el anuncio de una segunda renovación dejó perplejos a sus seguidores. ¿Cómo podría seguir una tercera temporada? Es más, ¿haría falta que siga? La serie, que puso una mirada interesante sobre el estado de alerta perpetuo en el que vive Estados Unidos después del 9-11, está en las antípodas de Dexter: su segunda temporada altera prácticamente en cada episodio el estado de las cosas y no espera hasta el último capítulo del año (o el episodio de mid-season) para hacer grandes revelaciones o avances irreversibles en la trama. Hay un atractivo doble en Homeland: por un lado está la historia de Carrie Mathison (Claire Danes), la ex analista de la CIA, inestable, convencida de que el héroe de guerra y candidato a vicepresidente Nicholas Brody (Damian Lewis) es en realidad un terrorista; por el otro, los embrollos en los que se meten los showrunners Alex Gansa y Howard Gordon y cómo van a hacer para salir de ellos. Hasta ahora lo vienen logrando. Homeland fue una serie en la primera temporada, pero fue otra en el primer episodio de la segunda y otra muy distinta después de una charla en el bar de un hotel en el cuarto episodio de ésta. Todo se vuelve todavía más confuso cuando uno recuerda que Gansa y Gordon fueron parte del equipo creativo de 24, otra serie en la que se notó el cambio en la política exterior y la aparición del miedo después del atentado de las Torres Gemelas, de una manera brutal y sin los claroscuros que les da Homeland a sus personajes, recurriendo a un superhéroe monstruoso como Jack Bauer para detener al enemigo. En 24, la unidad temporal que proponía la serie creaba una sensación de urgencia y fatalidad inminente. Homeland no necesita forzar los tiempos para contagiarnos un estado de tensión permanente.
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