Domingo, 18 de noviembre de 2012 | Hoy
PLáSTICA > LAS SUPERFICIES DE PLACER DE BEATRIZ MILHAZES EN EL MALBA
Hipnóticos, recargados, peligrosos en su hipnotismo y sorpresivamente aireados en su recarga, espacios en los que conviven con atrapante armonía el imaginario brasileño y el modernismo occidental, salpicados con detalles accidentados que los vuelven impredecibles, los cuadros de la brasileña Beatriz Milhazes parecen hundir sus raíces en el siglo XX para ofrecer sus frutos al siglo XXI: uno en el que belleza y diseño parecen un nuevo paradigma, y nos recuerdan que los cuadros son eso que cuelga del lado de adentro de nuestras paredes.
Por Veronica Gomez
En el mundo marino existe un molusco que seduce a sus presas a través de las modulaciones de color de su piel. Se llama sepia. Cuando despliega su cromatismo alocado y febril el cangrejo queda hipnotizado, anonadado, totalmente embobado con las manchitas fluorescentes que laten en la piel de la sepia. Las cápsulas de color en las terminaciones nerviosas del animal se expanden y se contraen como pestañeos del amor. Las estrías de tonos intensos palpitando frenéticamente en la epidermis de la sepia no son otra cosa que una refinada estrategia de caza. Para el cangrejo, sucumbir al hipnotismo será letal. Al mismo tiempo que se obsesiona, el cangrejo se distrae: hay peligro detrás de tanto color, pero cómo intuirlo si la fascinación es una telaraña invisible que lo ha dejado inmóvil en la superficie de las cosas. En los ojitos del cangrejo se aloja algo tierno, algo estúpido: es el enamoramiento. La sepia domina la situación. Avanza en cámara lenta, en el agua todo es cámara lenta. Menos esa especie de lengua-garfio que la sepia lanza a una velocidad inusitada y atraviesa el cuerpo del cangrejo, lo incrusta con precisión, lo atrae para sí, y lo devora. Una historia de amor trágica y oceánica, como tantas. En el mundo de la pintura, por suerte, las cosas son menos letales. El color no mata. Pero hipnotiza. Basta visitar la muestra Panamericano, de Beatriz Milhazes, vigente en Malba hasta principios de diciembre, para percibir que toda superficie de placer, si es excesiva, se vuelve perturbadora, estupefaciente.
Las telas de Milhazes podrían situarse en un punto raro entre los diseños de la cortina del baño y los grabados alucinantes del biólogo y filósofo alemán Ernst Haeckel. El imaginario tropical, la arquitectura de Río de Janeiro, las artes decorativas de diversas latitudes y épocas, la vegetación del Jardín Botánico de Río (tan cerquita del taller de Milhazes), los estampados de manteles, el Carnaval, el constructivismo de los años ’50 en Brasil, todo viene a conjugarse, a superponerse y a eclosionar en el rectángulo siempre enorme de una tela en principio vacía. Beatriz tiene una técnica peculiar, trabajosa, lenta, bastante mesurada teniendo en cuenta la sensación explosiva que despierta el resultado. Sobre láminas de plástico transparente pinta con acrílico las formas que luego pega sobre la tela, construyendo la composición como un collage. Luego retira la lámina de plástico y así queda hecha la trasposición, como una calcomanía: la pintura abandona el plástico para pegarse a la tela. Algunas plantillas las utiliza en numerosas ocasiones, durante años incluso, entonces aparece lo que se llama memoria del molde, restos de pintura que vendrán a provocar accidentes, tímidas imperfecciones en las nuevas superficies de pigmentos que se estamparán y que perderán así su carácter inmaculado. Estos accidentes, que tienen una parte controlada y otra no, le dan un aspecto vivo a la pintura, un aspecto memorioso. Son los sucesos que ha vivido el color en sus mudanzas, en sus cambios de domicilio. Rodeados por los cuadros de Milhazes, por lo general de grandes formatos, nos sumergimos en una sensación selvática, asfixiante. Para zafar de esa sensación hay que acercarse mucho, aferrarse a un detalle para descansar. Quedarse con un árbol (o, mejor aún, con una ramita del árbol) y no ver el bosque. Ahí es cuando los accidentes en la pintura nos vienen al rescate: nos permiten hacer foco en algo relativamente pequeño, relativamente circunstancial. Hay en esos accidentes una analogía con esas cascaritas en la piel que no pudimos resistir la tentación de raspar. No lo hacemos tanto para ver qué hay debajo (ya lo sabemos, invariablemente debajo suele haber sangre), lo hacemos más bien porque es placentero remover una superficie texturada y extraña a la piel, escarbar y raspar esa islita que es una interrupción de la normalidad cutánea. Entonces, en ese detalle que es una fina hendidura, una herida en la perpetuidad del estímulo, hay un placer casi morboso que nos sustrae de la tiranía de las formas de colores saturados, tremendamente pop, que inundan las telas de Milhazes.
“Me siento una artista geométrica pero no puedo meter todo dentro de un cuadrado o un círculo”, señala Milhazes. Menos mal. La geometría es uno de los recursos de Milhazes, recurso preeminente claro está, pero lo que hace con ella es de una organicidad y musicalidad, de una monstruosidad y exuberancia tales que clasificarla como artista geométrica suena un poquito acotado. Sus recursos exceden ampliamente la geometría. Para nombrar algo obvio: las peras, racimos de uvas, flores, hojas y ramas vienen de otro planeta que no es el de la geometría. Podrían ser la decoración rococó extraída de los platos de nuestras abuelas. Supongamos que las semillas que siembra Milhazes son geométricas. Semillas cúbicas, esféricas, prismáticas..., el terreno donde las siembra las transforma en otra cosa, las adultera, las pervierte, las escandaliza. Y lo que obtiene es una planta exótica en medio de una tempestad.
“Tengo miedo de muchas cosas. El Carnaval, la playa, la selva, las artes decorativas, el kitsch, las iglesias e incluso los colores, todo me da miedo y me fascina a la vez. A menudo me dicen que soy valiente por hacer lo que hago, y yo pienso exactamente lo opuesto, lo hago porque tengo miedo”, confiesa Milhazes en la conversación que mantiene con el diseñador de modas francés Christian Lacroix sobre su trabajo.
La belleza en los cuadros de Milhazes es abrumadora y amenazante. Como la vida salvaje, como la sepia cazadora, la belleza puede esconder peligros. Y la manera de conjurarlos es hacer algo con los elementos y combinaciones que detectamos como bellos. Meterlos en un cuadro, manipularlos, ponerles límites. Sin embargo, en la pintura de Milhazes, la combinación final tiene un efecto expansivo que trasciende los límites del bastidor. “La imagen que se me aparece de inmediato, cuando pienso en los trópicos, en el ser tropical, es la de la belleza, de la sensualidad y el primitivismo. Es una visión que me encanta, de pura fantasía, de sueño, de deseo del placer desconocido. La belleza me cautiva, pero pienso que, aunque mi trabajo puede ser lindo, representa todo un mundo claustrofóbico”, agrega.
Hay motivos que se repiten en la obra de la artista brasileña: los rosetones, las frutas, las flores, las concatenaciones de cuentas de colores que aluden a cortinas, los horizontes, los estampados, las hojas, las estrellas. No son muchos más. El repertorio suficiente para las muchísimas variaciones compositivas, versátiles combinatorias de colores, transparencias y veladuras. “Todo se soporta en la vida, con excepción de muchos días de continua felicidad”, decía Goethe. Y más o menos a partir de la visión del quinto cuadro de Milhazes comprendemos la veracidad de la frase. Todo empieza a ser demasiado alegre. La mirada se empasta en la frecuencia-flúo. Tanto de todo es demasiado. Y todo junto también es demasiado. Como si en la fiesta de casamiento hubiéramos asaltado, en un ataque de glotonería, todos los postres de la mesa de dulces y después tuviéramos que ir a bailar el carnaval carioca. Cómo haremos, el empacho nos pone lentos. Y aquí es donde la pintura tiene, según el gusto, una ventaja o desventaja: la simultaneidad. Estos mundos abigarrados se nos presentan al unísono y delimitan así nuestro desamparo. Somos el cangrejo cuya voluntad quedó sepultada por los efectos del encantamiento cromático. Cada pintura de Milhazes tiene aire alrededor, pero nunca será suficiente. Si los elementos se friccionan dentro de un mismo cuadro también lo hacen con sus vecinos. Y aquí estamos, en una fiesta interminable donde la totalidad de los invitados son la tía estrambótica que se ha puesto toda la bijou encima para la ocasión. Sólo de vez en cuando, un atisbo de horizonte vacío nos ofrece la promesa del descanso, como una mesa solitaria en el rincón más oscuro de la fiesta.
“Mi interés por el arte comenzó con esa constatación. ¿Qué hay detrás de la belleza? ¿Y por qué tenemos necesidad de hacer eso?”, se pregunta la artista. Desde tiempos prehistóricos la decoración tiene un objetivo: embellecer. Puede tratarse de un hábitat, de un objeto o del propio cuerpo. Puede ser parte de un ritual, de un edificio o de una peineta, pero la decoración siempre apunta a la belleza, al enriquecimiento de una superficie, a hacer del mundo un lugar agradable. El adorno suele ser un aplique sobre una estructura, sea ésta temporal o espacial. Sin estructura no hay adorno y el adorno es así, subsidiario de otra cosa. Tal vez por eso es frecuente, dentro de las artes visuales, referirse de manera peyorativa a obras que hacen de los elementos decorativos su fuerte, como si el énfasis en el adorno disfrazara una falta de estructura conceptual. El concepto es aquello imprescindible, aquello que sostiene la apariencia, parece imperar en este tipo de crítica. Y el concepto para ser tal pareciera deber ocuparse de asuntos serios y sublimes. La felicidad, aunque es un asunto bien serio, no ranquea bien. Y lo lindo mucho menos. Los detractores de lo lindo y de lo decorativo se olvidan quizá que estamos hablando de cuadros y que los cuadros se cuelgan en la pared. Sea Bad Painting o Beatriz Milhazes, los cuadros se cuelgan en la pared. Así que todos los cuadros, en definitiva, dependen de las paredes, que son las que en verdad sostienen los techos sobre nuestras existencias.
“La mayoría de la gente piensa que el diseño es una chapa, es una simple decoración. Para mí, nada es más importante en el futuro que el diseño. El diseño es el alma de todo lo creado por el hombre”, decía Steve Jobs. Y en consonancia, April Greiman resumía: “Si un diseño no se siente bien en el corazón, lo que dice el cerebro no importa”.
Panamericano
Beatriz Milhazes. Pinturas 1999-2012
Del 14 de septiembre al 7 de diciembre
Malba, Avda. Figueroa Alcorta 3415
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