Dom 25.11.2012
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CASOS > UNA NUEVA AVENTURA DEL CEREBRO DE EINSTEIN

Abrete, seso

Aunque Einstein pidió ser cremado para evitar ser objeto de estudios científicos o sectas absurdas, su cerebro se convirtió en el protagonista de una serie de aventuras tan mórbidas como interminables. Desde que lo extrajeron en una autopsia que el muerto no pidió ni necesitaba, estuvo desaparecido durante medio siglo, luego de ser robado por un patólogo de Princeton, cortado en 240 pedazos, metido en frascos que lo volvieron inútil para casi cualquier estudio, vendido y regalado a discreción. Ahora, a la luz de unas placas hechas hace un siglo, la ciencia arroja nuevas conclusiones sobre la genialidad y la materia gris. Pero eso es sólo la excusa para recorrer la odisea de un cerebro al que le siguen haciendo preguntas que se niega a responder.

› Por Ariel Magnus

Esta semana circuló por los medios de todo el mundo la noticia de que un nuevo estudio neurológico había descubierto que el cerebro de Einstein era especial, incluso “único”. Basándose en el análisis de 14 placas fotográficas tomadas tras su muerte y nunca estudiadas hasta ahora, los investigadores norteamericanos habían determinado que la masa encefálica del genio tenía “un córtex prefrontal extraordinario”, “anomalías en los lóbulos parietales” y especialmente desarrollado “el córtex somatosensorial primario”. Todas estas características, unidas cada una a distintas habilidades humanas, “tal vez aportaron algunas de las bases neurológicas para las aptitudes visuoespaciales y matemáticas de Einstein”, concluyeron los científicos.

Lo que no dice el estudio, ni siquiera en su versión completa (gratis en la página web de la revista Brain), es que esas fotos, si hubiera sido por Einstein, jamás deberían haber existido. Cuando murió, en 1955, el padre de la teoría de la relatividad pidió ser cremado, precisamente para evitar que su cuerpo fuera objeto de estudios como éste, o de cultos de algún tipo. Sin embargo, durante la autopsia de rutina que se le realizó tras su deceso se le extrajo el cerebro, luego de partirle el cráneo con una sierra eléctrica, y nunca se le volvió a poner en su sitio. El patólogo que creyó conveniente quedarse con ese recuerdo fue el Dr. Thomas Harvey, que figura primero en la lista de agradecimientos de los investigadores de la Universidad del estado de Florida, por haber sido quien donó las fotos al Museo Nacional de Salud y Medicina. No se aclara, sin embargo, que eso ocurrió casi medio siglo más tarde, luego de mantener cautivo el órgano más codiciado de todos los tiempos: una vez tomadas las fotografías que ahora sirvieron de base para el nuevo estudio, Harvey cortó la molleja en 240 pedazos, la puso dentro de unos frascos de vidrio y se la llevó sin el permiso del hijo de Einstein, Hans Albert, ni en rigor de nadie.

Antes de que lo despidieran, Harvey dejó el hospital de Princeton y a su esposa y pasó el resto de su vida mudándose de residencia por distintos estados del país. Su misión en la vida pasó a ser la de custodiar el botín, del que con el correr de los años fue regalando pedazos a distintas instituciones y personas particulares de todas partes, incluida la Argentina. Sus criterios para favorecer con una rebanada de seso a quien se lo solicitase eran tan poco científicos como los métodos usados para obtenerla y las condiciones en que las transportaba de un lado al otro. De los pocos estudios que se hicieron a partir de esas caprichosas donaciones, el primero reportó una proporción anormal de células gliales, lo que al parecer podía indicar que las neuronas utilizaban mayor cantidad de energía en esa parte del cerebro. El problema de ese estudio era que, por no haber seguido la evolución del órgano, no podía concluir que lo encontrado fuera un atributo físico que causó una mayor inteligencia, o el resultado anatómico de esa inteligencia extraordinaria. Los dos estudios siguientes, en los años ’90, arrojaron nuevas hipótesis, pero todas ellas igual de lábiles, debido a la falta de cerebros con los cuales comparar el de Einstein, del que ni siquiera se sabe a ciencia cierta cuánto pesaba al momento del deceso (el número que circula en los artículos periodísticos, 1230 gramos, fue anotado por los patólogos sin consignar si incluía o no meninges, líquido cefalorraquídeo y otros elementos que pudieran influir en la medición).

El souvenir ilegal del Dr. Harvey recién pareció encontrar verdadera utilidad cuando se popularizaron los estudios de ADN y Evelyn Einstein, la nieta olvidada y empobrecida de Albert, pidió un pedacito a fin de resolver un enigma familiar que la había perseguido toda la vida. Evelyn había sido adoptada por Hans Albert, el hijo de Einstein, en circunstancias algo turbias y luego de que muriera la segunda esposa de su abuelo, período en el que el físico teórico habría frecuentado a una variedad de mujeres (en el período anterior no habría sido menor la cantidad, pero ésa es otra historia). La sospecha era que acaso ella fuera no su nieta sino su hija. Harvey accedió gustoso al pedido, pero sólo para comprobar que la forma en que había embalsamado los pedazos de cerebro hizo que fuera imposible extraer muestras utilizables de ADN. La única cuestión más o menos trascendente por la que hubiera podido ser redituable que alguien hubiese desoído la voluntad de Einstein de ser cremado (incluyendo las menudencias) quedó así sin resolución.

Hay, con todo, un motivo de peso para estarle agradecido a Harvey, de la misma forma que le estamos agradecidos a Max Brod por no haber quemado los manuscritos de Kafka. Para quienes no creemos que la ciencia vaya jamás a lograr circunscribir la genialidad de un hombre a un par de deformidades encefálicas, la violación de la voluntad del difunto permitió a cambio que nacieran crónicas maravillosas, tanto en forma de artículos como de libros, y hasta de un documental. El curioso lector puede ignorar el nuevo estudio científico, cuyas precarias hipótesis ni aun alcanzando estatus de certeza servirían para entender a Einstein (ni a nadie), pero no puede dejar de leer Driving Mr. Albert, de Michael Paterniti, el artículo publicado por la Harpers Magazine en 1997 (luego extendido a un libro), en donde se cuenta la bizarra odisea emprendida por el autor junto al Dr. Harvey y al cerebro de Einstein hacia la casa de Evelyn (gratis en la web). Tampoco sería conveniente que deje de ver Relics: Einstein’s Brain, el documental de la BBC (completo en YouTube) donde se siguen los pasos del profesor Kenji Sugimoto, natural de Nagasaki, que luego de una vida entera dedicada al estudio de Albert Einstein viaja a Norteamérica en busca de un pedazo de su cerebro (y lo obtiene). El nuevo estudio ya se justifica por el solo hecho de poder recordar estas dos odiseas, que a su vez justifican, o al menos dan cierto sentido, a lo que fue sin dudas el robo del siglo.

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