A PROPóSITO DE MARRONEBACKTUBUENOSAIRES EN EL BORGES
› Por Tomas Espina
El 25 de octubre, sobre las paredes del hall de entrada del Centro Cultural Borges, Gustavo Marrone lanzó una misiva, una suerte de carta documento tan poco eficaz como desgarradora y necesaria. Desde su propia imposibilidad y la parálisis que implicó regresar a un país que interpretó mal a su generación (Gustavo Marrone formo parte del mítico panorama local de la decada del ‘80; en 1988 se fue a vivir a Barcelona y regresó a la Argentina en enero de 2012), hoy se enfrenta, como un quijote sin armadura, a una generación que nunca comprendió el famoso metro cuadrado al que Marcelo Pombo aludió hace más de 20 años (“Todo lo que me importa es lo que está en mi más inmediato alcance, literalmente, en un radio de un metro cuadrado”). Este malentendido incluye la comprensión de lo político como el reverso de cualquier experiencia íntima o amorosa, que también significa la disociación entre el compromiso abstracto de los grandes valores sociales –como la clase, la nación–, por el compromiso concreto de la vida cotidiana. En la apertura democrática, para una generación que fue golpeada dos veces, primero por la dictadura y luego el HIV, no quedaba otra alternativa que crear lazos afectivos para no morir en el olvido y la discriminación.
Lejos de ese contexto Marrone vuelve huérfano y, quizás dolorido, a tratar de interactuar a plena luz del día con los zombis que pululan por el Patio del Liceo, y los serviles y prolijos estudiantes del departamento de artes visuales del barrio de Belgrano. Artistas que, a fuerza de haber recuperado espacios, parecieran haber perdido el deseo. Jóvenes tan sensibles como profilácticos, que aspiran a la organización y al profesionalismo y son incapaces de sacrificar un centímetro cuadrado de un stand de feria en aras de su legitimación.
Por eso la obra que hoy presenta Marrone es oscura, porque es el llamado emotivo y desgarrador a una generación que vivía de noche y desapareció. La instalación trae consigo una memoria densa, llena de amor y erotismo, donde bullen las emociones de la obra de Pablo Suárez, Miguel Harte, Marcia Schvartz, el primer Kuitca y por sobre todo Roberto Jacoby. Porque al fin y al cabo esta muestra está dirigida a la comunidad artística, a una comunidad de reconocimiento mutuo, donde la particularidad de su dibujo se disuelve en un entramado de reminiscencias que nos interpela y nos pregunta: ¿A quién nos dirigimos cuando decimos algo? ¿Qué significa ser artista? Y sobre todo nos enrostra la torpeza de seguir produciendo obras cuando ya están todos los ojos esteriles con el deseo puesto en las becas y pareciera que no quedara un solo hueco sucio donde escarbar para encontrar un poco de amor. Pero no hay morbo ni pornografía en el universo de Marrone. Hay sí una marca de dolor profundo que es tan particular como impersonal. Y en ese pedido de auxilio –que es su propio derrotero– su obra hace síntoma en toda una época.
Me cuesta escribir esto sin sentir un poco de culpa y responsabilidad en el armado de la escena a la que Marrone interpela. Sin embargo, me doy cuenta que estoy aquí y que escribo por la misma razón por la que Marrone dibuja: espero que alguien venga, ojalá un artista, me levante del suelo, me de un abrazo y que en nuestra desesperación lloremos juntos todo lo que Marrone dibujó.
La muestra de Marrone se puede visitar hasta el martes que viene en el C.C. Borges hasta el martes que viene.
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