› Por Paul Auster
En Deauville (Francia) se celebra en septiembre un festival de cine norteamericano: las nuevas películas que aparecerán en otoño en ambos países. No sé cómo ni por qué empezó ese festival, pero todos los años se entrega un premio (o solía otorgarse) a un escritor estadounidense por el conjunto de su obra. En 1994, yo resulté ser el afortunado, y cuando me dijeron que Mailer y Styron lo habían ganado en años anteriores, decidí que era un honor y que valía la pena cruzar el Atlántico por él, de modo que para allá fuimos Siri y yo, a Deauville, un centro de veraneo en Normandía. Fue un buen año para estar allí: el quincuagésimo aniversario del Desembarco. Para señalar la ocasión, el Festival había invitado a diversos hijos y nietos de los generales aliados, entre ellos a uno de los descendientes de Leclerc y a la nieta de Eisenhower, Susan. Siri y yo acabamos pasando un rato con Susan Eisenhower (nos cayó muy simpática), y cuando nos enteramos de que era una “experta en Rusia”, casada con un científico de una de las repúblicas de la antigua Unión Soviética, los dos comprendimos que la Guerra Fría había terminado efectivamente. ¡La nieta de Eisenhower casada con un científico soviético!
También para celebrar el aniversario, el Festival había programado proyecciones de películas sobre la Segunda Guerra Mundial y había enviado invitaciones a algunos de los viejos actores norteamericanos que habían intervenido en ellas. Y así llegamos a conocer a personajes como Van Johnson (sordo como una tapia), Maureen O’Hara (aún preciosa) y Roddy McDowell. Durante la cena a la que asistimos con esas estrellas cinematográficas desaparecidas, O’Hara se inclinó en cierto momento hacia McDowell y le preguntó: “¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Roddy?”. A lo que McDowell contestó: “Cincuenta y cuatro años, Maureen”. Habían actuado juntos en Qué verde era mi valle, de John Ford. Asombroso haber estado allí, haber presenciado ese cruce de palabras.
Otra de las personalidades que asistieron aquel año fue Budd Schulberg. Lo había visto un par de veces en Estados Unidos, y su relación con el cine de Hollywood probablemente se remontaba en el tiempo más que la de cualquier otro que aún estuviera en el reino de los vivos, ya que su padre había sido B. P. Schulberg, director de la Paramount en los años ’20 y ‘30, y cuando tenía diecinueve años, Budd había colaborado en un guión con F. Scott Fitzgerald. El hombre que escribió Nido de ratas, autor de una de las mejores novelas sobre Hollywood, ¿Por qué corre Sammy?, así como el guión de la última película de Bogart, La caída de un ídolo, un excelente film ambientado en el mundo del boxeo; un individuo complejo, antiguo miembro del Partido Comunista que mencionó nombres ante el Comité de Actividades Estadounidenses en los últimos años ’40 y primeros ’50, y por lo que he leído se volvió contra el partido con gran violencia cuando intentaron interferir en su trabajo, declarando que eran unos cabrones del primero al último. De todos modos, no llegué a tratarlo mucho, éramos simples conocidos en el mejor de los casos, pero había disfrutado conversando con él en Estados Unidos, siempre impresionado por lo bien que hablaba a pesar de tener un doble defecto (tartamudeo y ceceo), y entonces, en Deauville, en 1994, nos encontramos por casualidad en el vestíbulo del hotel en el que ambos nos hospedábamos, donde se alojaba todo el mundo relacionado con el Festival (estrellas de cine, directores, productores, jóvenes actores y actrices), y como los dos esperábamos a que nuestras mujeres bajaran para la cena, nos sentamos juntos en un banco del vestíbulo y observamos en silencio las ajetreadas idas y venidas de los ricos, bellos y famosos. Entró apresurado Tom Hanks (era el año de Forrest Gump: atroz película, por si estás tentado de verla), pasó a todo correr una fascinante starlet con su séquito, circularon precipitadamente muchos otros, todos ellos con aire confiado, henchidos con la sensación de su propia importancia, de haber llegado a la cima, como si cada uno de ellos fuera efectivamente el dueño del mundo, y al cabo del rato Budd se volvió hacia mí, el octogenario Budd, que llevaba viendo a esa gente desde que era niño, que había llegado a lo más alto y a lo más bajo, el sabio anciano que tartamudeaba y ceceaba a la vez se volvió hacia mí y me dijo: “Se creen que esto no va a acabar nunca”.
Esta anécdota que recuerda Paul Auster forma parte de una de las cartas que integran Aquí y ahora, el flamante libro epistolar que acaba de editar junto a J. M. Coetzee, recopilando las misivas que se fueron enviando ambos escritores entre 2008 y 2011.
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