TELEVISIóN > LA VOZ ARGENTINA
Cuando apareció, La Voz Argentina sorprendió con la promesa de un reality que subvertía todos los supuestos imperantes del género: el jurado elegía a los concursantes, lo hacía a ciegas, sin demagogias y sólo en función del talento que oía. Pero ¿por qué la participación del público terminó por socavar esa apuesta a la pedagogía musical y la convivencia artística?
› Por Claudio Zeiger
Con un título de resonancias heroicas, o al menos gallardas, La Voz Argentina, que hoy llega a su fin porque esta noche es la final, supo llamar la atención cuando arrancó, por la pantalla de Telefe los domingos, no sólo por su curioso formato (un reality donde el jurado elegía a los participantes a ciegas, eliminando todo vestigio de sensiblería por la “historia de vida” o de favoritismo por la apariencia exterior de los cantantes) sino también por la fluidez sin ripios con la que transcurría. Bajo la siempre cálida y humorística (voluntaria o involuntaria) conducción de Marley, con artistas que revelaron un saber sobre la materia más que encomiable (Axel, Soledad, los Miranda y el Puma Rodríguez), las dos horas y pico se iban en un suspiro, logrando cautivar a la audiencia con lo específico de la propuesta. Parecían haber logrado lo imposible: un reality eficaz, muy localista aun dentro del formato “global”, sin puterío y sin jurados bizarros, hipnotizaba a la audiencia con sólo canciones, casi siempre bien cantadas. Good show. Y la verdad es que gran parte del ciclo fue así hasta que un diablo llamado público con celular metió la cola y logró convertirlo en lo de siempre: un lavado concurso pop adolescente con algunas “anomalías” atractivas al mejor estilo American Idol; y sí, no está mal American Idol, pero ¿quién se robó mi niñez? como cantaría el más sensible y extraño joven que pasó por el reality, el tanguero Miguel Angel Roda. ¿Quién se robó la voz argentina? ¿O la dejó afónica?
No se malinterprete: se sabe que todo reality necesita, depende y está hecho para el público, el nunca bien ponderado Soberano. El problema, esta vez, fue que el público votante participativo terminó por desarticular las mejores armas de la propuesta, a saber, que la imagen no lo es todo, que hombres y mujeres de distintas edades pueden competir y convivir, como convivir estilos e idiomas, y hasta darle cabida al tango y al folklore. O sea, el igualitarismo y la diversidad que se propuso el programa en su kit de buenas intenciones, terminó chocando con un espíritu de fan club. Y así eliminaron una a una a las participantes mujeres con una saña empecinada, sólo comparable a la de las mejores novelas de Agatha Christie. Antonella Cirillo, la única finalista, no sólo se sostuvo por su indudable talento vocal sino por la jugada decisión del jurado (en su caso, el Puma) de hacerlo, aunque arreciaran las puteadas por Twitter. Los otros finalistas (de indudables condiciones también, aunque bastante más discutibles en el sentido de que no avanzaron mucho, siempre fueron un poco lo mismo) responden al arquetipo de finalista para las chicas que sólo quieren verlos a ellos: los vozarrones argentos de Mariano Poblete y Mateo Iturbide, y Gustavo Corvalán, con sus aires Echarri y su latino romántico bien temperado.
Lo cierto es que el balance de La Voz... es bueno, pero tuvo el problema de ir de mayor a menor. Es loable que, como se dijo antes, no sólo haya puesto sobre la mesa un reality de verdad, sino que haya entregado domingo a domingo espectáculos muy bien logrados, con escenografías, coreografías y músicos ensamblados, y que haya apostado a talentos potenciales y a hacer un poco de pedagogía musical de cara al público. Pero cuando la sorpresa fue menguando y se insinuó lo que se iba a venir, el show, que debe seguir, se empezó a pinchar.
No se pretende que La Voz... o un producto similar sea un reality de culto como esos que de vez en cuando seguimos por el cable, pero estuvieron bastante cerca de haber dado en el clavo. Una generación de realities que puede prescindir de la agotadora trama de los famosos escandalosos por un rato y mostrar una cara más profesional.
Una de cal y una de arena. Resolvieron, del sonoro título, la parte que dice Voz. No resolvieron todavía el matiz argentino. Fue un buen programa más de la aldea global. Vaya como dilema y paradoja para creativos: la apuesta por una diversidad inclusiva y nuestra se terminó chocando contra la pared del fan-atismo.
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