CINE > UN CICLO DE POLICIAL ARGENTINO EN EL MALBA
Durante las décadas del ’40 y el ’50, el cine argentino produjo más de cien películas policiales y perfeccionó los aspectos narrativos y formales del género de la mano de directores como Daniel Tinayre, Carlos Hugo Christensen, Hugo del Carril, Hugo Fregonese, Don Napy y Román Viñoly Barreto. Películas influenciadas por los policiales norteamericanos, pero también por el neorrealismo, que intentaban una mirada sobre el escenario político argentino, dominado, claro, por el primer peronismo. El ciclo del Malba que arrancó este mes rescata aquellos clásicos y también se detiene en obras más recientes de Adrián Caetano o Adolfo Aristarain.
› Por Paula Vazquez Prieto
Como el rabioso despertar de un malestar tan onírico como fecundo, el cine policial oscuro y amargo que azotó la aparente calma de la posguerra norteamericana impactó de lleno, con su estela tenue e intermitente, en la cinematografía vernácula a fines de la década del ’40. Entre esa década y la siguiente, el cine argentino produjo más de cien películas policiales y perfeccionó los aspectos narrativos y formales del género de la mano de directores como Daniel Tinayre, Carlos Hugo Christensen, Hugo del Carril, Hugo Fregonese, Don Napy y Román Viñoly Barreto, entre otros. Mezcla de un manierismo visual heredado de la fotografía expresionista, que tan buena acogida había tenido al otro lado del Atlántico, y cierta asepsia documentalista, un poco fascinada por los descubrimientos neorrealistas y otro poco asediada por la necesidad de una mirada más honesta y severa sobre la realidad de entonces, el policial argentino retrató, con dispares resultados pero con genuina lucidez, el escenario conflictivo y en constante transformación de los albores peronistas.
El llamado film noir del que tanto han hablado críticos e historiadores del cine, pero que tanto cuesta definir, fue la más enérgica de las ambiciones de un lenguaje todavía joven y por ende enamorado de sus convenciones. Síntesis entre la novela negra y la estética barroca de los cines alemán y nórdico del período mudo, el término surge de las revistas francesas que evocan su propia tradición en esa reacción romántica contra el costumbrismo moralista de la literatura y el cine clásicos.
El crepúsculo de la década del ’30 había sumergido al cine de Hollywood en un cóctel tan explosivo como fructífero que combinó las frustraciones engendradas por todo aquello que las políticas de inclusión del New Deal no habían resuelto y el temor creciente a la situación de tensión que se estaba viviendo en Europa. La llegada a EE.UU. de numerosos artistas escapados del fascismo hizo sentir su influencia en distintas áreas de la industria como la fotografía o la dirección de arte. El interés que años atrás había despertado la literatura policial en su variante hard boiled (denominada así por el héroe protagonista, generalmente detective, endurecido y en permanente ebullición) hacía eco en el cine, y las historias se propagaban en imágenes sórdidas que develaban un territorio propicio para trazar subterráneas parábolas políticas o incisivos reclamos sociales.
Paradójico en su esencia, el cine negro buscaba desorientar al espectador, sumergirlo en un mundo pesadillesco donde todos los males podían ocurrir y el brazo del destino se convertía en una prisión ineludible. Pero esa misma vocación de contravenir las normas sociales exigía un registro hiperrealista que, en obvio coqueteo con el documental, mostrara al público que ese mundo no se alejaba demasiado de la realidad que conocía.
Pero, en definitiva, ¿qué es el film noir? Tal vez una invención francesa para denominar un estilo cinematográfico cuya esencia tiene que ver con ambientes oscuros, pasiones sórdidas, acciones violentas e irracionales, y un erotismo perverso y contracultural. Percepción astuta y rendidora, si las hubo, ese interés parisino por la negrura se propagó al calor del recuerdo de aquellas opacas tinieblas de entreguerras, que asomaban en películas como Pepe le Moko (Julien Duvivier, 1936), La bestia humana (Jean Renoir, 1938) o El muelle de las brumas (Marcel Carné, 1938), melodramas poéticos donde el pobre Jean Gabin, con su mueca triste y su boina deshilachada, purgaba amores contrariados entre el crimen y el castigo. De ese encuentro entre la admiración y el distanciamiento, el cine francés parió el polar, exponente frío, distante y desapasionado que tendría tanto arraigo en nuestro cine como el noir americano, pero como una especie de derivación esteticista de ese apasionamiento romántico que mitigaba sus excesos sentimentales bajo un velo de ironía y sofisticación.
Si bien autores con diferentes poéticas como Horacio Quiroga y Roberto Arlt han coqueteado con el policial desde principios del siglo XX, Jorge Laforgue y Jorge Rivera, en su libro Asesinos de papel, señalan que antes de los ’40 la literatura policial en la Argentina era todavía “parcial, fragmentaria y aislada”, y carecía del interés y la masividad que caracterizó al género posteriormente, cuando se conformaron las más prestigiosas colecciones detectivescas como El Séptimo Círculo de Emecé Editores (dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares), la Colección Misterio, la Biblioteca de Oro de Molino, y Evasión y Serie Naranja de Editorial Hachette y Pistas, entre otras. El público, por entonces, también era asiduo escucha de emisiones radiales sobre historias de policías y criminales como Ronda policial o Lisandro Medina, el agente de la esquina.
Entre la florida producción literaria, que llegó a revistas como Leoplán y Vea y Lea, que frecuentemente incentivaban la participación de escritores argentinos mediante concursos literarios, y la vigencia del radioteatro, el policial argentino hundió sus raíces en aquella tradición que combinó el noir con el recién nacido polar y logró en el cine manifestaciones tan propias como resistentes al paso del tiempo, que hoy a la distancia no sólo representan una radiografía de aquella época sino un claro testimonio de formas expresivas de fuerte potencialidad dramática.
En el ciclo que presenta el Malba durante todo el mes de diciembre se encuentran algunos de los mejores exponentes del policial local: desde obras que anticipan la edad de oro del género como Fuera de la ley (1937) de Manuel Romero, grandes promesas de los ’70 como el debut de Adolfo Aristarain con La parte del león (1978), hasta los más recientes acercamientos del nuevo cine argentino a los tópicos emblemáticos de la tradición negra.
Una de las joyas del ciclo y tal vez de toda la historia del policial cinematográfico es No abras nunca esa puerta (1952) de Carlos Hugo Christensen, inspirada en dos relatos del norteamericano William Irish, emblema de la novela negra cuyas historias fueron adaptadas por Alfred Hitchcock en La ventana indiscreta y François Truffaut en La novia vestía de negro y La sirena del Mississippi. En este caso más que negras, negrísimas, las historias se alternan en ambientes rurales y urbanos plagados por igual de sombras espesas y secretos inconfesables que evidencian el conspicuo interés de Christensen por ahondar en relaciones familiares ambiguas, opresivas y con claros ribetes incestuosos. Partiendo del modelo canónico de la femme fatal como mujer ambiciosa y despiadada que pone en jaque el rol tradicional de la esposa devota y madre amorosa, Christensen afirma la inestabilidad de la figura masculina y desequilibra aun más la guerra de los sexos que se empezaba a hacer evidente en el cine de los primeros ’50. Con una estética crispada de contraluces vigorosos, No abras nunca esa puerta respira esa atmósfera viciada de las películas clase B del noir americano que traslada con una precisión ajena a toda impostura a nuestros espacios familiares.
Apenas un delincuente (1948) de Hugo Fregonese comienza con un cartel que informa: “Esta es una historia de la ciudad. Sucedió o pudo suceder hace varios años”. De producción independiente e inspirada en una noticia de la prensa sensacionalista, presenta imágenes aceleradas de una Buenos Aires febril, filmada en ángulos picados, con el condimento de una voz en off que atribuye el delito al ritmo frenético e incansable de las grandes urbes modernas. Hay algo que hace propio el relato, más allá de su anclaje en estructuras temáticas y de puesta en escena del cine norteamericano: el protagonista es un porteño desesperado por encontrar una salida a la vida que lleva, alguien que busca “zafar” y encuentra en la senda criminal el camino para acercarse a ese a sueño.
La estética de Daniel Tinayre, a veces demasiado expositiva y redundante, logró con Deshonra (1952) una de las más intensas películas de cárceles de mujeres, con todas las connotaciones sugerentes que se harían cliché en el cine explotation de los ’70, pero que adquieren aquí una honesta candidez. Flora (Fanny Navarro) es condenada por un crimen que no cometió y su periplo carcelario se viste de un melodrama tenso donde la referencia evidente del nuevo protagonismo de las instituciones en pleno apogeo peronista se combina con una asfixia que hace de la violencia una clara manifestación de los enfrentamientos irreconciliables. En un elenco de estrellas como Tita Merello, Mecha Ortiz, Aída Luz y la misma Fanny Navarro, destaca Golde Flami en el papel de la lesbiana que elude el estereotipo, un poco evocando el universo de Amarga condena (1950) de John Cromwell, un poco desplegando auténticas complejidades no muy vistas en el policial clásico.
Artefacto curioso si los hay, Culpable (1960) de Hugo del Carril llega cuatro años después de su obra maestra Más allá del olvido para condensar muchas de las búsquedas que el poeta maldito había experimentado en aquel épico melodrama mortuorio. Basada en una obra teatral de Eduardo Borrás que reflexiona sobre la responsabilidad individual y el libre albedrío, Culpable recupera el aura distintiva del dandysmo francés que burla al destino ominoso y decide por voluntad propia el camino de la tragedia.
Mérito y grato capricho de Fernando Martín Peña es el rescate del olvidado director uruguayo Román Viñoly Barreto. Presentadas recientemente en el Festival de Cine de Mar del Plata, las copias nuevas de La bestia debe morir (1952), El vampiro negro (1953) y Orden de matar (1965) permiten apreciar la intensa creatividad visual que despliega Viñoly Barreto combinada con un vigor místico que recuerda las obras más tempranas de Fritz Lang. La locura, la degradación moral y la crueldad son los tópicos frecuentes de un cine que desnuda el trasfondo atroz de la moral judeocristiana: en el sinsentido moderno nada ni nadie es inocente. Como en Scarlet Street (1945) de Lang, ni el burgués bien pensante atrapado en su infeliz matrimonio, ni la vampiresa berreta de medias caladas, ni el cafishio repulsivo y seductor. No hay redención en el mundo material y el perdón divino se hace extraño y etéreo.
De aquel mundo plagado de tinieblas, de personajes oscuros y ambiguos, de ambientes húmedos y pegajosos, de pasiones perversas e improductivas, de finales amargos y muchas veces punitivos hacia el crimen y la violencia, quedó el exceso, la insolencia, la imágenes arrebatadas de un mundo de contrastes y enfrentamientos que recién se inauguraba y que todavía hoy no deja de hacerse presente.
El ciclo Policial Argentino puede verse en el Malba a lo largo de todo diciembre, de jueves a domingos. Más información en www.malba.org.ar
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