› Por H. C. Andersen
Crujió y silbó cuando las llamas calentaron el crisol. Era la cuna de la vela de sebo, y de la cálida cuna surgió una vela inmaculada, firme y fina y de un blanco resplandeciente. Estaba hecha de tal forma que hacía que todo aquel que la mirara creyera que era la promesa de un futuro claro y radiante. Una promesa que cualquiera que mirara la vela creía que ella realmente quería mantener y cumplir.
La oveja, una pequeña y delicada oveja, era la madre de la vela, y el crisol era su padre. La madre le había dado un blanco cuerpo resplandeciente y cierta noción de la vida, pero de su padre adquirió una fuerte ansia de fuego ardiente, que terminara corriéndole por todo el cuerpo y brillara en su interior la vida entera.
Así nació y fue creciendo, y con las mejores y más relucientes esperanzas se lanzó a la vida. Allí se topó y se vio envuelta con cosas muy pero muy extrañas, y todo por querer conocer la vida, y quizá por buscar el sitio donde mejor se sintiese. Pero tenía demasiada confianza en el mundo, que sólo se ocupaba de sí mismo y nada le importaba la vela de sebo. Un mundo que no entendía el valor de la vela y que por eso quería usarla para sus propios fines, tomándola de manera errada, con dedos negros que dejaban manchas cada vez más grandes en su inmaculada y blanca inocencia, que al final desapareció del todo, completamente tapada por la suciedad del mundo circundante que se había acercado demasiado, mucho más cerca de lo que la vela podía tolerar, pues no estaba en condiciones de distinguir el hollín de la pureza, aun cuando en su interior había permanecido íntegra y limpia.
Falsos amigos notaron que no podían llegar a su ser interior y se deshicieron de la vela como de algo inútil.
La sucia capa exterior mantenía alejados a los buenos (temían ensuciarse con el hollín y las manchas) y ninguno se acercaba.
Así estaba entonces la pobre vela de sebo, sola y abandonada, sin saber qué hacer. Rechazada por los buenos, se dio cuenta de que había sido una herramienta para los malos. Se sentía increíblemente infeliz por no haber utilizado su vida para nada bueno; tal vez hasta había mancillado la mejor parte de su entorno. No podía entender por qué había sido creada o adónde pertenecía. ¿Por qué la habían puesto sobre esta tierra? Quizá para arruinarse a sí misma, y a los otros.
Pensó y pensó, más y más profundamente, pero cuanto más se observaba, más desahuciada se sentía. No encontraba nada bueno, ningún sentido real para sí misma, ninguna auténtica meta para la existencia que le habían conferido con su nacimiento. Como si la capa de oscuro hollín también le hubiera cubierto los ojos.
Pero luego se encontró con una llama pequeña, una cajita de yesca. Conocía a la vela mejor de lo que la vela de sebo se conocía a sí misma. El mechero tenía la visión despejada, veía a través de la capa externa, y en el interior de la vela encontró muchas cosas buenas. Se acercó y la vela resplandecía de esperanza; se encendió y su corazón se derritió.
La llama estalló, como la antorcha triunfal de una espléndida boda. La luz se desparramó intensa y clara por todo el contorno, bañando el frente del camino con luz para quienes la rodeaban –sus verdaderos amigos–, que ahora podían buscar la verdad a la luz de la vela.
También el cuerpo era lo suficientemente fuerte como para dar vida a la llama ardiente. Una gota tras la otra, como semillas de una vida nueva, corrían redondas y rechonchas hacia abajo, cubriendo el viejo hollín con sus cuerpos.
Eran el resultado no sólo corporal, sino también espiritual de la boda.
La vela de sebo había encontrado su lugar en la vida, y demostrado que era una vela verdadera. Brilló por muchos años, deleitándose a sí misma y a las cosas a su alrededor.
Este cuento inédito de Hans Christian Andersen fue encontrado la semana pasada por un investigador danés. Calculan que, escrito en la década de 1820, es uno de los primeros del autor que después daría cuentos infantiles como “El patito feo”, “La sirenita”, “Las zapatillas rojas”, “El traje nuevo del emperador”, “Cenicienta”, entre otros muchos –muchísimos– más
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