ENTREVISTAS > ERIC LAURENT Y LA GUERRA CONTRA LA MEDICALIZACIóN DEL MUNDO
Discípulo y paciente de Lacan, devoto de Freud y de la ciencia ficción, educado durante el París en ebullición de fines de los ’60, Eric Laurent es un psicoanalista –como muchos, pero nunca los suficientes– en pie de guerra con los sistemas de clasificación de patologías contemporáneos. Atención dispersa, depresión, bipolaridad, bullying, angustia, Ritalín: sin ir más lejos, la inminente quinta edición del Manual de Diagnóstico y Estadística de los Desórdenes Mentales de la Asociación Norteamericana de Psiquiatría dictaminará que todos padecemos algún trastorno mental. Sin embargo, para Laurent, este movimiento que aspira a medicalizar a todo el mundo está en crisis. ¿Qué tienen que ver Obama, las mujeres y las prepagas con ello? De paso por Buenos Aires, él mismo lo explica.
› Por Pablo Chacon
Eric Laurent nació en París en 1945 y según propia confesión, era muy joven cuando empezó a leer a Freud en las pésimas traducciones de la Biblioteca Payot. Freud y la ciencia ficción eran sus dos pasiones. Freud y Clifford Simak, “tan próximos –dice–, a los clones de Houellebecq, la interpretación de los sueños y la histeria”. Laurent no hacía más que hablar del vienés a parientes y amigos. Pero los preocupados eran sus parientes. Al finalizar el liceo (nuestra secundaria), Freud fue expulsado de la biblioteca de Laurent. Sin dudar, se prometió retornar sobre su lectura cuando hubiera cumplido con el deseo parental. “Allí donde estaba con el pensamiento, en un lugar híbrido entre (Louis) Althusser y sus cursos de filosofía para científicos, la economía política, el sindicalismo estudiantil no orientado, me encontraba extraviado, inmovilizado. Era el momento de retomar el camino.” La época lo favoreció. Althusser escribía sobre Freud y Lacan. Laurent compró su primer ejemplar de los Escritos el mismo año de su salida, en 1966. Pero el libro permanecía cerrado. Un amigo le confirmó que Lacan existía, y que practicaba el psicoanálisis en París. El problema era que había que esperar mucho para obtener una cita. Animado, le pidió a su padre, diplomático, que intercediera por él. “Obtuve una cita para la vuelta de las vacaciones, el 12 de septiembre de 1967 a las 15.30. Todavía lo sé porque conservo la carta de respuesta de Jacques Lacan, y durante la semana que siguió a ese martes, lo vi todos los días para las entrevistas preliminares. Durante los primeros años, vi a mi analista no menos de cuatro veces por semana. No era fácil en 1968, pero yo no me perdía ni una sesión, ni una manifestación.” Pero el lugar de la práctica clínica estaba muy lejos de París. Las rutas del norte están desde el otoño llenas de neblina. “Yo continuaba mi ruta, la que fuere. La neblina era, después de todo, una buena metáfora de la marcha de la cura. No veíamos ni jota, pero continuábamos tomando algunas precauciones. La banda amarilla del costado de la ruta era la cuerda roja bajo la cual estábamos.” A buen puerto iba Laurent. Así, durante unos diez años, hasta convertirse en analista. Fue titular de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP), en la actualidad es miembro de esa institución y uno de los pocos que conocen los sistemas de salud mental de la mayor parte del globo. Preocupado por extender el psicoanálisis incluso al campo de la “salud mental”, también es profesor de posgrado en el Departamento de Psicoanálisis de la Universidad de París VIII, donde dictaron clases Michel Foucault, Gilles Deleuze, Alain Badiou y el propio Lacan. Este hombre que publicó numerosos libros –entre otros El sentimiento delirante de la vida, Ciudades analíticas, El goce sin rostro, Psicoanálisis y salud mental, Lost in cognition, El blog-note del síntoma, La psicosis en el texto, Entre transferencia y repetición–, recién llegado de El Salvador, recibe a Página/12 cansado pero siempre curioso sobre el curso de la política local. E igualmente crítico con el “espíritu de la época”, dominado por la técnica bajo el auspicio de los Estados Unidos: “En Irak –dice–, pasaron de un modelo de laboratorio al de país sin pensar en la gente. Esta concepción técnica del mundo no deja de producir catástrofes.” Laurent es un crítico riguroso de los sistemas clasificatorios rápidos que pueden terminar en diagnósticos equivocados y redundar en matanzas como la de la última semana en los Estados Unidos. Actualizado en neurociencias, lógica, matemáticas y filosofía, no ignora que un analista tiene que estar a la altura de la subjetividad de la época y no desfallecer en el intento por más que el contexto se haya vuelto cada vez más refractario a la cura por la palabra. Esta es la conversación exclusiva que sostuvo con Radar.
Se dice que habitamos una época donde todo se evalúa, se mide, se clasifica, se categoriza. Es decir, lo contrario a lo que pretende el psicoanálisis. ¿Esto es así?
–Efectivamente. La pregunta por la singularidad es el horizonte del psicoanálisis, incluso en el mundo contemporáneo, donde el sujeto está sometido a sistemas de clasificación, vigilancia y evaluación permanentes. Esos sistemas, en el campo de la “salud mental”, llamémoslo así, no pueden evitar los puntos de fuga y el malestar, no pueden abolir el inconsciente. Por esa razón, entre otras, existimos los psicoanalistas.
¿Cómo están organizados esos sistemas y por qué la diferencia (con el psicoanálisis, con la práctica artística) se ha vuelto tan notoria?
–Bueno, es un lugar común hablar hoy del fin de la intimidad, de la privacidad, etcétera. Eso sucede porque acompaña un movimiento de época hacia las clasificaciones y la vigilancia. El campo donde opera el analista está organizado ahora por sistemas de clasificación múltiples siendo el más importante el DSM (Manual de Diagnóstico y Estadística de los Desórdenes Mentales) que elabora la Asociación Americana de Psiquiatría y que en mayo de 2013 conocerá su quinta versión (aunque en rigor, ya se aplica). La ambición del nuevo DSM es diseñar una clasificación que pueda aplicarse y cambiar a gran velocidad; que permita establecer y deshacer categorías que tienen diez o doce años y pasar a otras. Es un sistema que fue adaptado a la época. Por un lado, una clasificación amplia, global, veloz y variable que se adapta a la sintomatología que está de “moda” en el malestar. Es un ideal de medicalización general de la existencia. Los ataques al psicoanálisis (que vienen desde tiempos de Freud) ahora son más agresivos y están financiados por cierta prensa y por los laboratorios farmacéuticos, a punto tal que existen grupos de presión para prohibir la práctica analítica especialmente en los casos de autismo y depresión. El presidente de mi país, François Hollande, está a punto de emitir la prohibición del tratamiento psicoanalítico para los autistas, guiado por un informe que no tiene validez científica alguna. Y acá mismo, en la provincia de Santa Fe, logró revertirse esa prohibición, que dejaba las manos libres al cognitivismo y a los psiquiatras de laboratorio, gracias a la intervención de algunos psicoanalistas que contaron con el apoyo de Judith Miller y de Jacques-Alain Miller. Pero no diría que es una pelea despareja –en cierto sentido lo es– porque prefiero pensar que son las nuevas condiciones, los nuevos desafíos, y que es necesario estar a la altura de esos desafíos, es decir, darse una política.
¿Cómo sería esa política?
–Dar una respuesta al avance de la ideología cognitivo-comportamental, a la concepción biologizante propuesta por el DSM. Sus estrategias de evaluación, que hoy dominan el campo, excluyen la eficacia del psicoanálisis.
Dicho así, parece una tarea titánica.
–Parece. Porque también hay que saber que esos sistemas conocen una crisis importante. Es cierto que el DSM está divulgado en las zonas más extensas del mundo, pero al mismo tiempo, su ampliación lo ha puesto en crisis.
¿Cuál es la situación?
–En el último congreso de la American Psychiatric Association (APA), en junio pasado, se hicieron evidentes las tensiones entre los grupos que dominan la psiquiatría norteamericana. Por ejemplo: sucedió por primera vez que se difundieran cartas de protesta escritas por los responsables de las ediciones previas del DSM, de la cuarta y de la tercera versión. Hay dos psiquiatras, de los cuales Allen Frances es el más sólido, que escribieron cada uno una carta, y otra en conjunto, dirigida a la cúpula de APA, denunciando al equipo que está redactando la quinta edición del DSM. Los describen como una banda de irresponsables que no tienen idea de lo que están produciendo y que no han hecho testeos serios y todavía más, que esa metodología es susceptible de producir una serie de catástrofes sanitarias y de las otras (el asesinato de 28 personas por una persona medicada y tratada por conductistas es el ejemplo más reciente). Para Frances, “hay muchas sugerencias de que el DSM V podría dramáticamente incrementar las tasas de trastornos mentales. El DSM V podría crear decenas de millones de nuevos pacientes mal identificados, exacerbando así los problemas causados por un ya demasiado inclusivo DSM IV. El V promueve la inclusión de muchas variantes normales bajo la rúbrica de enfermedad mental, con lo cual el concepto central de trastorno mental resulta enormemente indeterminado”. Es notable, existe una reacción contra la medicalización excesiva y los casos testigo son el déficit de atención generalizada y los supuestos casos de autismo y depresión en niños. Y es llamativo, claro, que aquellos que redactaron el DSM III se hayan puesto en contra de quienes están redactando la nueva edición. Pero lo que no ven es que las críticas que hacen ahora también se podrían haber hecho contra las ediciones que ellos establecieron.
¿Entonces?
–Entonces, según el DSM V, todos padecemos algún trastorno mental. Y todos necesitamos tratamiento medicamentoso. Y esto no es sólo una cuestión de intereses económicos sino de una concepción del hombre como una máquina a la cual se le cambia un chip y vuelve a la normalidad. Frances y su colega el peligro que denuncian es la posibilidad de hacer existir una categoría que pueda incluir a alguien sin que exista un fenómeno clínico bien establecido. Un nivel preclínico, de intensidad baja.
¿Un ejemplo?
–En el campo de las depresiones. Si alguien tiene un rasgo de tristeza, en el DSM está incluido como depresivo. Eso implica que los protocolos ad hoc indican la prescripción de antidepresivos durante largos períodos. El DSM V es la medicalización de la vida en el mayor rango de amplitud conocido hasta el momento. Los que están redactando el documento piensan que están dando un paso más hacia la salud mental y defienden su posición, pero las tensiones son muy fuertes, sobre todo ahora, con la instalación, en los Estados Unidos, del sistema de salud propuesto por el presidente Obama y el senador John Kerry, porque quienes auditan los gastos se niegan a pagar más dinero a los laboratorios farmacéuticos. Estamos hablando de sumas desconocidas con las indicaciones de prescripción. Como puede verse, la disputa no es sólo en el interior de la psiquiatría sino también entre la psiquiatría y las instancias de control estatales, las burocracias sanitarias. La tensión es tan grande que Frances propone sacar al DSM de la APA. Este hombre considera que dada la situación, la que tendría que hacerse cargo de la cuestión podría ser la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Es una tensión en varios niveles...
–Por un lado, están los trastornos de atención, las drogas, la bipolaridad, las masacres en centros de estudio o shoppings, la sociedad del doping, del bullying, todo eso representa un enorme mercado, el “mercado de la salud”. El Ritalín, psicólogos, psicopedagogos, antidepresivos, ansiolíticos... Esto se encuentra a un tiempo en auge y en crisis. ¿Por qué? Porque es contradictorio con el otro movimiento mundial, que implica, en pocas palabras, atender a la singularidad del uno por uno. Por eso la reforma Obama-Kerry es de estricta justicia y enfrentó a tipos tan retrógrados como los mormones o el Tea Party.
Y por eso este eje farmacológico del DSM se enfrenta al psicoanálisis: para plantearse la posibilidad de un análisis es imprescindible, en principio, estar módicamente “sano”.
–Por supuesto. En Europa y los Estados Unidos existe una cantidad de pacientes que han denunciado a los laboratorios por esconder los resultados negativos de los estudios de confirmación de patologías a las instancias de control estatal. El otro problema que agudizó la reforma Obama-Kerry es que las aseguradoras médicas están obligadas a pagar más por los tratamientos. La extensión de la prescripción de medicamentos en patologías cada vez más diversas y el aumento de los gastos para las prepagas por primera vez pusieron en jaque a la industria farmacéutica.
¿A qué se refiere cuando habla de un movimiento que pide atender la singularidad del uno por uno?
–Digámoslo así. Existe eso que Miller llamó la feminización del mundo. Es el hecho de que las mujeres tienen cada vez más poder, más maneras de hacerse escuchar, formas de ubicarse más allá del machismo, del sistema patriarcal. En las elecciones norteamericanas, las comunidades que decidieron la reelección de Obama fueron las mujeres y los latinos, y especialmente las mujeres no casadas. El 65 por ciento votó por Obama, y también el 70 por ciento de los latinos. Es un poder nuevo. Ya no son los hombres los que dicen a las mujeres lo que hay que votar. Es más bien al revés. Son las mujeres quienes han dicho a los hombres que no había que votar a gente que quería desmantelar las conquistas sociales de los ’60.
Eso es un poco impresionista...
–Bueno... este movimiento de hacerse escuchar por parte de las mujeres tiene entre sus consecuencias una llamada a la diferenciación. Como dice Lacan, las mujeres no son locas del todo. Carecen de afán clasificatorio. No se ubican, respecto de lo común, de la misma manera que los hombres. Y esto implica una llamada a vivir su vida de manera singular, particular. No es un nuevo individualismo de masa sino una particularización. Es la idea de ser tratadas en su particularidad. Es una exigencia menos individualista que particular. Y esta insistencia femenina tiene efectos en la elaboración de políticas más allá de lo que fue el feminismo. Eso se mantiene. Pero existe una suerte de posfeminismo que insiste sobre la particularidad de la relación con el otro que hay que mantener a todos los niveles del lazo social.
¿Cuál es la tarea de un psicoanalista en esta doble pinza?
–Creo que es tener en cuenta este doble movimiento para permitir que uno pueda inventarse una solución posible para vivir la pulsión. Es una época donde hay ofertas contradictorias presentes en el malestar común. Japón quizá sea un ejemplo. En el movimiento hacia la clasificación, ese país no tenía la categoría de depresión en su cultura. Los japoneses se mataban, pero no eran depresivos. No existía en su cultura la idea de que uno se mata porque es depresivo. La presión contemporánea obligó a los laboratorios a inventar el llamado “catarro del alma”, y el remedio para ese catarro del alma. Así, esa categoría terminó siendo aceptada. Eso abrió un mercado nuevo para la difusión de los antidepresivos. Pero también se ven los esfuerzos de diferenciación que introduce la cultura del manga, cierta literatura y el vestuario increíble de las jóvenes japonesas, que antes, cuando entraban en el subte, se veían, todas, unas iguales a las otras.
¿Y qué papel hay para la biopolítica en este escenario?
–Michel Foucault empezó a utilizar el concepto de biopolítica. Si antes el Estado provocaba guerras, en el Estado de Bienestar no hay guerras, o hay ejércitos profesionales. Los ciudadanos no tienen por qué morir. El Estado se ocupa de ellos. Define, cada vez más, cómo viven, si toman tóxicos, si fuman, si beben, qué comen, si son obesos, diabéticos, etcétera. Es decir, el Estado se centra en los detalles de la vida de una manera inédita. La manera es controlar la disciplina del cuerpo. La medicina define el curso de las cosas de acuerdo con el trastorno que padece el sujeto según el diseño de las clasificaciones imperantes. Pero eso era antes. Ahora podría decirse que la biopolítica es la política.
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