Dom 23.12.2012
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PERSONAJES > ADIóS A OLGA ZUBARRY (1929 - 2012)

Historia de O.

› Por Mariano Kairuz

La leyenda cayó hace rato: como se sabe, el presunto primer desnudo del cine argentino, el de Olga Zubarry en El ángel desnudo, no fue tal. Una malla color carne se interponía entre su cuerpo y su público; un vistazo breve y recortado sobre sus espaldas, los brazos pegados al cuerpo, tomado en sus garras por el oscuro artista interpretado por Guillermo Battaglia; el rostro y el cabello rubio vueltos hacia la cámara. Sin embargo, su director, Carlos H. Christensen, se encargó de sostener la mentira por años, según le había explicado a Olga, porque el cine es eso (“Así da que hablar”, habrían sido sus palabras): hay que alimentar el mito, hay que atraer al público, hay que vender entradas. Era otro cine, otro cine argentino y otra idea de cine en el mundo, corría 1946 y el estreno de esta producción del estudio Lumiton (porque se trata de esa época: cuando existían los estudios en el cine argentino) había montado toda su estrategia promocional sobre una lógica coherente con la del falso desnudo: para empezar, cambiando el título de la novela de Arthur Schnitzler en la que se basaba, La señorita Elsa (Fräulein Else, 1924), por este otro más explícito. Se trataba del primer protagónico de Olga, que no tenía ni 16 años y estaba más buena que cualquier estrella del cine argentino clásico, pero el único desnudo en pantalla era el de una estatua.

A pesar de que la fama de El ángel desnudo se funda en buena medida en un mito pionerista, la vigencia imbatible de la película casi siete décadas más tarde tiene raíces bien sólidas: bajo su superficie engañosamente ingenua, su apariencia fechada, se insinúan tensiones más sórdidas. El relato arranca con un crimen y luego retrocede en el tiempo para empezar casi como una comedia blanca, con la encantadora Elsa recibiendo de su padre onerosos regalos de cumpleaños: un auto, un viaje a Río. Apenas después, papá se entera de que está en bancarrota. Durante las vacaciones cariocas, donde ella juega en la playa como la adolescente que era en realidad, el padre le encomienda a la muchacha una misión solo en apariencia sencilla: la manda a visitar a Renard, un viejo conocido suyo, el consagrado artista interpretado por Battaglia. El hombre, de larga y complicada relación con el padre de la chica, accederá al pedido de ayuda bajo una condición: que ella pose desnuda para él. Una extorsión destinada a resarcir un antiguo resentimiento: en su juventud, Renard pretendió a la madre de Elsa, pero –muerto de hambre como buen aspirante a artista– sin suerte. Poca cosa, podrá pensarse hoy, para la humillación y el escándalo que sobrevienen, incluso para los años ‘40, aunque no cuando se piensa en el un poco perturbador, casi incestuoso, apego del padre de Elsa por la nena; y en el desnudo como expresión más bien simbólica de algo más, si se cambia el mero acceso visual por un acceso carnal de verdad.

Olga se convirtió en un icono sexual del cine de los estudios, y no era para menos: su juventud, su evidente tersura, la lozana redondez de sus rasgos y la belleza de su cara –las cejas fuertes, los ojos achinados, los labios insinuantes–, una belleza que siguió impresa en ella inclusive en sus últimos años, eran comparables a las de actrices contemporáneas de fama mundial. La de Ingrid Bergman, pongamos por caso, ya que ambas interpretaron el mismo breve pero inolvidable papel de la prostituta en sendas versiones de Dr. Jekyll y Mr. Hyde: la sueca en la que filmó Victor Fleming para la Metro, Zubarry en El extraño caso del hombre y la bestia (1951), de Mario Soffici. El crítico Alberto Tabbía decretó que, de haber nacido en Estados Unidos, Zubarry habría sido una estrella internacional como aquellas con las que se la comparaba. Lo cierto es que ella había llegado a los sets por su propia obstinación, llevada por su cuñado Juan Carlos Thorry, pero proveniente de una familia de Parque Patricios en la que, a diferencia de la de su ángel desnudo, “no sobraba nada”. A los 13 visitó un estudio en el que filmaba su admirada María Duval, y se quedó para siempre. Su revelación se la debió a este personaje de Schnitzler que Mirtha Legrand (o su madre) había rechazado por pudor.

En los años siguientes, la irresistible víctima virginal le abrió paso con naturalidad al vampiro sexual: la misma cara angelical va mostrando progresivamente su revés en una película aún mejor que El ángel desnudo, que filmó también con Christensen, un año más tarde: Los pulpos. En ella era una turrita de campeonato que al principio juega de timorata con su pretendiente (Roberto Escalada), al que con sus demandas pronto lleva a la ruina y eventualmente a la muerte. En Yo no elegí mi vida (Antonio Momplet, 1949) se presentaba, tal como la describió el especialista César Maranghello, “por primera vez sexy y desinhibida, como la muchacha prostituida, desamparada y vulgar, compañera de un prófugo con pasado”. Fue una estrella del cine clásico de verdad, de esas que defendían su cartel y su cachet en cada película, y por eso, dijo, no le importaba hacer papeles breves si eran interesantes. Por eso es que, aunque su carrera se extendió por unos cuarenta años, habría alcanzado con las películas mencionadas y esas pocas escenas que hizo en El Vampiro Negro, de Viñoly Barreto, donde protagonizó un par de momentos imborrables como una chica modesta pero de carácter, laburante de cabaret y madre amorosa y, alarido de horror mediante, perfecta scream-queen vernácula sin nada que envidiarles a las chicas de la Hammer.

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