Desde que en 1939 el visionario Alex Steinweiss creó la primera tapa de disco ilustrada (Smash Song Hits by Rodgers & Hart), la industria musical nunca depuso los principios de esa revolución. Pasaron el LP, el cassette, el CD y la idea de tapa permaneció. Pero el universo que abrió Internet con el mp3 pulverizó el disco y volvió el soporte algo difuso: ¿computadora, teléfono, home-theatre, iPod? Pero el arte siempre contraataca, y ahí están los nuevos discos de Beck y Roberto Jacoby como ejemplos: uno editó un disco que son sólo partituras para que otros toquen, graben y suban a Internet; el otro editó un disco que es una piedra con USB. Por eso, Radar repasa los grandes momentos de este largo matrimonio entre imagen y sonido que no se cansa de engendrar cosas nuevas.
› Por Micaela Ortelli
La llamada desmaterialización de la música no sería tal sino el reemplazo del disco por el dispositivo (todos los aparatos de uso cotidiano que contengan música); o el reemplazo del disco por otra obra de arte que sea musical de alguna manera. Si una época se define por los interrogantes que despierta, lo mismo puede aplicarse al estado de la música en el mundo extraño e inconmensurable que creó Internet. A la pregunta por el sentido de fabricar un disco hoy se enfrentan de igual modo artistas jóvenes y veteranos, con y sin presupuesto. Este desamparo excede la cuestión estratégica –cómo lograr un objeto atractivo que el público desee tener–-, y es cada vez más común que derive en proyectos musicales abiertos y comunitarios en lugar de obras individuales y acabadas.
En 1982, en la sede de Philips de Alemania, se daba a conocer el CD, el soporte que marcaría el viraje de la grabación analógica a la digital y que revolucionaría la industria musical para siempre. El disco en cuestión era The Visitors, el último trabajo de ABBA, el primero en lanzarse oficialmente en el nuevo formato. (Técnicamente, el primer CD en fabricarse fue la grabación de una sinfonía de Strauss por la Orquesta Filarmónica de Berlín; y el primero en presentarse en público con fines demostrativos, Living Eyes, de los Bee Gees, en el ‘81.) Aunque fueron los británicos Dire Straits los que lo popularizaron. La primera tirada de Brothers in Arms, del ‘85, superó el millón de ejemplares; el disco se grabó y mezcló de forma íntegramente digital en una Sony 24 canales (el CD fue resultado de un trabajo en colaboración entre las dos empresas, vale aclarar) y resultó líder en ventas en el momento.
Los tiempos de las empresas y los del consumo –lo que tarda un nuevo producto en asentarse en el mercado, para simplificar– no corren paralelos; y ya en 1990, cuando ni se había instalado en el imaginario el minicomponente con las cajitas rotas y los libritos desparramados alrededor, Philips y Sony introducían el agente de la discordia: el CD virgen, el capitán de la piratería.
El CD fue el reemplazo convencional del vinilo, y pasó a ocupar en el living –o la habitación del hijo– el lugar de liderazgo que el cassette mantuvo en el auto durante varios años (los ambientes de consumo privado de música por excelencia). La flamante magia de pasar las canciones apretando un botón y no tener que rebobinar o adelantar compensaba la fealdad del objeto: una fría caja de plástico, de engranajes débiles, con una carátula mísera, como la del cassette. Durante mucho tiempo la bandeja que sostiene el disco fue negra, lo que hacía al producto físico incluso más inexpresivo; hasta que a alguien se le ocurrió hacerla transparente, habilitándose así algo más de espacio para la imagen. El cambio, popularizado recién a mediados de década, fue congruente con la evolución de la carátula: en la mayoría de los casos, el librito empezó a incluir las letras de las canciones, además de los créditos, agradecimientos, textos varios y más arte visual. El último cambio notable que sufrió el objeto CD fue el paso del plástico al cartón con la adopción del digipak, de uso extendido desde finales de los ‘90. Este formato, tanto más versátil que la cajita, abrió infinitas posibilidades para los directores de arte y diseñadores.
Las primeras innovaciones en el packaging de los discos respondieron, como es obvio, a dos tipos de intereses: comerciales y artísticos. En ambos casos las ideas de los diseñadores eran respaldadas por las compañías mediante dos elementos hoy prácticamente retirados de escena: inversión y paciencia. El rol de las discográficas hasta finales de siglo fue esencial, tanto para construir, consolidar y mantener la imagen-identidad de un artista nuevo, como para aventurarse y apoyar ideas más extravagantes y conceptuales de bandas y solistas instalados. Casos emblemáticos fueron el arte de los discos Very (‘93) y Very Relentless (‘94), de los Pet Shop Boys, que aparecieron en cajas de colores con protuberancias tipo Lego, diseñadas por un prestigioso estudio llamado Pentagram. O el de Vitalogy (‘94), de Pearl Jam, que recrea un libro de medicina de principios de siglo que encontró Eddie Vedder en una venta de garaje. La temática médica inspiró también uno de los packagings más recordados de la década, el de Ladies and Gentlemen We Are Floating in Space (‘97), de Spiritualized. Cuenta la historia que por la época, la tecladista de la banda y novia del frontman, Jason Pierce, se casó en secreto con Richard Aschcroft, el cantante de The Verve, y que entonces Pierce se volvió adicto a los antidepresivos, entre otras drogas. El arte del disco –que habla de amor y adicciones– simula una caja de pastillas: el “librito” es un prospecto (con dosis aconsejada y todo) y al CD, antes de abrirse, lo cubre una lámina de papel metálico como la de los blisters de pastillas.
Podrían citarse ejemplos hasta el infinito. En Argentina, las innovaciones en el arte de los CD datan de la misma época, aunque acá estuvieron asociadas a la independencia (y experimentación) de los artistas más que al apoyo que recibieran de las discográficas. Casos bien separados en cuanto a la recepción fueron Rara (‘96), el primer disco de Juana Molina, y Ultimo Bondi a Finisterre (‘98), el octavo de los Redonditos de Ricota. El packaging de Rara, una carpeta de cartón con elásticos y solapas como las que se usan para guardar papeles, estuvo a cargo de Alejandro Ros, diseñador de Radar y responsable de varias de las tapas más reconocidas de la música nacional (Miami, de Babasónicos; Bocanada, de Cerati; Pan, de Spinetta, para nombrar sólo algunas). En lugar de librito, adentro había fotos, hojas de agenda y un minicuaderno escolar, como si fuera una carpeta de recuerdos. El arte de Ultimo Bondi... es de Rocambole, como el de toda la discografía de los Redondos; está hecho de un cartón con relieve como el de la caja de whisky Chivas Regal, con una especie de esfera transparente que sobresale, detrás de la que se ven los “clones digitales” de los miembros de la banda. En ambos casos, el arte visual de los discos es inseparable de la obra: completa el concepto del álbum y representa a los artistas involucrados.
Lo que provocó la explosión de Internet fue, básicamente, una total fragmentación del público: de un lado quedaron los coleccionistas y exigentes del buen sonido que pretenden seguir comprando discos; de otro, los melómanos, ansiosos y escuchas dispersos que descargan música gratis –-y en la calidad que venga– en mp3; un tercer grupo, todavía pequeño pero acaso el que sobreviva, paga para descargar las versiones digitales de los álbumes; el cuarto son todos los anteriores combinados. Ante un panorama tan complejo, el lugar de la imagen en la música se ve completamente trastrocado. Un pantallazo de los últimos Grammy al mejor packaging (existen desde que existen los Grammy) da cuenta de las distintas alternativas que se conciben, pero también de lo confundida que está la industria.
En 2011, el premio fue para los Black Keys por Brothers. El packaging del disco, en formato digipak, reúne todas las características y detalles de las antiguas ediciones en vinilo: el cartón, el viejo logo de Nonesuch Records y las palabras “stereo sound” en la cubierta. El texto explicatorio: “Este es un álbum de los Black Keys. El nombre de este álbum es Brothers” es un homenaje a un disco del blusero Howlin’ Wolf del año ‘69, que llevaba uno similar. El librito es una sola página que al desplegarse forma un poster (también venían en los vinilos). La etiqueta que cubre el CD está hecha con una tinta especial, sensible al calor, que al cabo de muchas reproducciones, pierde el color. El curioso detalle resulta un incentivo para la compra, y convierte de alguna manera al escucha en parte de la obra.
Si Brothers se llevó el premio al fetiche vintage, el favorito de los nominados para el 2013 es uno de los proyectos más absolutamente contemporáneos del último tiempo: Biophilia, el último álbum-concepto de Björk. El disco, grabado en parte en un iPad, fue un proyecto multimedia en colaboración con Apple y lanzado, antes de la versión estándar en CD, como una serie de aplicaciones para este aparato y para iPhone. Cada aplicación corresponde a un tema del álbum –que toca temas relacionados con la naturaleza, el ADN, los cristales y las placas tectónicas– con el que el usuario puede interactuar (modificar, crear una nueva versión y demás). Inspirado por la islandesa, Jorge Drexler también se ubicó del lado de la multimedia con su proyecto n que, dice, es “nativo” del formato aplicación y no podría aparecer en otro. n son tres canciones, sólo que conformadas por muchos versos (la número 3 tiene 100); los usuarios pueden combinarlos en distintas direcciones, mezclar los instrumentos y seleccionar al cantante (a elegir entre él, René de Calle 13, Kevin Johansen y Kiko Veneno). Este tipo de proyectos son, evidentemente, los que mejor dan cuenta de la nueva dimensión comunicacional de la música, que pasó de habitar el living, la habitación y el auto a introducirse en todos los artefactos que operan cotidianamente las personas (computadora, televisión, reproductor de música, teléfono); son los que se adaptan y, a la vez, construyen al nuevo tipo de escucha: el usuario.
Hay artistas que también renuncian al formato CD, pero aún así optan por fabricar objetos. Por qué hacer un disco hoy, se preguntaron, por igual, Beck y Roberto Jacoby, con trayectorias completamente dispares, pero ambos anclados obcecadamente en el presente. El primero lanzó lo que sería su último álbum como un libro de partituras, de tapa dura, con ilustraciones y presentación que recrean la “música en papel” de antaño. Song Reader, editado el mes pasado por McSweeney’s, incluye 20 canciones compuestas especialmente para el pentagrama que, para saber cómo suenan, hay que aprender a tocarlas (o visitar la web del proyecto donde ya hay cargadas distintas versiones de fans).
Tocame el Rok, el flamante proyecto de Jacoby, es en verdad un trabajo en colaboración entre amigos. Nacho Marchiano, cantante de la banda Ahora, fue el curador musical de la retrospectiva de la obra de Jacoby, que se presentó en el Museo Reina Sofía de Madrid el año pasado. Así fue que encontró varias letras inéditas –Jacoby, recordemos, fue letrista de Virus– y se le ocurrió reunir a músicos amigos para hacerlas canciones. Axel Krygier, Dani Umpi, Pablo Dacal, Francisco Garamona, Sergio Pángaro y Gabo Ferro son algunos de los cantautores que participaron del proyecto, también con diseño a cargo de Alejandro Ros. Así lo cuenta él: “Roberto me llamó para pensar juntos cómo envasar música hoy. Fuimos a un bar, él se fue a hacer pis y volvió diciendo ‘pongamos la música en una piedra’. De ahí empezamos a desarrollar la idea; primero iba a ser un CD adentro de una piedra premoldeada, pero era imposible; así salió lo de esta piedra con cable USB: el mp3 de los Picapiedras”.
Los primeros en sorprender con las posibilidades que habilita el formato USB fueron los Flaming Lips, a la vanguardia siempre, cuando el año pasado metieron canciones en esculturas de caramelo tipo Yummy –a optar entre cráneo, feto o vagina, disponible sabor cannabis–.
Es posible que el concepto que nuclee todas las variantes creativas del diseño en la música, desde las primeras innovaciones en los packagings hasta las aplicaciones de hoy, sea el de interacción. La intención del artista de interactuar con el público es en ocasiones directa y lineal, y la participación de este último es requerida para que la obra tenga sentido. Pero de igual modo, en un álbum o en una escultura desopilante, aunque las canciones vengan listas para escuchar, existe, como en todo objeto, la intención de comunicar. Una imagen, una textura, hasta un sabor; cualquier cosa manipulable, toda la parafernalia que traen los CD, convocan a los sentidos y fomentan el vínculo emocional con la obra.
Para escuchar las versiones que los fans hacen de las partituras de Beck, se puede entrar a: www.songreader.net
Biophilia, el último álbum-concepto de Björk. grabado en parte en un iPad: es un proyecto multimedia en colaboración con Apple y lanzado, antes de la versión estándar en Cd, como una serie de aplicaciones para este aparato y para iPhone. Cada aplicación corresponde a un tema del álbum –que toca temas relacionados con la naturaleza, el ADN, los cristales y las placas tectónicas– con el que el usuario puede interactuar, modificar y crear una nueva versión.
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