Dom 06.01.2013
radar

La suerte que es grela

Musa y voz del Piazzolla más celebrado, hija de un galán de Ayacucho que raptó a su mujer para poder casarse, belleza arrolladora entre lo más canchero de los ’60, a los 72 años Amelita Baltar acaba de editar un disco ecléctico, arrojado y a la altura, con tantos invitados como sorpresas: desde “Chiquilín de Bachín”, en portugués con Fito Páez en voz, y tres letras inéditas suyas, pasando por Pedro Aznar, Leopoldo Federico, Luis Salinas, Fernando Ruiz Díaz, de Catupecu Machu, y varios más, hasta llegar a una versión de “Laura va” con Luis Alberto Spinetta. En esta entrevista relajada, en la terraza de su casa, habló con Radar con una gracia arrabalera y una franqueza conmovedora de muchos de los grandes momentos de su vida que confluyen en este disco: desde el asado vegetariano con los Catupecu Machu y su conversión al cristianismo bautista, hasta la demencial historia de amor de sus padres, la concesión que es cantar “Balada para un loco” y su turbulenta relación con Piazzolla, llena de amor, furia y revelaciones que hasta ahora había guardado.

› Por Mariano del Mazo

“Yegua” y “puta” son las dos palabras que más recuerda de la demasiado famosa noche del 16 de noviembre de 1969 cuando estrenó el último hit del tango, “Balada para un loco”, noche ya gastada por las efemérides. Pero a Amelita Baltar no le importa recordar, aunque se le nuble el rostro cuando evoca la escena de su madre, en la butaca del Luna Park, atónita y triste ante la caterva de insultos provocados por una canción que estaba fundando lo que un crítico definió como “la estética del medio melón en la cabeza”. Ahora, rodeada de tres perros y tres gatos, Amelita Baltar dice que fue un éxito tan descollante como extraño. “Piazzolla lo detestaba. Y si te ponés a pensar, la letra tiene partes bastantes pelotudas. No es de las grandes poesías de Ferrer. Hay canciones maravillosas, como ‘La primera palabra’, que no conoce nadie. O ‘Balada para mi muerte’, que es mucho mejor que ‘Balada para un loco’. O ‘El gordo triste’.”

“Balada para un loco” viene a cuento porque es uno de los temas del flamante y en algunos pasajes notable disco que acaba de sacar la Jane Birkin del tango. Con la excusa de los 50 años de carrera, el título marca el concepto del álbum o al menos un deseo: El nuevo rumbo. A priori, antes de romper el celofán del disco, aparecen indicios temerarios: por ejemplo, una versión de “Chiquilín de Bachín” en portugués y con Fito Páez en voz. Sin embargo, el disco es el triunfo de una buena idea, una idea audaz y fragmentaria basada en invitados imprevistos, la presentación en sociedad de tres letras de la propia Baltar y un regreso al pasado más lejano de su trayectoria: el folklore argentino.

Entre la “Zamba de Lozano” con Luis Salinas en guitarra y voz y la alucinante “Milonga de la Anunciación” (de la operita María de Buenos Aires) con la garganta desgarrada de Fernando Ruiz Díaz y ese coro de niños que atraviesa el tema como una coda del Blair Witch Project, está lo mejor del disco. Son dos extremos, variaciones alrededor de la aristocracia musical de los ’60: una versión más bien clásica de Leguizamón-Castilla y el power de una milonga rock desquiciada. El set folklórico continúa con “La flor azul”, de Mario Arnedo Gallo, con el Flaco Bustos, y “La rosa perenne” de y con Raúl Carnota, otro momento alto del álbum. La promiscuidad de invitados se extiende a Pedro Aznar, Pablo Mainetti, Leopoldo Federico, Hernán Jacinto, Leo Genovese y Luis Alberto Spinetta en “Laura va”. “Hace unos cuatro o cinco años yo quería hacer una cosa de tango electrónico. Lo grabé, pero no me convenció. No tenía nivel. Yo lo llamé al Flaco para ese disco. Se volvió loco. Me adoraba. Grabó su parte y me dijo: ‘Hacé lo que quieras’. Pasó lo que pasó, y bueno, lo llamé a Dante. Divino Dante: ‘Si papá te dijo que sí, yo no puedo decirte que no’. Esa es la historia. El disco está dedicado a Luis.”

Las tres letras que firma Baltar tienen como antecedente una suerte de curso aceleradísimo que tomó con Homero Expósito. “Un día vino de visita a casa Eladia Blázquez. Recién había nacido mi segundo hijo, y me trajo un baberito bordado por ella. Le mostré un montón de letras que tenía escritas y me dijo: ‘Están buenas, Negra, pero les falta armonía poética’. Yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando Eladia. Me aconsejó que le pidiera a Homero Expósito que me enseñara. Y fue genial: aprendí a acomodar las palabras, a escribir sonetos... Recién ahora los muestro.”

El disco se completa con un par de tangos clásicos (“que Piazzolla me decía que tenía que cantar...”), “Madame Ivonne” y “Fruta amarga”. En este marco, de quiebre y pantallazo caleidoscópico, es donde sorprende negativamente la inclusión de “Balada para un loco”. Baltar reconoce cierta concesión, pero justifica: “¿Sabés qué pasa con la ‘Balada’? La gente de acá, de Finlandia, de donde sea, lo primero que busca en un disco mío es ‘Balada para un loco’. Si no, no lo compran. Es una cuestión psicológica. Pero me la banco, para mí es un derecho. Yo tengo un patrimonio, un legado que me dejó Piazzolla. Es un privilegio para una cantante argentina, que andaba con la guitarra haciendo folklore, el haber sido elegida por Piazzolla. Todas las canciones que escribió para que yo las estrenara las sigo cantando. Porque es Piazzolla. En Europa están locos: lo comparan con Mozart. El lo consideraba un tema menor pero le abrió puertas en todos lados”.

Quizá por lo de la luna rodando por Callao, porque efectivamente vive desde siempre en Barrio Norte, porque porta un apellido con un linaje anclado en la Pampa Húmeda, por esos modales espasmódicos y elegantes y ese torrente verborrágico que mezcla seductoramente un tonito cheto casual y un lunfardo reo exquisito, Amelita Baltar pertenece más a la sofisticación urbana de los años ‘60 que a la densa y endogámica cultura de tango. Irrumpió en un período de repliegue del género, una etapa de resistencia en la que la disolución de la orquestas derivó en formatos pequeños que, liberados de la funcionalidad bailable, se corrieron hacia una música para escuchar. Las milongas populares de los ’40 y ’50 se vaciaron, el pueblo se deslizó hacia otros géneros y dejaron un escenario vacante que ocupó una clase media más o menos ilustrada en locales como Caño 14, Jamaica, 676. Y es aquí donde Troilo y Grela, el Quinteto Real de Horacio Salgán o Baffa-Berlingieri respiraron el mismo aire que Joao Gilberto y Roberto Menescal, el cool jazz, la chanson y la nouvelle vague. El enemigo común es un monstruo grande y pisa fuerte: el rock. Lo consideraban por lo menos vulgar.

En ese panorama la figura de Astor Piazzolla se consolidó controversial en el ámbito tanguístico local y unánime en relación con la elite de la música popular de otros países y los snobs. Cuando Piazzolla descubrió a Amelita Baltar en una peña folklórica porteña, debe haber sentido que encontraba a su Brigitte Bardot. La escuchó cantar y le comentó a un amigo: “Qué gambas...”. Estaba separado de la madre de sus hijos, Dedé Wolff, y se había propuesto conquistar el mundo a caballo de la provocación y una suerte de revolución permanente. Acota ahora Amelita: “Sin una mina al lado, Piazzolla no podía ni sonarse los mocos. Después de ese show me lo presentaron..., yo no tenía ni idea quién era. No me gustaba... para mí era un viejo”.

Amelita Baltar dice que nunca estudió canto. Que se recibió de maestra, que ejerció durante un año y que pudo canalizar su histrionismo natural en el folklore, otra de las modas de la época. En el Quinteto Sombras también cantó Patricio Jiménez, luego en el Dúo Salteño. “Eramos cuatro muchachos y yo, una cosa de voces. Era en la misma época en que salieron los Huanca Huá. A mí me hacían cantar arriba. Para mí sonaba como una bolsa de gatos. Para hacer folklore yo tenía una voz bárbara, una cosa innata. Después tuve que aprender a impostar la voz porque Piazzolla me exigió demasiado y me destrozó las cuerdas vocales. Con el folklore, si un día estaba un poco afónica, agarraba mi guitarra bajaba un tono, medio tono, y ya estaba bien.”

¿De dónde viene tu interés por el folclore?

–Supongo que de Junín. Yo nací acá, en Riobamba y Juncal, pero al toque nos fuimos a Junín, a la casa familiar de los Baltar. De esa casa me acuerdo mucho, tenía una entrada de adoquines para carros. Después nos mudamos a una chacra.

Tu papá, ¿a qué se dedicaba?

–A levantar minas. Era un tipo demasiado lindo... Un playboy. Dispuso de la guita de la familia hasta que se le terminó. Falleció a los 51 años, por fumador. También le gustaba el alcohol, era un borracho conocido. En Junín era Pichón Baltar. Tenía cultura, simpatía, escribía poesías, dibujaba estupendamente. Un ser dotado. Y muy hermoso. Un día un tipo me dijo: “Cuando Pichón pasaba caminando se daban vuelta las mujeres, los hombres y los curas”. Pero también era complicado vivir con él. Cuando veníamos del cementerio, de dejarlo en la bóveda, le dije a mi mamá: “Qué tristeza y qué alivio”. Mamá lo adoraba, moría por ese hombre. Fue una historia de amor maravillosa. Mis abuelos maternos no querían saber nada con papá. Entonces en Junín él la raptó. La sacó por la parte de atrás de la casa, mi vieja iba metida adentro de una valija... ¡Se la llevó! Se la llevó a un pueblito cerca y ahí se casaron en el Registro Civil. Vinieron para Buenos Aires porque si lo agarraba mi abuela lo mataba.

¿Cuántos años tenías cuando murió?

–Veintisiete. Pocos meses después conocí a Piazzolla.

UNA CHICA DEL PALO

Sirve café y cuenta historias de su querido Barrio Norte. En una terraza de la calle Austria, mientras detalla las peripecias de malvones, jazmines y petunias en maceta (“el sol pega muy fuerte”) y desanda la noche que los Catupecu Machu le tomaron la parrilla para preparar un asado vegetariano, relata el destino trunco de la mole de cemento de la mitad de cuadra, abandonada por un enredo de disposiciones judiciales y municipales, hoy un hogar de ratas. Come una masita cuando recuerda con cariño a su primer marido, el periodista Alfredo Garrido, padre de Mariano –un modelo publicitario de 48 años que sigue dando vueltas por el mundo– y de Patricio, 31. “A Alfredo no le gustaba mucho que cantara, que anduviera de gira o por la noche. Es que yo era muy linda. Creéme: alguna vez fui muy linda. Y él era un tipo muy esquemático, de familia muy tradicional. Estuvimos casados tres años y algo. Yo esperé un año a que Mariano creciera y volví con el Quinteto. Cuando voy a CBS Columbia me agarra Hernán Figueroa Reyes, que era el director artístico, y me dice: ‘Negra, yo te quiero solista’. Grabé un disco inconseguible. Ni yo lo tengo. Se llama Para usted. Me separo de Alfredo cuando estaba por salir ese disco. Mi papá murió en agosto y yo me separé en septiembre. Fue complicado, porque Alfredo me quería mucho. Yo he sido una mujer muy amada. No sé por qué... Fue así. ¡Y que no se te ocurra meterme los cuernos!.. Porque cuando una es del palo se da cuenta, ¿viste?”

Vos sos del palo...

–Y... Era una chica que se divertía y le gustaba la vida. Tenía un físico de la gran siete, era simpática, tocaba la guitarra, cantaba. Donde yo ponía el ojo, ponía la bala. Tampoco me quiero vanagloriar. Por eso no entiendo la gente que dice: “Yo no me arrepiento de nada”. Me parece una pelotudez grande como una casa. Yo muchas cosas todavía me pregunto para qué mierda las habré hecho. En fin, volviendo a Alfredo, tal vez no era el tipo para mí en ese momento. Hace doce años que somos íntimos amigos. No hay Nochebuena que no pasemos juntos.

La relación Piazzolla-Baltar, la proyección de un repertorio que aún con sus altibajos significa hoy el costado más popular del compositor marplatense, tiene una prehistoria que parece salida de uno de esos tangos estereotipados que Piazzolla detestaba. Un metejón, un desaire. Temas como “La bicicleta blanca”, “Fábula para Gardel”, “La última grela”, “Canción de las venusinas”, “¡Te quiero che!”, la serie de los Preludios, la serie de las baladas (para un loco, para mi muerte, para él), no tendrían la voz de Baltar y claramente definirían otra dimensión si Egle Martin hubiera aceptado ser la voz femenina de la operita María de Buenos Aires.

Piazzolla, como todo el mundo en esos años, empezando por Vinicius de Moraes, estaba embelesado por Egle Martin. Pero la cantante y vedette estaba casada, con Eduardo “Lalo” Palacios. En un procedimiento que luego sí le dio resultado con Amelita, la táctica fue convocarla primero artísticamente. Mucho se escribió sobre las circunstancias en que Egle no aceptó (con su estilo molotov Amelita dice simplemente: “Piazzolla estaba caliente con Egle Martin y Lalo Palacios agarró a su esposa de las pestañas”). El libro de María Susana Azzi y Simon Collier, Astor Piazzolla. Su vida y su música (Editorial El Ateneo), recoge un testimonio revelador de Egle Martin: “Estábamos con Lalo en la casa de él. Lo que pasó complicó las cosas porque él lo que hizo fue decir: ‘Lalo, te pido la mano de Egle’. Estábamos en la terraza de esa casa que conocía tanto. Yo tuve miedo (...) Astor le dijo: ‘Porque ella es la música, ella no puede pertenecer a nadie. Ella necesita estar con la música, que soy yo’”.

Egle Martin optó por su marido, y Astor Piazzolla encontraría la voz de María en Amelita Baltar la famosa noche del “qué gambas”, frase que antecedió a la que Piazzolla diría mucho tiempo después, cuando ya se habían separado: “El amor es ciego... y sordo”.

Hoy Amelita Baltar parece estar más allá de todo. Cuenta que se hizo cristiana bautista “como Luther King” hace 17 años. Recomienda la Biblia y con tono teenager habla del placer que le causa tomar sol en esta terracita y a la noche “tomar un vino con gente amiga. Yo soy muy indisciplinada y muy ociosa. Mi deporte preferido es no hacer un carajo. El ocio, la fiaca. Yo me levanto a la mañana, me hago una tostada, un jugo de naranja con mis semillas de lino. Todo muy sano, salvo el malbec. Ya no tomo whisky ni bebidas fuertes. Hoy tenía que ir a cobrar unas regalías a Sony Music y era como la gran actividad del día. Es que voy una vez al año, no soy Luis Miguel ¿viste?”.

Pero en verdad no está más allá de nada: cada vez que menciona el apellido Piazzolla el aire se electrifica y ella se hunde en un estado en el que alternadamente surge el rencor, la admiración y el privilegio de haber estado ahí, curtiendo la liviana amistad con Milton Nascimento, Vinicius y Hermeto Pascoal en Brasil, con Iva Zanicchi y Ornella Vanoni en Roma, con Charles Aznavour y Antonio Seguí en París. Mezcla de la Yoko de Lennon y la Cachorra de Isidoro, era una figura lateral demasiado inquietante.

“A mí no me gustaba Piazzolla como hombre. El período previo a que empezáramos a salir no fue de seducción, fue de persecución. Yo ya era la cantante de María de Buenos Aires. Hubo una etapa en que iba a ensayar a su casa, al piano. El vivía en Libertador y Ayacucho y yo en Arenales y Juncal. Me invitaba a todos lados: ‘Me regalaron entradas para el teatro ¿no me acompañás? No quiero ir solo’. Eran buenos programas, un teatro, un concierto, un cóctel en una embajada. Yo iba. Pero no quería saber nada: estaba saliendo con un chico más pendex que yo y lindo como un sol. Un día en el que seguro me tomé un whiskicito de más, aflojé... Estuvimos en total casi ocho años. No fue el amor de mi vida, pero sí el hombre de mi vida. La pasamos bien, mal, pésimo. En el ‘71 fuimos muy felices. El Mozarteum Argentino le dio una beca para que compusiera una obra en París. Vivíamos al lado del Sena, en frente de la Cité des Artes. Era la primera vez que yo iba a París. Ferrer llegó a los veinte días. Ahí escribieron El pueblo joven. Después, mucho después, se empezó a pudrir.”

¿Cuándo?

–En Roma, a principios del ‘73, ya estaba todo mal. Primero Piazzolla empezó una gira que lo trajo a la Argentina, a la cual no me llevó. Armó el Noneto y al toque le dio un infarto. Yo justo había venido a Buenos Aires con Tres mujeres para el show, el espectáculo que hacíamos con Susana Rinaldi y Marikena Monti. Llegué a casa como a las tres de la mañana porque había ido con Marikena y los músicos a comer algo. Estábamos en la cama y me despertó a las cinco y media. Transpiraba. “Me pasa un tren por el pecho”, me dijo. Yo estaba redormida, no sé qué le dije. “Sentate, tomá un poco de aire, tomate un Valium.” A las ocho y media me levanté, se había tomado el Valium y se había tranquilizado un poco. No sabía a quién llamar. Terminamos en el Bazterrica. Estuvo internado quince días. Había sido un infartazo. Se lo bancó porque era un toro. A la noche terminaba de actuar, me iba a la clínica y casi todas las noches me quedaba a dormir con él. Dejó de fumar... Ahí estábamos mal pero, de alguna manera, unidos. El tema del embarazo fue sí, el final. A pesar de que estuvimos juntos un tiempo más, eso para mí fue definitivo. Nunca conté esto.

¿Qué pasó?

–Fue antes del infarto. Yo estaba de dos meses. Fue de casualidad, yo me cuidaba. Piazzolla me torturó mal: “¡Si vos ya tenés un hijo, si esto no lo buscaste!”, me gritaba. “¡Andate y ponele Baltar. No lo quiero!” Yo fui muy idiota, me tendría que haber ido. Tendría que haber hecho dos valijas, agarrar a mi hijo y venirme a la casa de mi madre en Ayacucho. Estaba tan ilusionada que esa reacción fue un balde de agua fría. Yo pensé que era mejor gente. Pensé que no era tan mierda. Nunca lo perdoné. Cuando él estaba en Roma me llamaba todos los días a las cinco y media de la mañana. Decí que llamaba a esa hora, porque si llamaba antes no me encontraba. Salía todas las noches. A Mau Mau, Le Clac, en grupetes, para divertirme, para olvidar.

¿Cómo eran los llamados?

–“Hola. ¿Cómo estás? Cómo me equivoqué con vos. No me di cuenta de lo que significabas para mí.” Ese tono.

Amelita Baltar dice que en el verano del ‘74 estaba viendo televisión y lo escuchó a Piazzolla declarando que se quería separar de ella. Fue en un reportaje que le hizo Juan Alberto Mateyko. “Yo estaba tomando café... ¡casi se me cae la bandeja! La separación finalmente fue en el ‘75. Estábamos en Roma, él se iba a tocar con Gerry Mulligan y yo me quedaba sola. Me quedaba en casa, salía con mi perrito a pasear, me iba a charlar con la Ornella Vanoni... En 1975 me volví. Yo me acuerdo, nos separamos el 27 de mayo, porque el 28 cumplía años mi hijo y él no me dejaba venir a verlo. ‘Si te vas a verlo a Mariano yo me quedo solo.’ Si, ¡pero vos tenés cincuenta y pico de años y Mariano tiene diez! En fin, después llamó, que quería volver, que se iba a una gira a Brasil, pero que quería volver conmigo. Jodió tanto, tanto... Decía que se quería casar. Me regaló un anillito de Pontevecchio de plata y qué sé yo. Yo no quería saber nada. Se fue a Brasil, y en los quince días que no estuvo lo conocí a Ronnie Scally en un asado. Ronnie era uno de los grandes modelos de la época, junto con Carlos Iglesias y Juan Carlos Sambucetti. Yo me remetí con Ronnie, y cuando Piazzolla volvió de la gira le conté que había conocido a un tipo. ‘No te voy a perdonar’”, me dijo.

DENTRO DEL VOLCAN (LA OTRA CAMPANA)

¿Fue muy conflictiva tu separación de Amelita?

Astor Piazzolla: Sufrí mucho y me hizo daño. Hay una cosa que no soporto en la vida, es el engaño de un amigo o de una mujer, sobre todo el de una mujer. Me parece lo más triste, lo más bajo que puede hacer un ser humano: engañar a la persona que tiene al lado.

Para vos tiene que haber sido una doble decepción, porque la llevaste al gran escenario, la hiciste popular...

Astor Piazzolla: Eso no. Olvidate. Porque al final, la “Balada para un loco” y todas esas cosas que cantó fue un éxito de los dos. Lo que yo no admito es el engaño. Soy capaz de matar por eso.

¿Alguna vez pensaste en matarla a Amelita?

Astor Piazzolla: Varias veces.

Quiere decir que había amor...

Astor Piazzolla: Lo que había era bronca. Los seis años que vivimos juntos fue como estar adentro de un volcán. Dios quiso que el final fuera así, violento, que se fuera de Italia, donde estábamos juntos, y nunca más se supo. Después me enteré de cosas peores. Gracias a Dios se rompió todo.

(De Astor Piazzolla, a manera de memorias,
Natalio Gorín. Editorial Atlántida.)

MAGIA Y GENIO

La Biblia y el calefón. Amelita Baltar cuenta que el bautismo de su nueva era religiosa fue por inmersión, en 1996, y que Laura Escalada, la última mujer de Piazzolla, hacía magia negra. “Yo hablaba mucho por teléfono con Dedé Wolff, su primera esposa. Era la persona más fina que te puedas imaginar. Un día me dijo que siempre esperó que Piazzolla volviera con ella, pero que con mucho dolor se dio cuenta de que yo había sido el amor de su vida. Nos unió mucho cuando nos dimos cuenta de que Laura Escalada, la tercera viuda como la llamábamos, nos hacía unos trabajitos... Escuchame: Dedé ha salido de su casa y se ha encontrado con plumas de gallina, velas, sangre. Yo con todo ese tema entré en una gran depresión, empecé a caer cada vez más abajo. Fui a ver una tipa que me recomendó Lino Patalano para conjurar el maleficio...

Esta mujer de 72 años que en los ‘90 cantaba en Morocco ante un público que la veneraba como si fuera Alaska habla atropelladamente y cada frase es un título. Tal vez por su culto al ocio, o ese relajo de charlista pasional, parece que va a anochecer y ella va a seguir hablando, como si nada. De esa terraza se podría ver la luna rodando por Callao, pero no: el ciclo celeste hoy no colabora al lugar común. Si esta nota hubiera sido escrita en los ‘60, probablemente a través de un siniestro sistema de alianzas Amelita hubiera sido alabada por todos los que odiaban a Astor como si fuera el jinete del apocalipsis del tango. Pero ahora que Piazzolla está justa y unánimemente canonizado, la que saca los pies del plato es ella. Al fin, no hace otra cosa que contar su historia. “Todo me importa un bledo”, dice. “Escuchame: ¿no voy a decir que Piazzolla era un groncho que usaba esas guayaberas con frunces como Troilo? Se las hice quemar por Elena, que era la persona que trabajaba en casa. Le hice comprar el primer traje de pana marrón, en Via Fratello, en Roma... Lo convertí en un tipo fino. A él igual no le importaba nada. Era un egocéntrico, un tano bravo que se creía único. Y tenía razón. Era un genio. Un genio.” Repite, con la mirada fija en los malvones: “Un genio”.

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