Domingo, 24 de febrero de 2013 | Hoy
Desde que, siendo muy joven, lo expulsaron de la Escuela Superior de Cine de Berlín por su agitación política, Harun Farocki tiene una sola cosa en mente: valerse de las imágenes de todas las maneras posibles para denunciar y socavar la sociedad consumista y belicista. Desde entonces, consiguió filmar entre una y tres películas por año, y sus más de 90 trabajos son un agudo e inagotable despliegue de ideas, técnicas, historias y hallazgos que revelan los mecanismos con que el capitalismo se expone a través sus propias imágenes. Fábricas, publicidades, revistas, guerras, ciudades, pantallas: todo le sirvió para este atlas de la explotación y la alienación. Hoy, cuando cambió el cine que la televisión ya no le financia por las videoinstalaciones que el público asiste de a miles a ver en los museos del mundo, el hombre que empezó quemándose en cámara para denunciar Vietnam y hoy se vale de la realidad virtual para exponer los daños de las guerras en Medio Oriente, viene a Buenos Aires a presentar su monumental trabajo.
Por Gustavo Nielsen
“La cámara virtual puede sumergirse en un mar imaginario, pero abajo no habrá fondo para ver.”
Harun Farocki
A los quince años me rateaba del colegio de Morón, me tomaba el Sarmiento y el subte hasta Sáenz Peña, y me iba de paseo por las librerías y los cines de la calle Corrientes. A veces me acompañaba mi amigo Quico Figueredo. Al asunto le llamábamos aprender lo elemental. Quico le puso el nombre. Los domingos a la mañana íbamos al Parque Rivadavia a canjear estampillas y discos, como segundo paseo. No volvíamos felices si no nos hacíamos con un par de trofeos. Tampoco, en las rateadas, si no terminábamos la tarde viendo una película en el San Martín o en el Goethe.
El Goethe pasaba cortos alemanes experimentales. Recuerdo los tres que más nos impactaron. Uno trataba acerca de una operación a corazón abierto, que había que proyectar sobre el pecho depilado de un patovica. Aunque el patova era enorme, había que acercarse para mirar. Un camarógrafo, a su vez, filmaba todo en un circuito cerrado de TV, y en la imagen los espectadores salíamos atendiendo como en La lección de anatomía de Rembrandt. En el segundo de los cortos alguien se apagaba un cigarrillo en el brazo, sin siquiera pestañear, para hablarnos del calor del napalm. Me produjo un shock similar al corte del ojo en El perro andaluz. En el tercero, el que había resultado más interesante para nosotros, un obrero se dirigía a la cámara en un discurso extraño y agresivo, destinado a alertarnos sobre la línea de montaje fordiana. Creo que el primero era de un Herzog joven e inexperto; volví a ver el segundo de grande, que pasó a ser uno de los cortos más difundidos de Farocki, Fuego inextinguible, googleable en Internet. Del tercero nunca más tuve noticias.
Entre el Instituto Goethe y la Fundación PROA están haciendo una muestra de instalaciones y películas del rebelde alemán. Estoy hablando de Farocki, claro. Aunque Herzog sea independiente y haya filmado las pelis más extrañas de la Tierra, al lado de Farocki parece puro mainstream.
Esto es lo que me acuerdo. El obrero miraba a la cámara. Estaba en un baño, de espaldas a una pared azulejada. Empezaba diciendo que trabajaba en una fábrica de aspiradoras y que su mujer se merecía una, pero a él no le alcanzaba el sueldo para ese lujo. La aspiradora constaba de 365 piezas. Cada obrero fabricaba una pieza. A él le tocaba el gatillo de encendido. Pensó que si cada uno de sus 364 colegas sustraía una pieza diariamente y se la daba, a fin de año iba a tener las necesarias para el electrodoméstico. El último día de diciembre había reunido el material. Se puso a armar el rompecabezas. Lo hizo cuatro o cinco veces, porque no podía creer lo que le salía. El modelo terminado siempre era una ametralladora.
El corto seguía con un estudio sobre cómo los empresarios engañan a sus operarios para que no sepan lo que están construyendo. Por ejemplo, armas. O venenos. O napalm. El corto tiene una gran base de ingenuidad, pero a mis quince me produjo una lesión que no cicatrizó. La idea de que la separación del trabajo en una línea de montaje pueda servir para ocultar información es parecida a la manipulación que producen los monopolios gráficos en la actualidad.
En la exposición de PROA hay una instalación de catorce pantallas que registra las salidas de personas de diferentes fábricas, en distintos momentos de la historia del cine. Está hecha con imágenes de archivo, desde la brevísima toma de los Lumière, hasta escenas de Lars von Trier en Bailarina en la oscuridad. Once décadas de trabajadores dejando sus fábricas es el título de la obra, y lo que se pregunta Farocki es por qué nadie filma jamás lo que sucede adentro.
Ese misterio.
El especialista en Farocki que nos pasea por la muestra se llama Ricardo Parodi. Es autor de varios seminarios del Instituto Goethe y colaborador en la inteligente puesta. ¿Dónde insertamos lo real?, nos pregunta, frente a uno de los montajes titulado Juegos Serios III: Inmersión. Para esta videoinstalación Farocki visitó un taller norteamericano de psicología, destinado a tratar a los soldados que vuelven de la Guerra del Golfo con estrés bélico. El taller se hace en base a episodios de realidad virtual. Los veteranos se calzan guantes, antiparras y cascos y participan de un juego por el desierto en el que los emboscarán y en el que verán morir a sus amigos. La idea de los psicólogos es construir un relato del trauma, dice Parodi, para poder curarlos. Parte de un experimento terapéutico para que el soldado pueda darle nombre a su angustia. Si elabora el estrés que trae, no se suicidará.
¿Es para reinsertarlos en la sociedad y que puedan vivir en paz? No, dice Farocki. Es para reintegrarlos a la lucha. La batalla, para el soldado, es la línea de montaje. Farocki nos lo muestra en cuatro pantallas partidas: viéndolo una sola vez tenemos que elegir si vamos a escuchar la explicación hipócrita del psicólogo, los comentarios naïfs de los soldados, los paisajes de guerra virtuales o meternos de cabeza en un juego en plena calle de Bagdad. Pero si nos tomamos el trabajo de mirar y escuchar cuatro veces seguidas lo que pasa, nos quedará una idea amarga: a esos tipos los están preparando para volver a ser el engranaje del proceso, sin que ellos lo sepan.
Busco en el sitio oficial de Farocki, año por año, la película del obrero en el baño. Tiene que ser de él, habla de lo que él dice. Leo en mi torpe inglés lo que puedo. Encuentro la del cigarrillo y algunas otras que también vi antes. Pero ni rastros de mi aspiradora. Me doy por vencido. A lo mejor es una de Straub, pienso. A lo mejor la soñé.
Otra instalación de PROA se llama Eye. Nos advierte en una doble pantalla acerca de los misiles que llevan una cámara en la punta, desde el año ’30 en la Alemania nazi, para producir blancos seguros en operaciones de guerra quirúrgica. Muestra a los operarios que los construyen, tal vez creyendo que trabajan para la TV porque hacen camaritas. Muestran cómo con el tiempo los humanos fueron reemplazados por robots, que jamás descansan pero, sobre todo, no tienen moral. A la robótica nunca le importa para qué será utilizado eso que se está fabricando.
Le escribo un mail a Parodi. Está de vacaciones. Ufa.
“Soy ingeniero y trabajo en una fábrica de electrodomésticos. Los obreros creen que fabricamos aspiradoras. Los estudiantes creen que fabricamos ametralladoras. La aspiradora puede ser un arma útil. La ametralladora puede ser un objeto útil para el hogar. Lo que fabricamos depende de los obreros, los estudiantes y los ingenieros.”
Parodi regresa a tiempo y me envía este texto de Farocki. ¡Claro que era de él! No podía ser de otra manera. Farocki puso su vida del lado de la desconfianza. Todo lo que Farocki filma, todas las instalaciones que arma, todos sus cursos tienen que ver con la pregunta sobre los mecanismos de producción dedicados a lograr la continuidad, la marcha constante de las empresas. En un mundo donde las máquinas jamás paran. Dios Ford. Una línea de montaje por sobre todas las cosas existentes. Y la cámara indignada de Farocki para mostrarlo.
Lo admiro, aunque no me gustaría ser como él. Lo admiro como admiro a Gandhi, por ejemplo. La ética llevada al extremo. Tal vez Farocki borró ese corto de su historial, porque jugaba también con un poco de ficción. Herzog no lo habría borrado. Da la impresión de que Farocki no se perdona nada en su severidad moral. Herzog, en cambio, vive de manera más divertida, se sale de su propia casa, se va de vacaciones de vez en cuando como todo gran curioso. La repetición de Farocki es una especie de mantra religioso: tiene una cosa para decirnos y una vida para contarlo. Todo lo que salga de sus carriles exactos debería ser ocultado, tal vez.
“Usé un chiste que había escuchado de chico en el patio del colegio”, escribe sobre el corto de la aspiradora. El comentario me suena despectivo. Y agrega del filme que simplemente “es una cita para mi película Fuego inextinguible. La posibilidad de hacer Fuego inextinguible surgió aproximadamente un año más tarde y en enero de 1969 estuvo terminada”.
Parodi escribe que el corto que vi de chico corresponde a la etapa Agit Prop, de fines de los sesenta. Ya no se consigue. Se perdió. Es la tragedia en un estado anterior, de comedia, de ficción. Y la ficción es un mar virtual sin trabajar: no hay fondo, por más que la cámara se sumerja en el agua.
Mi amigo Quico Figueredo, del ’62, igual que yo, falleció un año después de terminada la guerra de Malvinas. Todavía lo extraño.
El video perdido de Farocki se titula Aprender lo elemental.
En la tapa: un fotograma de New Product, un trabajo de 37 minutos que examina cual “mosca en la pared” el mundo del marketing corporativo.
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