CALLES
Tomo y obligo
Por Rodolfo Edwards
Ya lo dijo Humphrey Bogart: “Hay que vivir con dos copas de más”. La afirmación de Boogie dista de ser simplemente una apología etílica e implica una radical crítica a la insoportable pesadez de la realidad. ¡Alerta bebedores de largo aliento! Hay una calle de Buenos Aires que los espera con largas barras donde empinar el codo con comodidad. Se trata de la calle Salta entre Hipólito Yrigoyen y Alsina. Allí se manifiesta una especie de planicie o pista de aterrizaje donde van a dar avionetas y monoplazas a los que las torres de control perdieron hace tiempo ya. Allí, además de los tragos de rigor, se puede acceder a un amistoso diálogo con “mozas de barra” –no confundir con meretrices ni nada por el estilo– que, en realidad, se encuentran practicando una modalidad de terapia sui generis: a eso de las tres de la mañana decenas de solitarios van a recalar a algunos de los bares de la calle Salta, donde se les aplica un tratamiento en base a: prestación de oreja, acotaciones pertinentes y baile con acrobacias. En la calle Salta se disponen como “casetas a prueba de angustia” una serie de establecimientos donde se pueden beber licores varios, escuchar música predominantemente bailantera y oír diálogos estrambóticos que ni a Ionesco se le hubiesen ocurrido. Uno de los clientes cuenta que una vez casi logra una autorización municipal para la edificación de un megacementerio de animales domésticos en la zona de San Isidro, que se iba a llamar Laika Memory Park; otro asevera haber jugado en Chaco For Ever en los setenta y escande a los gritos la formación del equipo que integró. En una de las mesas un poeta, algo entrado en copas, recita con voz arrastrada unos versos de indudable vena lorquiana: “quiero llenarte el cielo de muñequitas españolas/ que vuelen por el mapa de España/ con alas de encaje rojo/ y tacos altos como cipreses”. Imágenes que homenajean al “Corral de la Morería”, uno de los bares notables de la calle Salta, donde subsiste un ligero perfume hispano. A primera vista el lugar en cuestión parece una zona liberada, sobre todo por la espuma que chorrea por el dintel de las puertas, una espuma rancia y fiestera conformada por risotadas altisonantes, ritmos caribeños y olor a desodorante de ambientes. Pero lo que de afuera presagiaba un ejemplo de tesis boedistas, de adentro es apenas una tertulia de amables caballeros sudamericanos que comparten el trago y el tiempo largo de la noche. La calle Salta es un corto paréntesis en la desidia habitual de Buenos Aires. Las rockolas (aunque en este caso debería hablarse de cumbiolas) ofrecen una generosa variedad de música tropical: bachatas y cumbias, boleros y merengues, aunque también es posible, si se aguza la vista, encontrarse con un “Grandes éxitos” de Creedence Clearwater Revival o un stone Tattoo You. Las chicas, siempre prestas a la atención latente o a la repentina explosión danzarina, poseen la blanca paciencia de las enfermeras, pero también exhiben una pasión profesional que aplaca el a veces irrefrenable ímpetu de los parroquianos. Con una rejilla, ellas no se cansan de barrer el vapor frío que se derrama de vasos y botellas y arma charquitos sobre la barra. En La Maja, otro bar de la cuadra, un mural del artista Willie Dinwoodie, a quien se puede encontrar por los bares del centro vendiendo unas deliciosas reproducciones de sus aguafuertes urbanas, ilumina una pared: una mujer súper pop se recorta sobre una lisérgica carretera; colores primarios brillan en la penumbra espesa del salón. Un muchacho se sube a la barra y se contorsiona como un Elvis criollo hasta casi dislocarse el cuello. La birra corre como un río viejo, una bola de espejos reemplaza a la luna llena y la escalera caracol que va hacia los retretes es una magnífica enredadera que se trepa por las piernas de la noche.
Los bares de la calle Salta, entre Hipólito Yrigoyen y Alsina, abren todos los días después de las 23 y cierran cuando se va el último cliente.