Dom 12.05.2013
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TEATRO > ENTREVISTA A MATíAS UMPIéRREZ Y SU NUEVO PROYECTO, EL RADICAL TEATROSOLO

FRENTE A FRENTE

Un actor, un espectador, cinco locaciones. Así es la nueva propuesta teatral del director, dramaturgo, actor y curador Matías Umpiérrez. El espectador compra su entrada, que viene con instrucciones, y se encuentra con su actor, que actuará para él durante media hora en alguna de las locaciones indicadas: el subte D, el Teatro Alvear, la Casa de Cultura, un departamento y el Museo Malba. Experiencia intensa para actor y espectador, encuentro que expone a ambos, entre la incomodidad, la experimentación y la pura magia, TeatroSolo vuelve a la más primaria de las experiencias: una persona que le cuenta una historia a otra, como antaño (y hoy, todavía) se transmitían mitos y leyendas.

› Por Agustina Muñoz

El espectador aguarda –en soledad– en un banco del andén del subte D; tiene en la mano las instrucciones que le dieron cuando sacó la entrada por Internet. La actriz lo reconoce por el papel impreso y se le acerca. Le pregunta la hora, el espectador responde, un poco tímido todavía, un poco incómodo, tal vez. Después, se quedan en silencio, como si fueran dos desconocidos que esperan al tren, pero los dos saben que van a pasar la próxima media hora juntos, que el actor va a guiar, y que el espectador va a tener que seguirlo, adonde sea. La actriz empieza a hablar, primero comentarios al pasar, como los que se hacen en ese tipo de situaciones, pero de a poco va metiendo a la persona que tiene al lado en un relato. Llega el tren y suben juntos, el espectador la sigue como sombra, se da cuenta de que vistos de afuera pueden pasar por dos amigos que hablan. La actriz camina por el vagón, busca un buen lugar donde seguir el relato. Todo parece haberse modificado en pocos minutos, la intimidad con la chica, la normalidad con la que se pasean por andenes y vagones, lo hipnótica que resulta ella, su relato y la cercanía. Cuando termina la obra, en un andén a varias cuadras de la estación de la que salieron, la chica desaparece y el espectador queda de nuevo solo.

Son cinco locaciones: la línea de subte D, un departamento en un piso quince de la avenida Santa Fe, el Malba, el Teatro Alvear y la terraza de la Casa de Cultura del Gobierno de la Ciudad; al momento de sacar las entradas, se nos dan instrucciones precisas sobre qué hacer en cada lugar. Las obras consisten en monólogos de aproximadamente media hora, en algunos casos escenas de dos o tres actores, pero en la mayoría sólo uno, frente al espectador solitario que se vuelve el único testigo de eso que pasa, que es invitado a ese mundo que aflora y no para de crecer en intensidad y en capas. El registro de actuación es íntimo, pero contundente; hay una ficción que se narra, una historia que nos hace querer escuchar y nos transporta mentalmente a otros lugares mientras la vida de la ciudad sigue pasando a nuestro lado. El actor es tan bueno que uno cree, cree todo, y podría ser una vida paralela en la que ese vínculo se vuelve especial, dos personas que necesitaron encontrarse para compartir un momento, un secreto, un rato de verborragia emocional. Lo interesante es que la escena se hace para el espectador y con él, no se lo anula como si no estuviera, forma parte de un estado de cosas irreal en el que entra por un rato y de un segundo al otro: de la calle a eso. Y eso no es solamente la experiencia de estar en un lugar real con un actor, sino que se trata de un trabajo minucioso de dirección y puesta en escena que articula la experiencia de tal forma que se vuelve cinematográfica y alucinada (cuando el actor nos deja, quedamos en un estado parecido al de Alicia después de ver al conejo).

En Buenos Aires se han hecho muchas experiencias teatrales que intentan correr los límites espaciales y de audiencia, desde Interiores, de Mariano Pensotti, donde uno podía recorrer los departamentos de un edificio de Once como voyeur de escenas domésticas ficcionales, hasta Mucamas, de Lola Arias, donde el espectador visitaba los cuartos de un hotel de Congreso y las empleadas del lugar se tomaban un rato para contarle su historia real. En el primero, uno podía mirar la representación de vidas posibles adentro de interiores preparados para la ocasión; como en un museo de vida privada, la escena ocurría pero nadie nos miraba. En el segundo, si bien había intimidad y las mujeres le hablaban en un momento al espectador, se trataba de un trabajo documental en el que nos íbamos enterando de la vida de ellas a través de conversaciones guionadas u objetos y fotos elegidas para el recorte de esa intimidad a explorar en soledad. Este proyecto decide ir más allá, no sólo en la experiencia de la recepción de una obra, sino en el vínculo entre el actor y el espectador. Y lo que produce, casi de un modo epifánico, es el encuentro de dos personas atravesadas por la ficción en una intimidad que resulta sobrecogedora, extraña y poderosa.

Es muy particular cómo se van descubriendo los elementos de los lugares; en algunos casos más posibles de prever por parte de Umpiérrez, como en el caso del Teatro Alvear, o más incontrolables, como en el subte. Sin embargo, en cada caso, el espacio y sus posibilidades se usan de un modo consciente. Ni bien se entra al departamento del piso quince, la actriz abre todas las persianas, una por una, y aparece la vista de terrazas y un cielo estrellado. De repente, el lugar cerrado se abre al exterior; y ese gesto es narrativo y estético. Más adelante se proyectan fotos familiares sobre la pared de un cuarto desangelado, o se pone una canción para crear un momento que se separe del resto: la narración avanza y se vale de muchos elementos, no solamente los actorales. Sacar la obra de la sala no sólo le permite a Matías Umpiérrez incorporar los elementos del mundo real –ruidos, transeúntes, posibles imprevistos–, sino que le da la posibilidad de hacer obras que se mueven en el espacio, que atraviesan pasillos de vagones, salas de escenografía de un teatro oficial, que hacen caminar al espectador por un departamento, sentarse en el living, pasar al cuarto; como decorados que cambian y se mueven, o más bien como un travelling. El momento al que el espectador asiste, está vivo; el actor no nos espera quieto para desembuchar un texto y dejarnos: es a un mundo estético, emocional y conceptual al que entramos. Y éste es quizás uno de los elementos más interesantes de esta experiencia vista como la obra de un artista. Lo que puede sospecharse como un momento vergonzoso o demasiado demandante para el que mira, se vuelve fácil y atractivo. TeatroSolo es también un homenaje a la actuación y al teatro en su grado de mayor poder y sencillez. Se sale con la imagen de los ojos del actor clavados en uno, como un fondo profundo que se nos permite mirar. El actor como alguien frágil que se entrega humilde y generoso esperando unos ojos que lo agarren; y al mismo tiempo, como una de las profesiones más misteriosas y magnánimas a las que un ser humano puede aspirar. Es inquietante la noción de que todo eso está sucediendo para nosotros, no como audiencia sino como individuos, con un actor que nos lleva, nos guía, nos habla, nos seduce y se emociona con nosotros, porque nos está conociendo mientras hace su trabajo.

“La idea original de TeatroSolo tiene mucho tiempo”, dice Matías Umpiérrez. “Yo empecé mi carrera profesional en el 2001, no se sabía qué iba a pasar con la ayuda institucional y me puse a pensar en formas de producción de teatralidad sin la ayuda económica necesaria para una obra en los términos tradicionales; la idea de que se pudiera seguir haciendo teatro cuando todo estaba roto. Pensaba que si no me llamaban más como actor, tenía que generar algo donde pudiera ejercer mi oficio. Una obra en una casa, que alguien venga y que a partir de contarle una historia a alguien, se genere teatro. Es eso, básicamente: existe teatro siempre que alguien esté dispuesto a recrear una ficción y otro que esté dispuesto a escuchar. Ese es el primer rasgo, por supuesto, después yo empecé a producir bastante y de forma más tradicional, en el último tiempo mucho más como curador. Y eso, justamente, me llevó a interesarme mucho en la creación y en el papel del público. Eso afianzó la idea de buscar otras formas de teatro, y volvió esta idea que había empezado a pensar más de diez años atrás. En el último tiempo se me fue configurando la necesidad de buscar problemas que ni siquiera yo sé de antemano cómo resolver. En TeatroSolo tomé como herramienta el primer gesto teatral, cuando la gente contaba historias para mantener vivos mitos y leyendas. Decidí ir a lo más primario.”

Decidiste sacar al teatro de dos de sus rituales más intrínsecos: el público y la sala, ¿qué buscabas?

–Yo saco al público de la platea para que el espectador tenga que vivir una experiencia que pase por el cuerpo. Cuando uno va al teatro hay experiencia, claro, pero en este proceso, cada experiencia es irrepetible, el espectador sale del lugar anónimo, tiene una presencia activa en la obra, no porque se le pida que haga algo, porque en ningún momento se requiere su participación en esos términos, pero sí es un participante real, no es invisible frente a la puesta. Es muy difícil desconcentrarse en esta obra, tenés un actor que te mira, que te implica, estás adentro de la ficción que está aconteciendo, y eso llama la atención, te convoca.

Los espectadores de TeatroSolo salen muy conmovidos, y es sorprendente que esto ocurra en un espacio tan íntimo y expuesto, cuando esconderse dentro de una audiencia parecería dar más libertad a la hora de experimentar una obra...

–En el teatro uno puede no comprometerse, tengo mi perímetro, la platea es la platea, claro que uno puede tirarle un cascote al escenario, pero sigue siendo platea. En TeatroSolo no existe platea, no existe territorio, uno no tiene ninguna relación con la institucionalidad más allá de que lo presente el San Martín, el Malba, y otras instituciones grandes. Me gusta pensar que hoy el teatro no necesita grandes estructuras a pesar de que se avance cada vez más en la espectacularidad de la puesta. TeatroSolo demuestra que siempre que exista una experiencia no hace falta todo eso.

¿Cómo resulta para los actores trabajar para un solo espectador? El esfuerzo enorme que implica estar solos llevando a cabo todas las decisiones y tener que estar, al mismo tiempo, concentrados con una exigencia de presencia enorme. Y todo eso, para que lo vea sólo una persona.

–Para los actores es difícil trabajar. Necesitaba buenos actores que pudieran sostener monólogos de treinta minutos, que es casi la duración de muchas obras del teatro independiente, pero que a la vez nunca perdieran el rasgo de humanidad. El actor dice su monólogo en un lugar que se está moviendo permanentemente, porque hay gente que entra y sale de las locaciones todo el tiempo. Se tiene que deshacer de la estructura teatral que en una sala funciona pero acá no: no es lo mismo un gesto para la audiencia que un gesto para una sola persona. Y esa persona empuja y sostiene el hecho de que el actor pueda hablar; en ese encuentro entre los dos se empuja la realidad.

¿Les resulta muy agotador?

–Cada actor tiene ocho funciones diarias y cada espectador cambia mucho la calidad y forma de la obra. Pasó de una persona que se largó a llorar y no paraba, y eso cambia todo porque el actor tiene que reaccionar a eso, decidir qué hacer. Los actores van preparados, van alerta, están solos; yo como director no estoy en escena, no veo las funciones, confío en ellos, en que se van a poder dirigir solos y que van a hacerse cargo de tomar decisiones dentro del trabajo. El público en un teatro no deja de ser una pared, por más que se ría, llore, esté concentrado o no. Los actores tienen que ocuparse de construir la ficción. Son obras muy exigentes, tienen que decir un monólogo de treinta y cinco minutos mientras toman millones de decisiones por minuto. Eso despierta una adrenalina deportiva en los actores. Yo trabajé con actores en Nueva York y en España, son muy buenos, pero la pasión que tienen los actores del teatro independiente argentino es muy fuerte, son todoterreno. Eso le llega al espectador; cuando entra en la experiencia, se da cuenta de que es libre.

¿Por qué creés que hay más libertad en este formato que en otro?

–Cuando te encontrás con alguien, desaparece la artificialidad. La gente es cada vez más masa y es pensada como masa, como público; y el público no es nada. Yo no inventé el teatro para una persona, hay mucha exploración sobre eso. Pero TeatroSolo plantea una mirada sobre el espectador totalmente radicalizada, no inhibiéndolo ni siendo violento, nada que ver con eso, sino posibilitándole que viva una experiencia. Tanto el actor como el espectador están expuestos, en el mejor modo: “Yo me doy cuenta de que estás dando todo por mí, entonces yo también”. Hay algo del signo que se decodifica como único, como algo que se le está dando especialemente a ése que está escuchando.

¿Cómo fue hasta ahora la experiencia del público?

–Cuando el espectador sale de ver la función, no sabe qué hacer, no se puede aplaudir, por ejemplo, y el público necesita hacer algo cuando sale. En TeatroSolo entrás en la experiencia sin querer y salís sin querer, no tenés ni siquiera otra persona para hablarle de lo que acaba de pasar, te encontrás de vuelta solo en la ciudad. Estuve en el subte con una chica, me habló media hora y desapareció, ya no está más, no la voy a ver nunca más, ¿cómo retomo esa nostalgia? La nostalgia está solamente en la experiencia, no tengo dónde volver. Cuando hicimos TeatroSolo en Graus, un pueblo en Los Pirineos, el director del teatro nos dijo que no iba a venir nadie a ver la obra. Ahí la gente tiene asociado al teatro con una acción social. El primer día, de siete funciones, se vendieron solamente tres, todos angustiados. Pero al otro día, esa gente había recomendado la obra y se agotaron las entradas del ciclo entero. El día que terminó el proyecto, la gente se autoconvocó a una de las locaciones a hablar de lo que les había pasado, sentían que habían vivido algo que tenían que compartir.

Las funciones de TeatroSolo se dan los fines de semana de mayo y junio.

Para venta de entradas e información: www.teatrosolo.com.ar.

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