CASOS > MARCELA IACUB Y STRAUSS-KAHN: LA BELLA Y LA BESTIA
Ella lo tenía todo para ser una celebridad intelectual desde su arribo a París, en 1989. Se convirtió en una luminaria de las ciencias humanas y los debates filosóficos y en una encarnizada luchadora contra el feminismo extremo que se vuelve moralista. Pero a finales de 2011 la jurista argentina Marcela Iacub tuvo un affaire con el primero amado y luego denostado Dominique Strauss-Kahn, hombre fuerte del FMI varias veces acusado de acosador sexual. Y la jurista se enamoró, se obsesionó, escribió un libro llamado Bella y Bestia y debió indemnizar al hombre al que ahora sólo considera un cerdo.
› Por Pablo E. Chacón
“Yo estaba segura de que si te pusieran a elegir entre Angelina Jolie y una fea, habrías elegido a la fea. Tu deseo de fealdad era una señal de que pertenecías a esa raza ferozmente antiaristocrática, trágicamente democrática de los cerdos”, escribe en Belle et bête (Bella y Bestia) Marcela Iacub, una jurista argentina que llegada a París en 1989, con una beca para especializarse en bioética, mantiene una relación, entre finales de 2011 y agosto de 2012, con el dirigente socialista Dominique Strauss-Kahn, ex titular del Fondo Monetario Internacional (FMI) y ex candidato a jefe político de su país, procesado en Francia por organizar fiestas con prostitutas en el Hotel Carlton, por las cuales perdió ambos cargos y su matrimonio. En el libro, el economista jamás es llamado por su nombre, pero el escándalo se desata antes de la salida de los ejemplares a la venta, cuando esta mujer, especialista en derechos laborales y sociales, adopción, reproducción asistida, alquiler de vientres, úteros artificiales, partidaria de legalizar la prostitución y la pornografía, siempre cubierta por el Código Civil, decide contar su experiencia a Le Nouvel Observateur con títulos catástrofe, acaso para atenuar la angustia que la está destruyendo y conociendo a Strauss-Khan, para adelantarse al juicio millonario que seguro le hará y perderá. Y así será: más de 50 mil euros van a dar a las arcas del político caído en desgracia, vituperado e ignorado por el tout París, después de haber sido festejado y celebrado. “El recurso a lo maravilloso, a lo fantástico, me ha permitido contar acontecimientos que habría sido sórdido o mezquino contar tal como ocurrieron. En ocasiones hay que mentir para decir la verdad: la verdad no es la realidad”, dice. Y agrega: “Llegué a estar enamorada del personaje más despreciado de Francia. Fue una locura de mi parte. Con el tiempo, terminé descubriendo a un hombre que se comporta como un cerdo. El cerdo se comporta sin ninguna moral, sin preocuparse de las consecuencias de sus actos. El cerdo vive en el presente, busca el placer inmediato. Al mismo tiempo, esa búsqueda sin escrúpulos puede ser asquerosa, incapaz de moral, de palabra, de sociabilidad. El único proyecto político del cerdo es el comunismo sexual: las fiestas donde hombres y mujeres se intercambian en todo momento. Strauss-Khan no es un violador. El problema es su egoísmo, su pobreza espiritual, su insensibilidad hacia el prójimo”.
Puede dar fe la encargada de limpiar su habitación en un hotel de Nueva York, quien se habría visto obligada a practicarle al cliente una fellatio linguae: denunciado por tercera vez en menos de un año, el hombre fue arrestado, y alcanzó a cerrar la demanda y recuperar la libertad después de pagar a la joven, oriunda de Guinea, más de cinco millones de dólares. Ya lo había hecho. Y lo repitió. Perdió todo. A su esposa ya la había perdido. Sin embargo, Anne Sinclair, entrevistada por Iacub, entonces amante de Strauss-Kahn, resulta explícita: “No veo ningún problema en dejársela chupar por una empleada del servicio”. “Estuve a punto de responderle que chupársela a un hombre no es el trabajo de una empleada del servicio, que ese tipo de cosas hay que pedírselas a una puta. Pero para ella el mundo se divide entre amos y esclavos, dominantes y dominados. Eso me asustó. Era como si viviéramos todavía en la época de la monarquía”, contó la argentina a Le Nouvel Observateur.
La bestia del libro es un señor cerdo, “una bestia sólida y de una pieza, sin costuras y sin cuello que se precipita hacia adelante en cuclillas. Si encuentra el agujero que busca, se revuelca. No es la gracia de un pato que entra al agua, ni la alegría del perro. Es un placer profundo y solitario. Come, bebe, gruñe. Sus gustos son pasajeros: flores, frutas maduras. Su instinto se une a dos cosas fundamentales: tierra, basura. Ni mi cuerpo le alcanza. A su satisfacción siempre le falta algo”. Bajo formato de carta, Iacub no da tregua: “Eras viejo, eras gordo, eras pequeño y feo. Eras machista, vulgar, insensible y mezquino. Eras egoísta, brutal y no tenías ninguna cultura. Y yo estaba loca por ti”.
Decidida a defender a Strauss-Khan, escribe un libelo (“¿Una sociedad de violadores?”), donde ubica al hombre como chivo expiatorio de un lobby de feministas radicales, siempre a la búsqueda de una víctima. Luego de arreglar la querella monetaria con la empleada del hotel Sofitel, Strauss-Kahn, enterado de la existencia del libro, lo lee. Pide conocer a la autora y como por arte de prestidigitación, desliza entre sus manos un papel con su número de celular. Así empieza la segunda parte del culebrón, que Iacub, califica de “antropológico”. Pero ¿quién es Marcela Iacub?
Nacida en 1964, aterriza en París en 1989 con 25 años y una beca. Bonita, inteligente, ambiciosa, miembro de una familia de clase media judía, tataranieta de un rabino, trabaja, estudia y escribe. Es una joven audaz que se va de un país de mojigatos y descubre que esa especie prolifera (muchas veces de manera atroz) en cualquier rincón del globo. François Mitterrand es el hombre fuerte de la socialdemocracia continental y la abogada recibida en la Universidad de Buenos Aires no se encuentra impedida para ampliar su horizonte de relaciones sociales, y no sólo para medrar. Le sobra talento como para despreciar estrategias de poca monta. ¿Faltan escrúpulos? ¿Qué quiere decir tener o no tener escrúpulos en un tiempo donde la política se ha transformado en biopolítica, cuando las diferencias entre los géneros se difuminan, se cae el muro de Berlín y se decreta el fin de la Historia? La ultraderecha se arroga la representación política de los menos favorecidos que vociferan contra la inmigración y la falta de trabajo. Iacub publica varios libros, se junta con Patrice Maniglier; escriben, se separan. Y en 1998 ya figura en la plantilla del Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS). Y ajusta sus colmillos para clavárselos a las feministas francesas, a las que considera demasiado “maternales”. ¿Hijos? Se abstiene. Columnista de Libération, sus artículos son esperados por la vanguardia liberal, que ha pasado de la revolución en la historia a la revolución de los cuerpos. Ella no esconde su seguridad ni su belleza. Las feministas la detestan. El desprecio es mutuo. En el país de Hélène Cixous, Simone de Beauvoir y Virginie Despentes, juega fuerte. Ella es una mujer de los tiempos de la biogenética; hiperindividualista, se las arregla sin nadie al lado, un gato nomás, o un perro (según los años, y las versiones). No padece la soledad, o eso parece.
Los tórtolos se esconden; nadie se entera de nada hasta el reportaje que Iacub da a Le Nouvel Observateur una semana antes de que el libro vea la luz. Entonces, las preguntas, porque Bella y Bestia no es un texto académico, un brulote moralista ni una seguidilla de insultos, producto de un alma bella engañada (si se permite el oxímoron). Es el grito de un alma bella, atenuado bajo una serie de racionalizaciones: “una relación motivada probablemente por tres razones: porque quería escribir un libro sobre él; porque soy una santa y quería salvarlo, o porque antes de conocerlo estaba deprimida y pensé que a través de esa relación podría por fin destruirme”, dice la Bella, que es vegetariana, pero se ha pasado siete meses comiendo carne de cerdo.
Extraño, pero su conversión es justificada por sus lecturas de Plutarco. “Para poder comer carne necesitamos disociar el proceso que permite hacerlo. Olvidar que tuvimos que matar a un ser que quería vivir.” Después propone derechos humanos para los animales domésticos y los que viven en cautiverio. Eso puede leerse en Confesiones de una devoradora de carne. Strauss-Khan ya no es sólo Strauss-Khan. Es un hombre indignado, “utilizado”, dice. Y es un afrodisíaco que hace furor, hecho a base de kiwi y azafrán llamado DSK (por Drink Safran Kiwi). Intenta prohibir la salida del libro, sin éxito. Logra que su ex amante y Le Nouvel Observateur lo indemnicen en algo más de 50 mil euros. Pero algo no cierra. El cerdo no tiene escrúpulos. Desesperada, enamorada de un hombre “encadenado de manera servil a su esposa”, ¿qué queda de la Bella? La psicoanalista Clotilde Leguil ensaya una hipótesis: “¿Qué es para ella ese amante que no era de su especie? ¿Qué efecto tuvo en su ser? En un primer momento se divierte. Lo arrastra en el fango, devolviéndole el trato que le había dado. Pero Marcela Iacub no es vulgar, no es insensible, no es vieja, no es gorda, no es mezquina... pero se descubre como una marrana. Encantada de ser la marrana del cerdo. La marrana no es la cerda. Es verdaderamente la reducción de la femineidad a un puro objeto de goce del cerdo”. Es cuando se descubre opaca, otra frente a sí misma. “Nadie me había hablado así y lloré dentro de mí.” ¿Los hombres, según reza la lengua popular, son todos unos cerdos? Seguramente, si se escribe un recuento de canalladas o más a fondo, si esos hombres encuentran una marrana a su altura; esto es, dispuesta a ser devorada, canibalizada, despojada de sus máscaras, sin saber que en esas condiciones, ella también es una cerda, una cerda completamente sola, tan sola como Strauss-Khan, quien no padece ese estado.
Sin ánimo de excusarla, Leguil arriesga que si “Marcela Iacub escribió este libro, no puede ser sólo porque le incitaron a hacerlo; quizá sea porque lo que vivió no pudo atravesarlo, arrancárselo, a condición de decir algo de él con la escritura”. La escritura fue una manera de salir de esta historia, dijo. Porque el amante que eligió la vinculó con otro partenaire, que no era otro ser, ni siquiera un animal, sino una zona de ella misma, inquietante, peligrosa. Si ella, en lo real, se dejó comer por su cerdo y amante, el cerdo y amante además era un caníbal. Y si eligió contar así la historia, con algunas grageas de realismo mágico, es por un presente insoportable y porque los caníbales, en una sociedad donde el canibalismo es sinónimo de competencia y falta de escrúpulos, son difíciles de soportar si no se pertenece a la misma tribu, si no se tributa al mismo dios.
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