Dom 10.08.2003
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CINE

Perfume fatal

Sorteada la barrera de los 70 años, Claude Chabrol sigue fiel a una vieja obsesión: rastrear las sustancias tóxicas que envenenan la respetabilidad burguesa.
La flor del mal –su película número 50– narra la saga y los oscuros secretos criminales de los Charpin-Vasseur, unos García Belsunce à la française, políticamente ambiciosos, devotos de la etiqueta y amantes del buen Bordeaux.

POR HORACIO BERNADES

La escena tiene lugar en un jardín de invierno, el lugar que los Charpin-Vasseur usan para celebrar sus sobremesas. El almuerzo –lamprea, vino bordeaux y tarta de peras con avellanas– fue todo lo exquisito que cabía esperar; ahora, entre macizos de flores ligeramente sofocantes, las tazas de café pasan de mano en mano. Todo son sonrisas, reglas de cortesía, politesse. De pronto, algo agitado, irrumpe un asistente que pide permiso y se pone a leer una carta que desparrama veneno contra toda la familia, no sólo contra sus actuales integrantes sino también contra las generaciones anteriores. La difamación se remonta hasta el propio patriarca, que –según denuncia el panfleto– sería el peor de todos. Por la tensión, por las miradas que cortan el aire del jardín de invierno, es de sospechar que las imputaciones no son del todo apócrifas.
Más allá de algún indicio menor, éste es el primer momento en que el espectador intuye que los Charpin-Vasseur podrían ser la versión gala de los García Belsunce. No hay nada que agregar, según parece; todos se miran entre sí con el aire demudado del que acaba de ser sorprendido con las manos en la masa. En ese momento, la encantadora tía Micheline –una mujer pequeñita, entusiasta, a la que ningún detalle de cordialidad parece escapársele– pregunta con su mejor sonrisa, como si estuviera en medio de una recepción animada: “¿Traigo más café?”. Entonces la cámara hace una pequeña corrección y encuadra una flor de aspecto no muy saludable: la flor del mal que da título a la película.
He aquí, seguramente, el momento más chabroliano de la ultrachabroliana La flor del mal, última película del ya setentón realizador de Los primos, El carnicero y La ceremonia, que tras presentarse en el Festival de Berlín se estrena en Buenos Aires el jueves próximo. Si el cuadrante de lo chabroliano pasa por la sonrisa ligeramente torcida con que este dinosaurio de la nouvelle vague se divierte observando –desde hace casi medio siglo– el momento justo en que las primeras grietas resquebrajan el edificio de la familia burguesa, pues entonces bienvenidos a Chabrolandia.

UN SOUVENIR
Duodécima película al hilo que el poderoso Marin Karmitz produce para Chabrol desde Un asunto de mujeres (1988), el lanzamiento de La flor del mal fue acompañado en Francia de una oleada de edicioneshomenaje para celebrar los cuarenta y cinco años que el realizador lleva en el cine desde El bello Sergio (1958), y la marca de cincuenta películas (sin contar sus abundantes trabajos para TV) que ha alcanzado con su nuevo opus.
El paquete de ediciones especiales incluía el guión original de la película (escrito por Caroline Eliacheff, colaboradora estable del realizador desde La ceremonia, de 1995), varias cajas de dvd, una biografía del cineasta y un documental que emitió la cadena France 3. Lo más llamativo del paquete, sin embargo, fue un cd llamado La chanson française a través de las películas de Chabrol. Hacía rato que la pasión arqueológica con que el realizador viene exhumando viejos 78 para usarlos en sus películas reclamaba una compilación como ésa. En La flor del mal, la chanson incluida es “Un souvenir”, cuya composición se remonta a 1942 y que acompaña, cantada por una tal Damia, el suntuoso travelling inicial en el que una cámara-espía entra a la mansión de los Charpin-Vasseur, atraviesa el hall de recepción, sube por la antigua escalera, recorre la planta alta e ingresa por fin a una habitación señorial, con una alfombra persa sobre la que gotea un cadáver sin modales.
La letra de “Un souvenir” dice: “De la maravillosa aventura que un día nos unió/guardo, a pesar de mi herida/el inefable recuerdo”. Al chocar con la imagen del cadáver, la palabra “herida” empuja al espectador a esa clase de divertida morbidez que destila el mundo Chabrol. Poco más tarde se verá que la letra entera (que habla de un amor del pasado, del recuerdoque pervive y hasta de la sensación de que pasado y presente son una sola y misma cosa) no es otra cosa que la descripción exacta del corazón mismo de La flor del mal. Como salidos de un cuento de Poe, los Charpin-Vasseur viven en un tiempo cíclico, que no hace más que traer una y otra vez la misma culpa a través de generaciones, con el personaje de la tía Line (ese ser de aspecto angelical y encantador) como principal agente transmisor (se sugiere leer la palabra “agente” en su connotación más viral).

ANTROPOLOGIA MALSANA
La situación que La flor del mal narra en tiempo presente es la repetición exacta de la que tuvo lugar en 1944, tiempos en que mientras toda Francia cantaba canciones como “Un souvenir”, se colaboraba con los nazis y se denunciaba a los judíos, que después iban a parar al paredón o a un campo de concentración. Eso es lo que habría hecho el encumbrado patriarca del clan Charpin... con su propio hijo. Esa ignominia, sumada a cierto incesto fraterno, terminó dando por resultado un cadáver cuyo verdugo nunca fue hallado.
Pero ahora estamos en 2003, y Anne Charpin-Vasseur (la resurrecta Nathalie Baye, en su primer papel para Chabrol), siguiendo la tradición familiar, aspira al cargo de alcaldesa de su pequeña y somnolienta ciudad, un paraje ubicado en el paraíso vitivinícola de la región de Burdeos. Si se reconstruye el árbol familiar (que esto sea posible gracias a un libelo difamatorio demuestra en qué clase de lugar le divierte a Chabrol poner al público), se verá que no hay rama de ese tronco que no esté torcida. No sólo hubo un par de hermanos que fueron más allá del cariño; también un accidente de auto que terminó con la vida de un Charpin-Vasseur y su cuñada, que eran amantes. ¿Y qué hizo la viuda al enterarse? En venganza, se casó de inmediato con el viudo; o sea, con su cuñado.
Ese matrimonio es el que forman Anne (candidata “apolítica”, término que suele usar la derecha cuando no quiere asumirse como tal) y Gérard Charpin-Vasseur, un farmacéutico que se ocupa principalmente de atender señoritas fornidas en su despacho. ¿Y a qué no saben quién podría ser el autor del libelo difamatorio? ¿El propio Gérard, tal vez? Agreguen
a esto que la pareja de hermanastros integrada por François, hijo de Gérard (Benoît Magimel, el actor de La pianista), y Michèle, hija de Anne (la morocha Mélanie Doutey, todo un bocadito), se miran más fijo que Pablo Echarri y Celeste Cid en Resistiré, y tendrán los ingredientes que hacen de La fleur du mal el nuevo banquete envenenado que Chabrol sirve a su audiencia.
El veneno utilizado esta vez, plácido en la superficie, podría ser más concentrado que de costumbre. Bastaría ver a Anne como emblema del político en la Francia de Chirac y recordar quién fue y qué hizo su abuelito en 1944 para que los mismísimos cimientos de la République se pongan a tambalear. Como todas las películas de Chabrol, La flor del mal está emplazada en una zona muy específica de Francia –la región de Burdeos–, condición sine qua non para que el director pueda practicar una de sus operaciones de antropología malsana. Gracias a esa obstinada perseverancia, la obra de Chabrol puede ser vista como un tratado gigantesco, aún en proceso, que ya lleva casi medio siglo escribiéndose. Se llama Cartografía humana y criminal de las regiones de Francia, y por ahora abarca cincuenta películas o volúmenes.

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