Domingo, 19 de mayo de 2013 | Hoy
ENTREVISTA > MATHIAS ENARD, LA REVELACIóN DE LA LITERATURA FRANCESA
Con influencias que van desde el Nouveau Roman hasta Roberto Arlt, Mathias Enard apareció en la escena literaria francesa con una formación a la antigua: especialista en literatura y cultura árabe, traductor, periodista cultural y, a los 40 años, un escritor prolífico, con seis novelas que van desde la experimentación radical hasta travesías de la imaginación. Pero la constante en su literatura es la fascinación por el mundo árabe: después de vivir diez años en Medio Oriente se trasladó a Barcelona, donde convive con los inmigrantes. Y desde allí surge Calle de los ladrones (Mondadori), su última novela, que a través del personaje de un joven marroquí recorre el choque sociocultural entre el Islam fundamentalista y Europa, las primaveras árabes y la crisis de España en un texto que también puede leerse como una teoría de la rica y tensa relación entre periodismo y literatura.
Por Juan Pablo Bertazza
Se suele escuchar que la paradoja de la Feria del Libro es que ahí asisten aquellos que no leen. Como si uno de los objetivos de los libros, no fuera, precisamente, ése: reclutar nuevos lectores. Sea como fuere, entre las personalidades internacionales que participaron en la edición que finalizó la semana pasada, se destaca Mathias Enard, uno de esos escritores que, a priori, sólo pueden gustarles a quienes leen –y mucho–. Mathias Enard tiene cuarenta años y nació en Niort, ciudad ubicada al borde del río Sèvres, cuyo nombre quiere decir “nuevo pasaje” en latín: “Ahí pasé toda mi infancia hasta que me fui, a los 18 años. Es una región a la que amo volver porque tiene algo salvaje, si bien no es de las regiones francesas más atractivas. Niort creó muchos viajeros porque el viento que ahí sopla predispone a levantar vuelo”, dice este escritor francés, sí, pero con cara de árabe y en un perfecto español. Porque Enard habla por lo menos cinco idiomas –árabe, persa, español, catalán y francés–, vivió en algunos países árabes durante diez años y desde hace dos lustros eligió como lugar para vivir la ciudad de Barcelona.
Si existiera la posibilidad de acumular millas aéreas a través de la literatura, Enard ya estaría en condiciones de canjear varios pasajes para recorrerse el mundo entero. En cada una de sus novelas hay kilómetros y kilómetros de viaje, en distintas épocas de la historia; por mar, por tierra y por cielo; por exilios, por causas bélicas, por motivos existenciales. Sucede en sus dos primeros libros, que pasaron casi inadvertidos: La perfección del tiro, diario íntimo de un soldado en plena guerra civil balcánica, y Remontando el Orinoco, en el que se pone en juego un triángulo amoroso de médicos en París y el emblema de uno de los ríos más largos de América como vía de purificación. También hay viajes en Manual del perfecto terrorista, acaso su primera obra relevante, y en la que Enard pone a chocar los mundos del cristianismo y el Islam. Las millas se siguen acumulando hasta el caos en Zona –monumento experimental que empezó a hacer correr su apellido–, una novela constituida por una única frase de más de quinientas páginas, sin mayúsculas ni puntos (algunos la consideran, de hecho, el primer texto de la literatura francesa escrito sin signos de puntuación), con algo del fluir de la conciencia de Joyce o Faulkner. En Zona, Francis Servain Mirkovic viaja con identidad prestada en el tren que une Milán y Roma. Lleva una valija con todo tipo de documentos secretos recolectados a lo largo de su carrera de doble agente: testimonios, denuncias, listas de nombres de torturadores, terroristas y criminales que se van entremezclando con un balance exhaustivo de todo lo que aconteció a lo largo de ese siglo corto que es el siglo XX. Enard muestra en Zona algunas características que resultarían definitivas: su altísima y anacrónica cultura –inusual, en tanto no se alimenta de Google ni Wikipedia–, su profunda comprensión de las contradicciones humanas, y una tremenda versatilidad a la hora de escribir, como si empleara una infinidad de disfraces (sus influencias son innumerables y van desde el Nouveau Roman hasta Roberto Arlt, según contó en esta entrevista). Esa tranquilamente podría haber sido la última estación del viaje de Enard, o por lo menos el volantazo para afianzarse en un escenario literario sin más viajes a la vista. Pero se trató sólo de otra escala porque después llegaría Hablales de batallas, de reyes y de elefantes (el hipnótico título fue sacado de una cita a Kipling), un bellísimo relato publicado en 2010 sobre un viaje, seguramente ficticio pero muy bien documentado, de Miguel Angel a Constantinopla por invitación del sultán Bajazet II, fechado el 13 de mayo de 1506. En esta especie de fábula histórica acerca de la Constantinopla tolerante y europea que recibiera a los judíos expulsados de España por los reyes católicos, con la que Enard obtuvo el Goncourt de Lycéens, se define en los siguientes términos a la belleza: “Llega con el abandono del refugio de las formas antiguas por la incertidumbre del presente”. Un año después, la pluma viajera de Enard se traslada a una inmensa y monótona Rusia que sirve de escenario perfecto para la suntuosa y breve historia de amor que se cuenta en El alcohol y la nostalgia.
Y, como no podía ser de otra forma, en el último libro de Enard, Calle de los ladrones hay un largo itinerario que responde a una extraña, irreversible forma de exilio: “Para mí el viaje comienza con las lenguas, los libros, el aprendizaje en general. El viaje no es necesariamente algo físico. Por supuesto que está el aspecto concreto de desplazarse, pero también existe algo más abstracto. Yo siempre fui un viajero muy lento. Pasé casi diez años en Medio Oriente prácticamente sin moverme”, dice Enard desde una silla de La Biela.
Y en tanto viajero experimentado, ¿qué sensación te causó Buenos Aires?
–Una de las cosas que más me llaman la atención de Buenos Aires es el cosmopolitismo, que me imaginé que iba a ser mucho menor, pero lo que más me llama la atención es la distancia física que existe en esta ciudad. Me di cuenta ayer caminando desde Plaza de Mayo hasta Recoleta, esa tremenda distancia que te va envolviendo con distintas atmósferas sin que te des cuenta, pienso que esa concepción espacial tan física que se vive en este tipo de ciudades no se puede describir mediante la literatura, es uno de sus límites.
¿Se puede escribir acerca de un lugar en el que nunca se estuvo? ¿Te pasó alguna vez?
–Se puede, claro, pero son dos formas totalmente distintas. Me pasó con Remontando el Orinoco, pero fue un caso excepcional porque se trata de una novela bastante onírica.
El hecho de que los viajes sean tan recurrentes en tu obra quizá tenga que ver con que tu propia nacionalidad está bastante dividida.
–Claro, vivo en Barcelona desde hace diez años, viví también en Medio Oriente y nací en Francia, país a donde siempre vuelvo por razones laborales; lo bueno es que queda todo más o menos cerca.
De todas maneras te ubican dentro de la literatura francesa, ¿qué opinión te merece lo que se está escribiendo en Francia?
–Creo que la literatura francesa está en un gran momento, con muy buenos escritores muy distintos entre sí. Pierre Michon es uno de mis preferidos, sólo por lo que hizo en Vida de Joseph Roulin, cómo a partir de la vida de su cartero logra conseguir un retrato tan profundo de Van Gogh. Algunos libros de Houellebecq me gustan, como Las partículas elementales, y otros me parecen malos. Una de las mejores ideas de Houellebecq consiste en haber retomado la gran tradición de la polémica que caracteriza a la literatura francesa, eso y el hecho de que sus libros sean muy fáciles es lo que le asegura tener tantos lectores.
Casi todos los caminos literarios y biográficos de Enard conducen al mundo árabe. Además de trabajar como profesor de árabe, y de traducir a importantes autores como Ahmad Châmlou y Sayyâb, en casi todas sus novelas hay alguna mención a Medio Oriente.
¿Cómo empezó tu fascinación por el mundo árabe?
–Cuando terminé el bachillerato, viajé a París para estudiar Historia del arte. Como me interesé mucho por algunas obras de arte de Islam, mis profesores me recomendaron estudiar árabe y persa. En Francia, cuando estudiás la cultura árabe, la universidad te ofrece inmediatamente ir a vivir ahí y sólo volver a Francia para poder evaluar cuánto progresaste. Al principio parece imposible aprender esas lenguas porque todo es distinto: la fonética, el abecedario... pero después te das cuenta de que es más fácil que otros idiomas, por lo menos para mí: me apasionó tanto que me quedé a vivir diez años y hoy, que vivo en Barcelona, hablo árabe todos los días, esa lengua es parte de mí.
Esa pasión se trasladó también a la literatura...
–Sobre todo por la poesía clásica árabe, a la que siempre vuelvo. Allá pasa algo muy curioso con los libros y es que prácticamente nadie los lee: es raro porque se publica mucho, se destina mucho dinero para que los escritores hagan hasta ediciones de lujo. Pero como el lenguaje literario es muy distinto del lenguaje de todos los días, y está aún hoy muy asociado a las clases altas, son muy pocos los que tienen acceso a ese mundo. Además, no hay que olvidarse de que para ellos todo lo que hay que leer ya está escrito en El Corán.
Entre las particularidades de tu literatura hay, incluso, algo que podría relacionarse con la prohibición de las imágenes en el Islam y es precisamente lo descarnado de tu estilo.
–Nunca lo había pensado, es muy probable. De todas formas, más que evitar las imágenes, lo que no me interesa son las metáforas, es decir, la metáfora consiste en explicar un elemento a partir de otro, y yo trato, en cambio, de encontrar nuevas miradas acerca del mismo objeto.
La pasión de Enard por el mundo árabe estalla en su última novela, Calle de los ladrones, título que hace honor a una calle real de la ciudad de Barcelona en la que suelen habitar muchos inmigrantes de esa parte del mundo. Se trata, además, de la novela más clásica de un autor inclasificable, y justamente por eso éste es un libro que incorpora muchas novedades a su obra. La más importante tiene que ver con que mira de frente a la realidad, sin esperar la adecuada perspectiva para referirse a acontecimientos que, a pesar de estar ocurriendo ahora mismo, sin lugar a dudas ya son históricos.
Calle de los ladrones es, en ese sentido, una novela urgente. Una novela escrita casi en tiempo real que se detiene, al mismo tiempo, en cada uno de los hechos que aún hoy pululan por diarios y noticieros, hechos que siguen sacudiendo ese mundo árabe tan poco conocido pero que también dejan sin aire a una Europa más envejecida que de costumbre: el choque sociocultural entre el islamismo fundamentalista y los valores de Occidente en los inicios del siglo XXI, el hipersensible territorio arrasado por las primaveras árabes, y todo desde la mirada de hombres y mujeres atenazados entre dos mundos: uno que los hace huir, y otro que los expulsa.
Así, mientras los indignados y los rebeldes luchan por florecer, el libro se centra en la inmadurez de Lakdar (cuyo nombre quiere decir en árabe “verde”), joven marroquí a quien su propio padre expulsó de su hogar en Tánger por haberse acostado con una prima, hasta transformarse en un mendigo errante que sueña con Europa pero no se anima del todo a exiliarse, un trotamundos paralizado al que termina salvando una organización islamita que se transforma en su refugio. A Lakdar le gusta mirar chicas en la playa, tomar cerveza, leer El Corán y los libros en general, pero sobre todo los policiales. Esa es la torre de marfil a través de la cual sigue de lejos las revueltas árabes de principios de 2011, la crisis sin fondo en España, el nacimiento del movimiento de los indignados (al que Enard califica de “vacío”), la victoria de partidos islamitas en Túnez y Egipto e incluso el papelón del rey Juan Carlos cazando elefantes. En medio de ese torbellino de noticias in situ, Lakdar funciona como una especie de extra, pero un extra que vive con intensidad esas turbulencias, y en cada parada de su recorrido se va encontrando con diferentes formas de prisión y distintas formas de muerte. Lakdar, en definitiva, logra encarnar, con sus innumerables dudas y contradicciones, lo que significa hoy la vida de un joven árabe.
Pero además de ser una novela consistente, Calle de los ladrones tiene el don de hurgar en las relaciones siempre conflictivas entre periodismo y literatura, sus puntos en común, sus aspectos irreconciliables. La historia que subyace a toda noticia, la información que ofrece la literatura. Gracias a su tremendo bagaje cultural, Enard es una especie de hombre renacentista anclado en la actualidad, y en ese contraste radica la riqueza de esta novela que también podría llegar a leerse como una especie de teoría de la noticia, como una lección –una compleja disección– que la literatura le impone a la realidad, tal como puede advertirse en esta cita representativa: “Diecisiete. Es un gigantesco pequeño número. Cuando oís en la radio o en la tele el número de cadáveres que ha causado tal o cual catástrofe no te das cuenta de lo que representan diecisiete cuerpos. Decís ah, diecisiete, no es mucho, decime mil, dos mil, tres mil cadáveres, pero diecisiete, diecisiete no es nada extraordinario en absoluto, y sin embargo, sin embargo, es una enorme cantidad de vida desaparecida, de carne finiquitada, resulta traumático, tanto en la memoria como en la cámara frigorífica, son diecisiete caras y más de una tonelada de carne y de hueso, decenas de miles de horas de existencia, miles de recuerdos desaparecidos, cientos de personas tocadas por el duelo”.
¿El sueño de todo escritor es tener más lectores que los diarios?
–Es imposible porque hoy los libros se leen poco. Pero aunque parezca contradictorio me parece que eso tiene algo positivo: hay una gran libertad a la hora de escribir.
A propósito de lectores, ¿cuál es tu lector ideal?
–Creo que hay muchos tipos de lectores, y a todos los respeto. Pero sin lugar a dudas lo que más me gustaría es tener lectores vírgenes, que un día alguien me diga “leí tu libro, es el primero que logro terminar en mi vida y me pareció formidable”. Hasta ahora nunca me pasó y no creo que me suceda.
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