Dom 10.08.2003
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Viena, 1923

Las grandes revoluciones de la música. Capítulo 7 Era vienés, contemporáneo de Wittgenstein y amigo de Kandinsky. A principios de los años 20, Arnold Schönberg aprovechó dos de las formas musicales más adocenadas de la tradición –un vals y una suite de danzas barroca– para lanzar la consigna que revolucionaría la música del siglo: ¡dodecafonismo ya!

Por Diego Fischerman

“Se debe obedecer sólo al oído, al sentimiento de cada uno por el sonido, a su impulso creativo, a la fantasía; nunca a la matemática o a la estética”, escribe Arnold Schönberg en su Tratado de armonía. Y agrega: “Se puede escribir libremente en una tonalidad sólo cuando el sentimiento por esa tonalidad esté en nuestro subconsciente”. Esas frases –unidas a la famosa bravata de que el dodecafonismo garantizaría un nuevo siglo “de supremacía de la música alemana” y a uno de los artículos de su libro El estilo y la idea, referido aparentemente a Johannes Brahms– definen bastante bien una de las obsesiones principales de Schönberg, que pretendía legitimar con la tradición y la naturaleza la que para el oído occidental sigue siendo –aún hoy– la gran ruptura del orden natural: la extraña idea de asignarle igual jerarquía a los doce sonidos de la escala cromática e inventar (“descubrir”, decía Schönberg) un sistema de composición capaz de organizarlos.
En su ensayo Brahms, el progresivo, Schönberg vuelve a la vieja polémica entre los seguidores de Brahms y los wagnerianos que Theodor Adorno retomaría, en otros términos, en Reacción y progreso. Para las lecturas de fines del siglo XIX, Wagner, obviamente, era el progresista; su Tristán, de hecho, fundaba una posible nueva armonía. Y Brahms –con sus sinfonías y conciertos, sus sonatas y variaciones, su culto a Beethoven (por un lado) y (por el otro) al viejo contrapunto alemán, principalmente Heinrich Schütz– era quien hacía en esa película el papel de reaccionario. Schönberg dice exactamente lo contrario. Basándose en el análisis del primer movimiento de la Cuarta Sinfonía, demuestra que la bellísima melodía inicial, tan romántica, y todo lo que sucede después, no son otra cosa que el juego con la distancia entre los dos primeros sonidos del tema (un intervalo), repetida o invertida y paseada por distintos lugares armónicos.
La afirmación de Schönberg corre en dos direcciones. La intención explícita es levantar la bandera de la abstracción y la música pura –en consonancia con las preocupaciones estéticas que aparecen en su correspondencia con Vassily Kandinsky– y, de paso, decir que aun las piezas más líricas responden a sistemas y cálculos; es decir: que la tradición (lo supuestamente natural) también es arbitrario. Y la intención implícita, por supuesto, es sostener que las nuevas arbitrariedades no son menos naturales que las antiguas. Schönberg incluye a Brahms en la tradición de la vanguardia para incluirse a sí mismo en la tradición brahmsiana.
El camino del “mal amado” –como bautizó Pierre Boulez a Schönberg– comenzó con una especie de hipermahlerismo (lo que a su vez era un hiperwagnerismo). En realidad, ese derrotero pone en escena una de las ideas en las que creía con mayor firmeza: la del progreso inevitable (y en una dirección inevitable). Se podría decir que las ideas de Schönberg tal vez no sean siempre ciertas para la historia de la música, pero sí lo son para la suya propia. Del sexteto Noche transfigurada a la última de las Cinco Piezas para piano Op. 23, que es un vals, hay, en efecto, una línea que parece irrevocable y que conduce de los estertores de la tonalidad funcional, consumida por el propio sistema de tensiones que la sostenía, al dodecafonismo. Una línea que, de alguna manera, aparece concentrada en el mínimo espacio que va de la primera a la última de esas cinco piezas, ese vals en el que –por primera vez– todo está basado no en una repetición intermitente de un motivo cualquiera sino en una serie de sonidos de una naturaleza especial: los doce sonidos de la escala cromática, situados en un determinado orden arbitrario. Una serie dodecafónica. “La música de Schönberg nos lleva a un nuevo mundo, en el que las vivencias musicales ya no son acústicas sino puramente espirituales”, decía Kandinsky. “Aquí empieza la música del futuro”, anunciaba. Y algo de eso era cierto. Aun cuando el sistema dodecafónico no fue usado de manera ortodoxa por muchos ni por demasiado tiempo, la transformación en la manera de pensar la música fue radical. Y muchos de los aspectos secundarios que aparecieron asociados a los primeros dodecafonistas (en particular su discípulo Alban Berg y, sobre todo, Anton Webern) se convirtieron en esenciales para gran parte de la música que vendría después: la ruptura de pies rítmicos regulares, el uso intensivo de lo que la tradición definía como “disonante”, el evitamiento de movimientos melódicos que pudieran sugerir una escala.
El conjunto de las Cinco Piezas Op. 23, de una concentración extrema, tal vez sea la culminación del estilo pianístico de Schönberg. Fue publicado en 1923, inmediatamente después de un período de dos años de silencio. Toda la colección está compuesta a partir de los principios de desarrollo motívico y variación. La primera pieza es sumamente concisa; la segunda es una erupción de gestos violentos y contrastantes; la tercera, quizá la más rica en invención, está basada en una serie de cinco notas que gobierna cada uno de sus aspectos; la cuarta, con su aliento improvisatorio, funciona como la necesaria preparación para el final. Allí Schönberg elige la forma conocida (y hasta prosaica) del vals para sostener el abordaje al nuevo mundo. La composición siguiente, la Suite para piano Op. 25, es totalmente dodecafónica, y también aquí opta por una de las formas más antiguas, la suite de danzas barroca (tal como Brahms había recurrido a la chaconne para el último movimiento de su última sinfonía).
“Las mías son composiciones dodecafónicas y no composiciones dodecafónicas”, decía Schönberg, que abandonaría luego los rigores del sistema pero dejaría para las fantasías de los compositores de posguerra -control total del material sonoro y predeterminación absoluta– una nueva religión. Pintor además de músico, Schönberg fue quien firmó el certificado de defunción del lenguaje de la música romántica, aunque fue un convencido de los grandes principios rectores del Romanticismo (empezando por la idea del Gran Arte). Alguna vez rechazó un trabajo en Hollywood que le hubiera deparado una fortuna. No le permitían incluir en la banda sonora –que era lo que estrictamente le encargaban– los diálogos y los ruidos escénicos, y Schönberg soñaba con construir una gran partitura que incluyera todos los sonidos de la película. Era todo lo que le interesaba. Fue un teórico y, al mismo tiempo, alguien capaz de sostener que “todavía estamos buscando y buscando con el sentimiento. Intentemos no perder jamás este sentimiento por una teoría”.
Para el oyente común, el “mal amado” sigue siendo alguien cercano a la encarnación del mal: ni más ni menos que el verdugo de lo que en música suele identificarse con “lo bello”. Si el oyente espera siempre alguna clase de narración musical –esa relación entre tensiones y distensiones que construye lo que el sentido común asocia con la melodía–, Schönberg prefirió otro camino: el del sonido en sí mismo. De ahí, tal vez, sus sufrimientos. En un mundo en el que los principios musicales no eran lo único que se desmoronaba, el progreso –incluso el no deseado– parecía inexorable. “No nos gusta Beethoven por su estilo, nuevo para la época, sino por su contenido, nuevo eternamente”, le escribía en una carta a su amigo Kandinsky. Y concluía: “A mí me gustaría que se tuviese en cuenta lo que digo, no cómo lo digo”.

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