ARTE > ARGENTINA, LA NUEVA MUESTRA DE MONDONGO
Después de cinco años de ausencia en las salas de Buenos Aires, el dúo Mondongo, integrado por Juliana Laffitte y Manuel Mendanha, vuelve con una muestra que, en un contrapunto entre paisajes y retratos –además de teatrinos y esculturas con monedas– combina su obsesión por el detalle y la técnica con la ambición y la desmesura de obras de gran tamaño hechas con plastilina, su marca registrada. El recorrido va desde retratos de Fogwill hasta paneles sobre el Delta del Paraná; desde lo más íntimo del mundo urbano hasta la soledad de esas islas donde el río casi ingresa en la selva.
› Por Cecilia Pavón*
¿Qué momento de la conciencia es el que muestra un poema? Cuando voy a escribir, siempre me pregunto, ¿qué es lo que tendría que contar? ¿De qué tengo que hablar? Bueno, pero esto no se trata de poesía, se trata de pintura y no se trata de mí, se trata de Mondongo. Aunque a veces la poesía y la pintura se confundan, y también me suele suceder que cuando salgo del taller de Juliana y Manuel siento que ellos y yo somos la misma persona, es decir que yo me confundo con ellos, y que sus cuadros también los podría haber hecho yo, o que ellos podrían haber escrito mis poemas. No sé por qué, tal vez porque cuando voy a visitarlos, paso horas en su taller rodeada de sus cuadros y de tanto mirarlos se vuelven parte de mi conciencia. A mi hijo Félix, que tiene seis años, también le gusta mucho ese lugar, y siempre me pide volver al taller de Mondongo. Una vez que insistía, le dije: “Pero, Félix, uno no puede ir a un lugar sin que lo inviten”, y él: “Pero, mamá, Mondongo es público”. Creo que esa semana en la escuela les habían estado hablando de la diferencia entre lo privado y lo público, y por alguna razón el sintió que Mondongo era de todos, igual que una plaza. Es un lugar común decir que los niños no mienten, pero no importa, porque es una linda anécdota y me sirve para hacerme una pregunta: ¿qué es lo que a mi hijo y a mí nos hace sentir que son también nuestros? Al recorrerlos siento que la emoción que sintieron Juliana y Manuel cuando se internaron en ese paisaje pantanoso del Delta del Río Uruguay, o el asombro que los invadió al vislumbrar la genialidad en la mirada de Fogwill, están intactos. Y esos momentos de conciencia únicos y extraordinarios están abiertos a todos; como diría Félix: son públicos. Una visión, entonces, que fue particular trasciende el tiempo, se multiplica y se hace general. ¿Y qué es la belleza si no un fragmento de conciencia apresado para siempre y arrojado al mundo para que los demás lo lean?
Claro que eso no es nada sencillo de hacer. (Mientras escribía este texto decidí por primera vez en la vida intentar pintar un cuadro. Me di cuenta de que lograr que lo que uno siente y piensa, se vea, se perciba a través del sentido de la vista, es muy pero muy difícil, mucho más difícil que escribir.) Además, no crean que no me doy cuenta de que no estoy diciendo nada nuevo. Todos sabemos (o al menos lo sabíamos hasta hace un tiempo) que el arte es eso: el misterio de cómo algo personal se vuelve común, general; obviamente que un arte que no trascienda lo particular no puede ser arte. Pero si lo menciono es porque también me doy cuenta de que Juliana y Manuel son una especie de freaks en ese sentido. Dos idealistas buscando que algo propio se vuelva universal en un momento en que gran parte de la humanidad va en sentido contrario. ¿O esos cientos de millones de personas conectadas en este momento a Internet, confesándole a una máquina sus actos privados no están intentando hacer que un instrumento universal y general se vuelva particular, es decir, lo contrario de lo que hace un artista? De paso podríamos preguntarnos si la comunicación se parece más a Facebook o al arte, pero ése es otro tema.
Tampoco es a través de la referencia al arte y su historia que Juliana y Manuel intentan evadirse de ese espíritu de época marcado por los límites de la primera persona. A ellos tampoco les interesa hablar del “mundo del arte” sino del mundo, y parecen tener tanta fe en que sus obras seguirán dando vueltas por la Tierra durante años por venir, que el calificativo “artistas contemporáneos” no les cuadra del todo. Si en el término “contemporáneo” resuena la idea de compartir un espacio y un tiempo con otros artistas movidos por preocupaciones similares, la obsesión que los Mondongo tienen con algo tan poco contemporáneo (es decir tan poco irónico) como la técnica, los aleja de la mayoría de sus pares. Sin mencionar que sus vidas no se parecen en casi nada al estilo de vida de celebrity que el mainstream prescribe para los artistas exitosos. Al fin de cuentas, Juliana y Manuel son artistas muy exitosos, cuyas obras cotizan alto y se exhiben en museos y galerías del mundo. Sin embargo, al observar esos millones de hebras que tuvieron que encajar en un lugar exacto para conformar alguna de sus imágenes, es difícil creer que les quede demasiado tiempo libre para hacer algo parecido a cultivar un “estilo de vida”. Yo diría que la mayor parte de su existencia transcurre luchando con una técnica que ni siquiera tiene una historia, que ellos mismos inventaron: porque la pintura con óleo existe, pero la pintura con hilos y plastilina no. Y por conocerlos personalmente, puedo decir que para ellos el arte se parece más a una guerra que a una fiesta. Casi nunca salen, casi nunca se van de vacaciones, no van a eventos, ni a inauguraciones en museos, no hacen relaciones públicas, ni viajes de placer. La verdad es que pasan todo el día encerrados en su taller, obsesionados con cada centímetro de sus cuadros. Si alguien les dijera que son esclavos del arte no deberían ofenderse.
En la Antigua Grecia, Juliana y Manuel habrían tenido que soportar la ira de los dioses por estar cometiendo hybris, término que se puede traducir como arrogancia o desmesura, y que para esa civilización era la mayor falta de la que un ser humano podía ser capaz. Su arrogancia y su desmesura consisten en creer que si se esfuerzan lo suficiente, si se sacrifican lo necesario, sus monumentales obras serán inmortales. Hoy, que el pluralismo, la ironía y la corrección política han vaciado casi por completo el arte de misterio, ¿no sería maravilloso que hubiera más artistas como los Mondongo, arrogantes y desmesurados, y que al entrar a una muestra fuera más frecuente que nos quedáramos sin aliento –como pasa con estos paisajes–, y soñáramos, nosotros espectadores, con ser inmortales también? Aunque por otro lado, estoy convencida de que esa arrogancia, esa hybris, no es algo que se pueda elegir o aprender. No es un sentimiento que se pueda adquirir en una clínica de arte, ni si quiera en el mercado. Como todo misterio es algo que llega desde un lugar desconocido. Y tampoco estoy diciendo que sea algo bueno, seguramente debe ser como una maldición, debe tener algo de maldición y de don a la vez, algo que no lo deja a uno en paz, algo que lo obliga a uno a estar encerrado en el sótano de un taller obsesionado durante meses y meses con un cuadro. Obsesionado con algo, finalmente, tan vulgar como un cuadro, porque, como diría Osvaldo Lamborghini: “Todo arte es vulgar”.
Creo que Juliana y Manuel, en el fondo saben que al ser un objeto, una mercancía, una cosa, todo cuadro es siempre, también, inevitablemente ridículo y vulgar (¿acaso no es ridículo creer que el misterio puede tener una forma material?). Por eso pueden hacer obras con monedas de diez centavos, o con carne, o con colillas de cigarrillos. Porque así como se mueven guiados por la arrogancia de creer que la belleza les abrirá las puertas de la inmortalidad, también son conscientes de la imposibilidad de lograrlo. La rara gravedad de la obra de Mondongo reside en ese doble camino. Y esa gravedad hace que su obra sea, finalmente, una obra filosófica y no apenas una obra visual.
Bueno, y ya que hablé de mi hijo Félix al principio, no quiero terminar este texto sin hablar de otra niña que se llama Francisca y que es la hija de Juliana y Manuel. Francisca le dijo el otro día a su madre: “Mamá, hoy en la escuela hablamos de la filosofía”, y su madre le preguntó: “¿Y qué es la filosofía, Francisca?”, a lo que ella contestó : “La filosofía es hacer preguntas que no tienen respuesta”.
Inspirada por Francisca, entonces, voy a recorrer esta exhibición buscando la filosofía de estas imágenes.
*Este texto está incluido en el catálogo de la muestra.
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