Yayoi Kusama es la artista viva más importante de Japón y una de las más famosas e influyentes del mundo. Cuando se instaló en Estados Unidos, a mediados de los años ’50, aplacó sus obsesiones y alucinaciones con arte: creó la famosa serie Infinity Net, obras que se caracterizan por la repetición de pequeñas comillas que se acumulan. Más tarde, y con la misma marcada obsesión, vendrían los lunares y su reproducción infinita. Cuando el artista y teórico Donald Judd vio su obra, la consideró el puente perfecto entre el expresionismo abstracto, el minimalismo y el pop. Pronto, también, llegarían las lecturas feministas de su obra. Dejó Manhattan, en 1975, tan famosa como Warhol, pero la vuelta a Japón la desestabilizó y en 1977, voluntariamente, ingresó a un hospital psiquiátrico. Allí vive hoy: tiene 84 años y sigue produciendo en el taller que instaló en la clínica. El trabajo precursor de Kusama se verá por primera vez en el Malba, en una retrospectiva de más de cien obras creadas entre 1949 y 2013, que incluye pinturas, trabajos en papel, esculturas, videos e instalaciones. Un recorrido cósmico y alucinado, impactante en su belleza y de una desesperación extrañamente colorida.
› Por María Gainza
En 1945, unos meses después de terminada la Segunda Guerra, una joven japonesa del pueblo de Matsumoto se topa en una librería de usados con un libro sobre la pintora norteamericana Georgia O’Keeffe. Un océano y un desierto las separan, pero esa noche, mientras estudia las extrañas pinturas de flores en ese libro que se ha llevado prestado dentro de su kimono azul, la japonesita siente un tirón inconfundible. Viaja seis horas hasta Tokio, se dirige a la embajada norteamericana, pide el Quién es Quién en Norteamérica, con mano temblorosa llega hasta la letra O, copia la dirección en un sobre y mete dentro una carta que dice: “Señora O’Keeffe, quiero viajar a los Estados Unidos y me gustaría que fuera usted quien me enseñara el camino del artista. Adjunto mis acuarelas. Sinceramente suya, Yayoi Kusama”.
La respuesta de O’Keeffe fue breve: “Es muy difícil sobrevivir como artista en este país. Me sorprende que tenga tanta ambición como para querer intentarlo. Le deseo lo mejor”. No era alentadora. Pero había dejado la puerta lo suficientemente abierta. Yayoi tardó años en convencer a su acaudalada familia de que la dejaran viajar; en realidad nunca los convenció, pero tanto les comió el coco que entendieron que era mejor tenerla lejos. Todo ese tiempo había estudiado en la Escuela de Artes y Oficios de Kyoto. Estudiar era una forma de decir: rara vez iba a clases porque según ella los profesores vivían en el pasado, el único lugar que a Yayoi no le interesaba visitar.
Para cuando llegó a Seattle, en 1957, tenía veintiocho años. Llevaba la mitad de los dólares cosidos al dobladillo de su vestido y la otra mitad enrollada en las puntas de los zapatos. En el bolsillo de su tapado guardaba la carta de O’Keeffe y un block con dibujos. Cada vez que conocía a alguien de interés, arrancaba un dibujo y se lo daba como tarjeta de presentación. En Seattle, Mark Tobey vivía pintando sus “escrituras blancas”, unos cuadros místicos producto de sus incursiones en el budismo. Kusama comprendió que o tenía la paciencia de un monje zen, o seguía viaje a Nueva York.
Al llegar a Manhattan se aferró a la guía telefónica como a una biblia. Había más de cien galerías de arte y llamó a todas para presentarse. Se volvió una artista del network. “Si íbamos a una muestra, me agarraba de la manga y me pedía que le señalara a los peces gordos”, contó Carolee Schneemann. Durante esos meses apenas tenía qué comer. Una cena podía ser un puñado de castañas calientes, la cabeza de un pescado encontrada en la basura o las hojas de lechugas descartadas por los cocineros. Se inscribió en una escuela de arte, porque era una de las exigencias para extender su visa, pero nunca asistió a clase. Se pasaba el día en el MoMA, parada frente a los Grandes Maestros Modernos, intentando resolver el problema matemáticamente: ¿qué los hacía trascender?
“El expresionismo abstracto y machista seguía reinando, aunque Pollock ya estaba muerto. Yo quería hacer algo diferente. Pintaba monocromos de la mañana a la noche. No era una minimalista, como dijeron después; era una obsesiva.” Sin darse cuenta llenó todas las telas de su taller con una maraña de pequeñas comillas. Infinity Nets las llamó. Imagínensela cubriendo, día tras día, una tela tras otra, una coma tras otra, sin descanso. “¿Estás bien?”, le preguntaban los vecinos. No demasiado. Al terminar de pintar la tela, Kusama sentía la compulsión de seguir pintando: la mesa, la silla, el techo. Una mañana, al despertarse, vio que las comillas habían cubierto la ventana. Al tocar el vidrio, se le subieron por el brazo. Una ambulancia se la llevó al Hospital Bellevue. Los episodios se volvieron semanales, al punto que los enfermeros la veían entrar y decían: “¿Otra vez?”.
Sí, otra vez, pensaba Yayoi, para quien las alucinaciones no eran nuevas. Habían comenzado a los doce años una vez que, para refugiarse de los gritos de su madre, se había escondido en un campo de zinnias del enorme vivero familiar. Cuando levantó la cabeza, una zinnia le habló. Y luego otra y otra, hasta que sus voces eran miles y todas le hablaban al unísono a la pequeña Yayoi, que corrió de vuelta a la casa y se encerró a dibujar, tratando de entender lo que le pasaba. “Mi pintura nació de esa desesperación”, diría años después.
Sus acuarelas de esa primera época son formas abstractas que recuerdan células, moléculas, nudos, planetas y raíces. Parte alucinación, parte Miró y Ernst, parte mirar las piedras blancas que brillaban en el lecho del río detrás de aquella casa de la que Yayoi no podía escapar ni siquiera cuando su madre la mandaba a Tokio (porque la mandaba a espiar a su padre con una geisha a quien había redimido de su contrato: Yayoi creció odiando el sexo, pero a la vez fascinada con el voyeurismo). De regreso en la casa familiar, su madre desparramaba sobre la mesa de la cocina las fotografías de posibles candidatos ricos para que Yayoi y su hermana eligieran. “Cuando me negué a elegir, se puso tan furiosa que destruyó mis dibujos.”
No se fue de Japón; huyó. Y en Nueva York, las pequeñas acuarelas abstractas dieron paso a aquellos cuadros blancos, grandes como los de los expresionistas, pero hechos de comillas obsesivas como ondulaciones mínimas de agua o encaje. Tan intensas como un Pollock bajo opiáceos. “Siento que me transporta una cinta de equipaje”, decía ella, que no podía detenerse. Cuando las exhibió en 1959 en la Brata Gallery fueron un éxito. Apenas verlas, Donald Judd entendió que algo nuevo estaba surgiendo, algo que oscilaba entre la expresión profunda (Pollock: “Todo gran artista es lo que pinta”) y la repetición mecánica (Warhol: “Quiero pintar como una máquina”). Serían el puente perfecto entre el expresionismo abstracto, el minimalismo y el pop. Pero a Kusama no le interesaban los ismos; lo que le preocupaba era su visa a punto de expirar. No sólo su visa norteamericana sino su visa en el mundo de los sanos.
Trataba de que las alucinaciones la encontraran trabajando. Una amiga le recomendó un terapeuta. Pero a Yayoi no le gustaba mirar al pasado. “El psicoanálisis me secaba, me consumía la energía creativa. El miedo era mi material artístico.” Hacia 1961, las comillas que Kusama pintaba obsesivamente cobraron volumen: devinieron formas fálicas, rellenas en guata. Penes blancos que crecían como hongos en todas las superficies de la habitación: zapatos, estantes, sillas, hasta en un bote a remos. “Mi madre me había enseñado a temer al sexo; como resultado, yo creaba objetos que me aterraban.” Formas fantasmales cargadas, según los críticos, de un feminismo amargo e irónico. Fueran lo que fueren, sólo al recostarse entres sus penes Yayoi sentía cierta calma. Era su forma de desaparecer.
En cambio, esa obra la colocó en el centro de la escena. Las fotos hicieron el resto: al comienzo pareció un juego, luego una estrategia, luego una compulsión. Cada vez que terminaba una obra, Kusama organizaba una sesión de fotos donde posaba en el centro de su producción. Alguien dijo: “Ey, ella completa la obra”, y la mirada hierática de Kusama se volvió una marca registrada. Pero ninguno de los artistas pop la reconoció como inspiración. El mito cuenta que en 1962, en una muestra grupal en la Green Gallery que fue clave para el pop, Kusama mostró su sillón cubierto de formas fálicas blandas. Otro de los artistas expositores era Claes Oldenburg, que exhibió un traje en yeso. Seis meses después, Oldenburg hizo una muestra de “esculturas blandas”, ésas que se volverían su marca de fábrica. Durante aquella muestra, Patty, la mujer de Oldenburg, se le acercó a Kusama y le dijo: “Ay, Yayoi, perdónanos”. En 1963, Kusama empapeló la G. Stein Gallery con la foto de un bote repitiéndose en serie. Apenas verlo, Warhol largó su célebre: “Wow wow wow”; tres años después, en su muestra en Leo Castelli, empapelaba con vacas rosas las paredes de la galería. “Todos imitaban mi enfermedad”, dijo Kusama.
Había uno que no la copiaba; uno que, como ella, era un marciano. Era el legendario ermitaño Joseph Cornell. El célibe sesentón vivía en una casa en Long Island repleta de sus famosas cajas con semillas, fotos, piedras y plumas que el mundo del arte moría por comprar, pero que él no vendía. Su madre vivía con él, una anciana temible, que le había enseñado que las mujeres eran la peste: si encontraba a la pareja abrazándose, les tiraba agua helada para separarlos; si Yayoi se secaba las manos en una toalla, la anciana la ponía a hervir en la cocina. Se preocupaba en vano. “Éramos una pareja ideal. Yo odiaba el sexo, él era impotente”, confesaría después Kusama.
Cuando volvía de aquellas incursiones a Long Island, la blancura de su departamento atormentaba a Yayoi. Más o menos por esa época empieza a ver en todas partes lunares de colores. Al principio intenta espantarlos con la mano, pero la avalancha de puntos amenaza con tragarla. En lugar de mirar hacia otro lado, ella pinta la imagen exacta de su miedo: “Buscaba borrar el mundo y, en el proceso, borrarme a mí misma”. Es probable que Kusama no tomara LSD, ya tenía suficiente con sus propias alucinaciones, pero todos sus amigos lo hacían. Las tabletas azucaradas circulaban como monedas de diez centavos. Cuando Kusama encierra sus lunares en salas de espejos, esas instalaciones se convierten en el parque de diversiones predilecto de una generación que, como la describió la bailarina Yvonne Rainer, “tenía una voluntad temeraria por probarlo todo”.
Mientras el movimiento hippie y las protestas contra Vietnam llegaban a la primera plana de los diarios, Yayoi dejó la seguridad de su taller y salió a la calle. Frente a las puertas de la catedral de San Patricio reunió a su corte de efebos (como Warhol, era una abeja reina), los hizo desnudar, quemar banderas norteamericanas y pintarse lunares unos a otros hasta culminar en una orgía. Repitió sus bacanales en Wall Street, Central Park, la Estatua de la Libertad y el MoMA. Kusama no participaba en ellas, sólo las dirigía, y después salía en la tapa de los diarios. Había pasado de un arte privado, y entre cuatro paredes, a un arte político y social. Fue la única época en que se la vio sonreír en las fotos. Pero, en términos artísticos, fue también su momento más bajo (cuanto más se apartó del arte como terapia, menos interesante fue el resultado). Abrió la Kusama Fashion Company, que diseñaba vestidos con lunares y agujeros para poder tener sexo sin desvestirse. Abrió el Nude Studio, donde el cliente pagaba quince dólares por pintarle lunares a un modelo desnudo. Abrió la Kusama Orgy, una compañía que organizaba partusas en casas privadas. Y de golpe, el verano del amor se volvió un dulce recuerdo, los lunares cayeron en desuso y la señorita Kusama se borró del mapa: volvió a Japón.
Al dejar Manhattan, en 1975, Yayoi era una figura tan famosa como Warhol o Jackie Onassis; cuando llegó a Tokio, pensó que podría usar la prensa como lo venía haciendo, pero los diarios la condenaron unánimemente como “desgracia nacional”. Para una sociedad colectiva como el Japón, querer resaltar individualmente era un pecado imperdonable. Su madre le escribió: “Si sólo hubieras muerto cuando caíste enferma en el campo de zinnias...”. El Japón que Yayoi recordaba ya no existía; ahora era una superpotencia económica, inhumana. Buscó refugio en su pueblo natal. Pero el río detrás de su casa era un pantano, las piedras blancas se habían vuelto negras y un muro de concreto intentaba en vano proteger el vivero de las fábricas circundantes. Ingresó en una clínica psiquiátrica en 1977.
Los calígrafos chinos solían cambiar su nombre a mitad de su carrera para poder así comenzar de nuevo. Yayoi Kusama conservó su nombre, pero su espíritu buscó nuevas formas. En la clínica, las visiones retornaron en pequeños collages que, con los años, también cobraron volumen: esta vez, flores y frutas de colores chillones en fibra de vidrio, capullos siniestros, zapallos kitsch. “Así como Bodhidharma se pasó nueve años mirando una pared en su cueva, yo me pasé un mes frente a un zapallo. Me gustaba tanto que odiaba tener que irme a dormir.” Y, entonces, a los sesenta y cuatro años, Yayoi protagonizó su renacimiento.
Cuando el Japón le concedió el pabellón entero en la Bienal de Venecia de 1993, Kusama tenía tal cantidad de obra que no entraba en el container. Sólo unos meses antes, una asistente de la galería Paula Cooper había encontrado uno de sus sillones-esculturas-pene en una tienda de la calle 12 de Nueva York; regateó hasta llevárselo por doscientos dólares. Después de aquella Bienal, Kusama se convirtió en la artista mujer mejor cotizada del mercado: hace poco, uno de sus Infinity Nets se vendió en 5 millones de dólares.
En el mundo del arte se llama outsider art al arte hecho por los locos. Por eso se dice que Yayoi es el eslabón perdido entre el outsider y el insider art. Aunque ella sostiene que lo suyo es sólo producto de su enfermedad, la forma en que trabaja sus alucinaciones a través de un aparente descontrol es una estrategia muy calculada. Ningún outsider ha sido cooptado por el mundo del arte como Kusama; ninguno ha respondido con mayor eficacia a esa demanda. Dentro del predio de la clínica se construyó un taller que es como una fábrica. Desde ahí escribe novelas, crea sus enormes pinturas en acrílico y diseña hasta celulares. Es la única paciente que paga su internación con lo que produce ahí dentro.
Cuando caminen a través de sus obras, traten de escuchar cómo conversan esas visiones. Cuchichean entre ellas desde 1950. Una sintaxis las hilvana: repetición, disolución, acumulación. Es algo que recién a sus ochenta y cuatro años, con el arco de su obra casi completo, se puede ver. Cuando la reina lunática recibe visitas, se pone una peluca roja, lápiz labial rojo y un kimono con círculos blancos y negros. Sigue sin sonreír, pero también sigue siendo lo que en Japón llaman yokubo no katameri: una montaña de deseos. “El tiempo finalmente me está dando su visto bueno”, dice desde las escaleras de la clínica. “Pero eso apenas me importa. Yo estoy en otra cosa. Yo me precipito hacia el futuro.”
Yayo Kusama - Obsesión infinita, curada por Philip Larratt-Smith y Frances Morris, se puede visitar del 30 de junio al 11 de septiembre en Malba—Fundación Constantini, Av. Figueroa Alcorta 3415. De jueves a lunes y feriados de 12 a 20; miércoles hasta las 21. Martes cerrado. Acacia, olor a muerte, el libro que recopila sus cuentos, será publicado por Mansalva con traducción de Ana Kazumi-Stahl y su madre Tomiko Sasagawa Sathl.
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