Dom 23.06.2013
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PLáSTICA > LAS ACUARELAS DE ARIEL CUSNIR EN PASTO GALERíA

FRAGMENTOS DE TIEMPO

La muestra Día del Padre de Ariel Cusnir reúne tres series de acuarelas que, aunque no están relacionadas por un hilo narrativo, se encuentran hermanadas por un clima de soledad, perplejidad y silencio, con escenas que van del cotidiano de un restaurante de provincia hasta el paisaje bíblico o la leyenda de una ciudad perdida.

› Por Veronica Gomez

Si algo suele lucir orgullosamente la técnica de la acuarela es su manera acuática de ser. Y en tanto acuática, inaprensible, escurridiza. Así, la acuarela elabora zonas que son charcos coloreados y transparentes, tambaleando entre la figuración y la abstracción, y se desliza sobre el territorio del papel con cierta desobediencia hacia los límites que la línea quisiera imponerle. En el caso de Ariel Cusnir (Buenos Aires, 1981), el uso de la acuarela es de otro tenor. No ostenta la liquidez, la cresta de la ola, la mancha manierista, sino la parquedad y la mesura de una técnica que le permite auscultar el ser temporal de cada objeto, de cada ambiente, de cada actitud, a la manera de un geólogo que vislumbra los espirales milenarios de un caracol fósil y ensimismado. Trabajando por capas sucesivas, Ariel Cusnir parece agregarles tiempo a los objetos, y ese espesor temporal si bien no los avejenta, los inmoviliza en un tiempo pretérito. Los rescata del devenir. Es por eso que, aunque la actividad de un chico que se entretiene con la computadora tirado en un sillón pueda resultar banal, Cusnir la nutre con una luz que no pertenece al orden de lo contingente sino a la eternidad.

Día del Padre es el nombre de la muestra vigente en la galería Pasto, donde Cusnir decidió reunir ejemplares emblemáticos de tres series desarrolladas en paralelo: Atlantis, Día del Padre y Un Restaurante. Si los motivos narrativos que desencadenan cada serie no parecen tener a simple vista un hilo conductor, el clima que tiñe las situaciones los hermana rotundamente. Un clima que tiene mucho del pintor estadounidense Edward Hopper: soledad, perplejidad y silencio. Pero si aquél hurgaba en ciertos sitios sórdidos que seres anónimos eligen para refugiar su aislamiento, Cusnir recorre parajes muy distintos: la escena de un pasaje bíblico, un restaurante de provincia, la leyenda de una ciudad perdida.

Como representante de la serie Día del Padre sólo hay una pieza –tan bella como enigmática– en la exposición: El entierro de Abraham, una acuarela y témpera sobre papel, de gran formato con relación a sus compañeras de sala. En una cueva, dos personajes protagonizan un drama desprovisto de gestos exagerados: Isaac e Ismael (ambos hijos de un Abraham longevo, frutos de distintos vientres) se muestran pensativos junto a la tumba del primer patriarca post-diluviano, “padre de todos los pueblos” y hábil sellador de pactos divinos. Pero no están solos: un perro se ha colado en la escena. Por algún motivo misterioso, Cusnir le ha dado vela en el entierro. Casi un guiño al polémico Entierro en Ornans de Gustave Courbet, aunque muy lejos de la cita irónica. El momento histórico-religioso que Cusnir elige evocar es complejo: para la religión judía y cristiana, y para la islámica, la muerte de Abraham marcará un antes y un después. Sin embargo, aunque el mundo entero se convulsione para reordenarse, aunque la piedra fundamental se desmorone para convertirse en miles de piedras más chiquitas, desmoronamiento que parecen anunciar las formas blandas, casi derretidas, con que Cusnir construye la cueva, ese instante no deja de ser íntimo, privado. Si la repercusión de lo íntimo es universal, es otro cantar. Acá no importa tanto eso. Y el perro, único personaje que mira al espectador, enmarcado por dos hermanos cabizbajos, parece ser el encargado de custodiar y advertirnos sobre esa privacidad que, después de todo, es efímera. Afuera de la cueva, el desierto se avecina inmenso e inabarcable bajo la luz quemante del mediodía. Adentro, las sombras son mantos frescos que atemperan la tristeza y la incertidumbre.

También las cuatro acuarelas pertenecientes a la serie Atlantis abrevan en cierto tono meditativo, rayando en la angustia (¿la inmensidad oceánica tal vez?). Son cuatro visiones del mar bajo los efectos de luz de distintos momentos del día. Si el interés por captar los cambios de apariencia de un paisaje sujeto a la ciclotimia de la luz es de corte impresionista, Cusnir se diferencia por una cuestión de velocidad. A pesar del uso de la birome, que les da cierto carácter de boceto, sus paisajes no son apresurados. Pareciera haberles dedicado el tiempo mental suficiente para que se conviertan, más que en captura apurada del instante escurridizo, en pulidos estados de la conciencia.

Ariel Cusnir no pinta meros espacios sino escenarios de una realidad ucrónica. Instantes que no pertenecen a ningún tiempo. Si construye su versión de un hito histórico, no lo hace tanto para revivirlo o recordarlo sino para establecer el punto exacto de inflexión, aquel punto Jonbar, donde un detalle de la historia se altera para construir una realidad alternativa. En palabras de Fernando Pessoa: “Si en cierta altura hubiese girado a la izquierda en vez de a la derecha; si en cierto momento hubiese dicho que sí en vez de no, o no en vez de sí... si todo eso hubiese sido así, sería otro hoy, y tal vez el Universo entero sería insensiblemente llevado a ser otro también”. ¿Será el perro el punto Jonbar en la versión de Cusnir sobre el entierro de Abraham? No lo sabemos, como no sabemos qué ocurrirá después, post-intrusión. Lo que sí sabemos es que cualquiera sea el motivo que Cusnir elige retratar –un ají morrón cortado al medio, un adolescente, una mesa de restaurante servida sin comensal, un enorme sillón vacío, un mozo, una torre semihundida–, se transforma bajo su mirada en la postal de un sitio remoto y perdido. Cabe entonces la pregunta: ¿es posible perder lo que no se ha tenido nunca? Borges diría que sí, que “nadie pierde sino lo que no tiene y no ha tenido nunca”.


Día del Padre de Ariel Cusnir se puede visitar hasta el 28 de junio en Pasto Galería, Patio del Liceo, Loc. 43, Av. Santa Fe 2729

Esperando al sicario de la serie Um Restaurante

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