› Por Verónica Gómez
Por Verónica Gómez
Tantas veces me preguntaron por qué dibujo animales. Nunca sé bien qué responder. A nadie se le ocurriría preguntarle a un niño por qué le gusta dibujar animales. O por qué se abraza a un oso de peluche para dormirse cada noche. Pero sucede que hace años que no soy una niña y que a estas alturas la obsesión por rodearme de animalitos resulta, si no sospechosa, por lo menos algo ridícula. Debería haber superado ciertos terrores infantiles. Pero a pesar de haberlo intentado con esmero todavía no lo logro. Por suerte, psicoanálisis y otras ayudas mediante, puedo circular con mi empedernido infantilismo por el mundo adulto. Y hasta parezco normal.
Pleno montaje de la muestra. Salgo al patio del museo para despejarme. Fumo. Miro las hojas amarillas y ocres sobre el piso mitad empedrado y mitad pasto. Se ven crocantes. Piso algunas para comprobarlo. Pienso en el amor entre humanos y mascotas. Un pacto de pura conveniencia. Un amor domesticado y reglamentado que no excluye la pasión y la extrañeza. Me pregunto qué estará haciendo Mika, mi gata negra de ojos amarillos. Extraño a mi gata. Traje toda mi colección al museo y la dejé sola en un departamento vacío. Me siento un poco culpable: modifiqué su territorio sin pedirle permiso. A veces miro a ese ser peludo y enano que es mi gata, sus ojos se clavan en los míos. No sé lo que piensa. No sé casi nada de ella. Salvo las explicaciones que invento en mi teatro mental, donde ella ocupa el rol de mujer celosa, histérica y caprichosa. Una versión gatuna de Scarlett O’Hara. Sus demostraciones de cariño son excesivas hasta la hostilidad y, mientras la acaricio, sin previo aviso, termino toda arañada. Me gusta tener sus marcas en mi piel. Es la impronta salvaje de nuestra relación.
Hace unos años descubrí un libro maravilloso: Interpretar a los animales, de Temple Grandin. La escritora es autista, no soporta el contacto físico con los seres humanos, pero sí con los animales. Los entiende porque siente algunas cosas exactamente como las siente un animal. Ese don le proporciona datos insólitos: que las vacas le tienen miedo a su propia sombra por ejemplo. Además de perplejidad, ese libro me despertó una enorme empatía con la autora. Claro que yo no soy autista, aunque en más de una oportunidad me han dicho que lo parezco. Debe ser una tendencia muy fuerte que tengo a encapsularme. Cuando cursaba el jardín de infantes, salita naranja, no hablaba. No era que no pudiera hablar: no quería hablar. La maestra citó a mi mamá por ese motivo. Se le ocurrió que podría establecer un diálogo más fluido conmigo dándome a cuidar los peces–mascota de la salita durante las vacaciones de invierno. Los peces se murieron todos, sobrealimentados. Flotaban como globulitos patéticos en la superficie. Comprendí una de las paradojas más terribles de la vida: que para los peces salir a flote es morir. Mientras mi mamá le explicaba lo sucedido a la maestra, yo moría de vergüenza a unos metros. Me prometí que, ahora sí, no iba a hablar nunca más.
Guadalupe es la curadora de la muestra. Apenas se lo propuse, no dudó un segundo en embarcarse conmigo en esta aventura. Viene a buscarme. Dice que ya terminó de colgar la iguana y que quedó muy bien. Y que vaya, que quedan cosas por resolver en la muestra. Decidir dónde pegaremos los títulos. Acordonar el gabinete para que no ingrese el público. Orientar las luces. Enderezar los cuadros torcidos. Guadalupe me rescata de mis cavilaciones a tiempo para devolverme a la vida práctica. Vuelvo a la sala. Coqueta, Alonso, Mimi y Lara, Pocho, Sofía, Mika, Brita y Rea, Bombón, Mili, Perlita y Venecia, Miguelito, Romeo... allí están mis amigos.
Deseé comprarlo varias veces, pero recién hoy, en la tienda del museo, me decido y compro el libro de Emilia Gutiérrez. Veo niños ojerosos, enjutos, sonámbulos y viejos. Niños aislados, arrinconados, apegados a ambientes de colores opacos. Pienso que mis retratos de mascotas tienen colores brillantes, alegres. Tal vez para compensar. Pintar retratos me sirvió para salir de mi rincón y visitar otros rincones. Tal vez la vida entonces, compuesta de una sumatoria de rincones, podría ser lo suficientemente amplia para respirar sin miedo.
Cerca del museo hay un carrusel (no una calesita: un carrusel). Día de semana, a las 6 de la tarde, el carrusel no funciona. Tigres, caballos y elefantes reposan ensimismados. No hay niños. En cambio, dos hombres arrastran con su pala montículos de arena en torno a la fauna dormida.
Inauguración. Alguien me dice que le gusta el tamaño de los cuadros, que son chiquitos y que son abrazables. Otra vez el osito de peluche en medio de una noche poseída por fantasmas. Me han dicho que esto que hago no es Arte, que es un trabajo por encargo. Todo es un trabajo por encargo. El asunto es elegir el territorio donde habita el comitente que queremos. Puedo decir que mi trabajo eligió a sus destinatarios. Soy feliz, estos retratos llegaron a las mejores colecciones. ¿Acaso puede alcanzar una felicidad mayor un cuadro que la de ser parte amable de una constelación de objetos domésticos? Me dicen que todo esto que hice es “muy Matisse”. Y recuerdo que Matisse quería un arte que fuera como un confortable sillón donde uno pudiera descansar las fatigas, calmar el cerebro. Sonrío satisfecha. Qué buen piropo.
Retratos de mascotas de Verónica Gómez (curada por Guadalupe Chirotarrab) se puede visitar hasta el 7 de julio en el Museo de Artes Plásticas E. Sívori, Av. Infanta Isabel 555.
De martes a viernes de 12 a 20. Sábados, domingos y feriados de 10 a 20.
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