CINE > CéSAR DEBE MORIR, DE LOS HERMANOS TAVIANI
Rodada en una cárcel de alta seguridad romana, con presos de la compañía teatral del penal como actores, los hermanos Taviani presentan, ya octogenarios, una de sus apuestas más radicales: César debe morir. Entre el documental y la ficción, esta película sobre la producción de la obra teatral Julio César de Shakespeare tras las rejas encuentra una actualidad impensable respecto de la Italia contemporánea.
› Por Paula Vázquez Prieto
Entre murmullos, guiños y sordas conspiraciones, se gesta el asesinato político más importante de la Antigua Roma: el del dictador Julio César, a manos de su discípulo y amigo Bruto. Honor, envidia, lealtad y ambición se agitan como detonantes de la tragedia, como humores contradictorios que se juegan en una conjura de secretos y traiciones, tan vivos hoy como en aquel entonces. Aquella historia que cobró vida en la famosa obra de William Shakespeare y que selló como escenario de disputas el suelo romano del Imperio, encuentra una actualidad impensable en la Italia contemporánea gracias a la increíble apuesta de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani. César debe morir, última película de los octogenarios cineastas, rescata aquel pasado de las tinieblas y lo expone en las voces y los juegos de un grupo de presidiarios de una cárcel de alta seguridad que se animan a representar –casi como un escape de ese encierro ominoso– las vidas y tragedias de quienes hicieron historia.
Ganadora del Oso de Oro en el último Festival de Berlín, César debe morir marca el regreso de los Taviani a la senda de la pureza, como han señalado los acérrimos defensores de su cine. Admiradores de la crudeza y la furia de los primeros pasos del neorrealismo italiano, del arte despojado del maestro Roberto Rossellini, de las heridas de la guerra expuestas sin condescendencia ni sentimentalismo, los jóvenes Taviani abrazaron el cine como medio de reflexión sobre el mundo que los rodeaba. Militantes de izquierda, herederos de la generación post-neorrealista, se convirtieron en analistas de un pasado de traumas y frustraciones que todavía hoy pesa sobre el presente, que necesita ser exorcizado, liberado de sus mitos, enraizado nuevamente como parte de una tradición ineludible.
Conscientes de las limitaciones de un arte representativo, imaginaron en las diletantes rondas de la leyenda el camino hacia un discurso que asumiera la realidad, ya no desde una perspectiva documental sino justamente desde una ficción que exponga a las claras los mecanismos de construcción del artificio. Y quién mejor que Shakespeare como observador privilegiado de las oscuras tempestades que se agitaban detrás de las instituciones de un Estado resquebrajado, fruto de conquistas y anexiones violentas, de muertes y victorias sangrientas. Sus palabras cristalinas –y con ello no menos opulentas– son materia de ensayo y preparación en un taller de teatro que se desarrolla en la cárcel romana de Rebibbia. “Con todo el respeto que sentimos por Shakespeare, que empezó siendo un padre, se convirtió en un hermano y ahora que nos hemos hecho grandes ha pasado a ser un hijo, nos hemos apropiado de Julio César, lo hemos desmembrado y reconstruido (...). Fabio Cavalli –coguionista– nos ayudó mucho a la hora de traducir los diálogos a los diversos dialectos hablados por los presos/actores”, cuentan los Taviani.
Los actores, verdaderos presos, condenados por homicidio, tráfico de drogas o crimen organizado, con sus fantasmas y sus condenas a cuestas, encuentran en la fábula shakespeareana la huida del agobio y la rutina del cautiverio. Hombres que saben de muertes y traiciones, que las han vivido en carne propia, que las han ejercido contra otros. La elección de esos rostros imperfectos, capturados con tenaz devoción, les permite a los directores tensar esa línea que separa la verdad de su recreación, sortear las barreras que separan aquella época de nuestros días: el patio de la prisión se erige como un ágora romana, donde yace el cadáver de Julio César, mientras los presos vitorean a Bruto tras las rejas. “Los hombres con los que queríamos trabajar tienen un pasado, lejano o cercano, que debe tomarse en cuenta, un pasado caracterizado por fechorías, delitos, crímenes y relaciones cortas. Debíamos ofrecerles una historia igual de poderosa pero que fuera en dirección opuesta. Y en esta versión cinematográfica de Julio César llevamos a la gran pantalla las relaciones entre seres humanos, relaciones grandes y pequeñas, como la amistad, la traición, el poder, la libertad y la duda.”
De manera circular, la película comienza y termina en colores, con la representación de la obra –en el teatro de la cárcel– ante un auditorio expectante. En el medio, en blanco y negro, los Taviani nos muestran el casting para elegir a los personajes, el aprendizaje de los textos, los ensayos, las indicaciones del director. El Senado ha desaparecido, el telón de fondo no es Roma sino los pasillos y recovecos de Rebibbia; el realismo se pone en entredicho: lo que queda es ese acercamiento primitivo a los hombres de carne y hueso, a sus miedos, sus dudas, sus acciones. Con una puesta sobria y madura, la película se ensancha en esos espacios constreñidos, despliega sus ecos entre los barrotes para edificar una ilusión de libertad, de sueño y alegoría.
Esa sutil, extraña y fascinante violencia que subyace en la obra de los Taviani, que transita subterránea y calma por sus cauces hasta que se agita y se desboca, es la esencia de sus personajes. Animales políticos y revolucionarios, héroes solitarios como el de I sovversivi (1967), sin arraigo ni pertenencia aún dentro de grupos y entramados verticales, militantes movidos por búsquedas personales, utópicas, como la de San Michele aveva un gallo (1972), basada en la novela de León Tolstoi, Lo divino y lo humano. Una esencia que reaparece en sus títulos más famosos, como Padre Padrone (1977) –ganadora de la Palma de Oro en Cannes– o La no-tte di San Lorenzo (1982), donde habían revisitado sentimientos privados, de desdicha interior, de pérdidas, de miserias, de dolores infinitos.
Esos ajustes de cuentas con una memoria interior, primitiva, que se revela en relatos íntimos y recrudece en narraciones históricas, los llevó hoy a transitar los hechos que marcaron el final de una época clave para la humanidad con una soltura envidiable. La historia de César y sus verdugos, hablada en dialectos de Sicilia o Nápoles, la máscara desencajada de Bruto, villano trágico y suicida, las pasiones y las dudas de esos hombres, sus miedos y sus desazones, hablan de un presente cotidiano, de los días en la cárcel, de las muertes silenciosas que acontecen bajo la apariencia del orden y la legalidad. La verdad, como en los años de las guerras y los imperios, oculta en el fragor de derrotas y victorias, emerge desnuda en los ojos de esos actores de improviso que encuentran en el arte el único sentido de sus días.
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