› Por Sergio Marchi
La muerte de María Gabriela Epumer, de la que se cumplen diez años, fue una falla en el sistema: si había alguien que por su modo de vida no podía morir, era ella. Buscaba la luz, el día, la claridad y la serenidad; era lo anti dark. No prolongaba las noches, no frecuentaba toxicidades y sin embargo tampoco era una santa. Sus costumbres eran muy sanas, de acuerdo, pero formaban parte de su credo personal y nunca criticaba a nadie por no seguirlas. Podía divertirse como cualquiera, y sus comentarios maliciosos eran la delicia de sus compañeros. Por eso, Charly García, que siempre la adoró y sintió muchísimo su muerte, la apodó Dead Mosquit. Ella a su vez lo bautizó El Niño, por los continuos desplantes de García, pero también por la corriente del mismo nombre que desataba huracanes, tempestades y arrasaba ciudades. Era apropiado.
Las chicas de su tipo no suelen abundar en el rock. María Gabriela prefería brillar tenuemente a concitar las luces de los reflectores; buscaba perfeccionarse a través del estudio y era capaz de ser una de las pocas mujeres en un seminario de Robert Fripp y hacerse respetar por todos los hombres. Era una chica fácil, en el buen sentido: estar con ella era agradable por la virtud de su silencio, pero no por callarse las cosas. En Gabriela residía una cualidad zen de observación quieta y detenida... hasta que hacía una acotación de esas bien pícaras y todos estallaban en carcajadas. Era un personaje querible y admirable. El rock sintió su pérdida enormemente.
Es irónico que durante nueve agitados años de su carrera, María Gabriela Epumer haya estado al lado de Charly García, un ser que ponía su vida en peligro de modo permanente, y que haya sido ella, una mujer cuidadosa, prudente y medida, quien haya perdido la vida en circunstancias que continúan sin estar del todo claras. Durante ese tiempo, María Gabriela fue la única integrante de su banda que no zarpó hacia puertos más tranquilos, lo que deja constancia no sólo del inmenso cariño que le profesaba al país, sino también de sus quilates musicales, de su resistencia, y otra de sus virtudes: la calma en el medio de la tormenta. Para Charly, era un factor de estabilidad en los tiempos en que todo se construía y se destruía tan rápidamente en torno de sí. “Fue también cierta distancia que hubo entre nosotros lo que nos permitió permanecer tanto tiempo juntos”, reflexionó García.
Imágenes retro la sitúan como una bella adolescente que junto a Andrea Alvarez creó una de las primeras bandas femeninas, Rouge, en el despuntar de los ’80. También fue de las primeras en ser guitarrista líder en la banda de María Rosa Yorio. Su momento artístico más exitoso en lo comercial fue Viuda e Hijas de Roque Enroll; un grupo que causaba en los rockeros recalcitrantes el mismo escozor que hoy provoca Tan Biónica. Eran un fenómeno nuevo que pegaba en los adolescentes y sobre todo en las chicas, que se identificaban con las letras de doble sentido, las melodías pegadizas y esos disfraces galácticos que dificultaban los movimientos. Maleta de Loca, efímero grupo con su amiga Claudia Sinesi, explotó junto con la Argentina en los delirantes días hiperinflacionarios.
María Gabriela tocó con Fito Páez, con Luis Alberto Spinetta y siempre fue la compinche de cualquier músico que necesitara una buena guitarra y una dulce voz para un disco o un show. Utilizó su ascendencia mapuche como inspiración artística mucho antes de que se comenzara a hablar de los pueblos originarios y fue amasando con constancia y sin aspavientos una carrera solista que mostraba progresos disco a disco. Señorita Corazón fue el debut en 1997 con su banda A1, nombre que Charly García le cedió; le siguió Perfume en el 2000, y un año más tarde apareció un E.P. titulado Pocket Pop, que tenía la particularidad de venir en una cajita.
Es un proyecto que pinta a María Gabriela de cuerpo entero. Cuando se le ocurrió la idea de hacer un disco más chico, en tamaño y en duración, y decidió que lo adecuado sería presentarlo en una caja redonda de pomada para zapatos, ella misma tomó el teléfono y pidió la cotización de diferentes cajas a las fábricas hasta que encontró un presupuesto que coincidió con las escasas posibilidades de su bolsillo; entonces mandó a hacer el disco. Cuando me lo contó, no pude menos que sorprenderme (una vez más) por el empeño que ponía en concretar las cosas que se le ocurrían y le pregunté:
–¿No me dejás que sea tu esclavo?
–Ah, no, querido: el casting ya lo hicimos la semana pasada –contestó.
Esa caja comenzó a oxidarse luego de que María Gabriela murió. Como era redonda, no podía ubicarse en ningún lado junto con los otros CD y era una imagen que me entristecía. Pero no podía tirar a la basura este regalo que ella me había hecho ni mucho menos pensar en venderlo. En un momento, el óxido comenzó a perturbarme. Y fue en entonces que tomé contacto con una fanática uruguaya, Andrea Abad, que me dijo que estaba pensando en pagar una suma exorbitante por Pocket Pop. Decidí regalárselo porque el mejor homenaje que se le puede rendir a un músico que murió es hacer circular su creación. Estoy seguro de que María Gabriela habría estado de acuerdo.
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