Domingo, 18 de agosto de 2013 | Hoy
ENTREVISTA> LA VIDA EN LA RDA SEGúN RAYK WIELAND
Rayk Wieland nació en un país que ya no existe y escribió una novela que habla de un país que, más allá de la ficción de la historia, realmente existió: la RDA y su grisácea versión del comunismo son objeto de una sátira humorística en Sugiero que nos besemos (Beatriz Viterbo), donde se recuerda sin ira y sin rencores aquel mundo detrás del Muro de Berlín, en sintonía con la versión de Goodbye Lenin, pero sin recaídas sentimentales.
Por Ariel Magnus
La historia es casi demasiado buena para ser verídica: a comienzos de 2009, el señor W. recibe una invitación para participar de un simposio sobre poetas censurados en la República Democrática Alemana. W. nació efectivamente en aquel país ya desaparecido, pero hasta donde él recuerda nunca fue poeta. Cuando intenta aclarar el malentendido con la señorita de la “Asociación de Desconocidos Poetas Clandestinos de Alemania” descubre que para la Stasi sí lo era, y uno muy peligroso. Había quedado en la mira de la policía secreta por culpa de unas cartas con improvisados poemas que le mandaba a una noviecita de la Alemania Occidental, y de un amigo que había intentado fugarse del país (hacia el lado de China). Frente al dossier con los informes de las operaciones encubiertas para espiarlo, donde se topa con sus poemas de amor (y con las delirantes interpretaciones de los exégetas de la Stasi), el señor W. empieza a recordar sus años detrás del muro, y todo lo que a todas luces no era lo que pensaba.
De este absurdo se sirve como marco Rayk Wieland (1965), conocido sobre todo por sus notas humorísticas en la revista Titanic, la Barcelona alemana, para plasmar la mejor novela que se haya escrito sobre la RDA, o en todo caso la más divertida. Como Goodbye Lenin, la película que dio con el tono justo para hablar de aquella tragicomedia comunista, Sugiero que nos besemos abreva en el humor y en la empatía para reconstruir un país y una época a través sobre todo de sus habitantes más curiosos: los malos. Lo hace sin rencores, hasta con cierta nostalgia, demostrando que la realidad cotidiana del otro lado del muro no era tan distinta, sólo más gris y aburrida, entre estática y anacrónica. Ni el muro ni la Stasi logran arruinarle a W. la juventud, ni siquiera tras la revelación de haber vivido dentro de un Truman Show para pocos espectadores. La doble historia de amor (primero con aquella noviecita capitalista y ahora con la organizadora del evento poético) aporta el suspense necesario, y el epílogo confirmando que los poemas y las interpretaciones de la Stasi son reales (y que W. entonces no puede estar muy lejos de ser el propio Wieland) terminan de conferirle a la historia ese status de autenticidad difusa, elusiva, que tiene hoy el lejano país en el que dícese que érase una vez ocurrió. “¿Te cree la gente que es una historia basada en hechos reales?”, es la primera pregunta obligada para el autor. “Por un lado, me lo creen al pie de la letra –contesta Wieland por mail–. Por el otro, me toman a mal el final de la historia. Hay gente que realmente se enojó conmigo por eso. En las entrevistas me preguntan cómo le va hoy a Liane, la personaje, y si aún tenemos contacto. Yo no pertenezco a esa clase de autores que llaman a sus personajes para juntarse a tomar un café. Aunque en el caso de Liane lo haría con mucho gusto.”
De eso trata un poco No hay fuego que no queme, que acaba de salir en Alemania, pero como acá no llegó aún, la siguiente pregunta es por el éxito del libro, que no debe haber sido ajeno a que escribiera aquella especie de continuación. “Se habrán vendido unos 30 mil ejemplares, lo que medido con los best-sellers no es casi nada. Pero la atención de los medios fue grande, porque de pronto alguien se burlaba del socialismo y de los moralistas de la caída del Muro. Creo que a mucha gente esto le resultó un golpe de aire fresco, en el contexto de la eterna y cada vez más intensa demonización de la RDA.”
Como en La vida de los otros, que recibió un Oscar.
–Ahí se describe la vida de un agente de la policía secreta que tiene problemas existenciales y que leyendo a Brecht a escondidas se termina convirtiendo en una buena persona. A mí me parece puro kitsch y por eso escribí en el diario un artículo hablando del tipo que me espió a mí, que era un cafishio, un estafador y un mafioso. El hacía negocios con la Stasi y la Stasi hacía negocios con él. Para mí eso no sólo es más realista sino también más entretenido.
En septiembre de 2010, Rayk Wieland fue invitado por el programa “Rayuela” del Instituto Goethe a pasar un tiempo en la Argentina, más específicamente en Puerto Madryn. Al final de su estadía, que documentó con textos y fotos en un blog, llegó a la conclusión de que nuestro país le recordaba mucho al de su libro. “Tal vez porque el tiempo se estiró demasiado y no pasaba nada –escribió–. Tal vez porque aquí el tiempo parece haberse detenido. Igual que la RDA, este país emana una impresión en sordina. Las ciudades son grises y tienen las fachadas de antaño. Hay banderas por todos lados, plazas circulares, monumentos confusamente geométricos y puntiagudos. Las calles están en pésimo estado. La comida es incomible. La existencia de verduras es incierta. Hay carne sólo en porciones obscenas, la pizza es fondue y la fondue, queso crema. Nadie sabe por qué el color del café es amarronado. El deporte es muy importante. Las pausas del mediodía son largas.”
Las similitudes no se terminan ahí sino que abarcan hasta los billetes, “hechos con papel tan barato que ningún falsificador osaría imitarlos. Se parecen a las monedas de aluminio de la RDA que daban la sensación de ser de juguete”. Otra coincidencia se da en los movimientos migratorios: “De la RDA se emigraba, en la Argentina se migra de un lado a otro. Los dos países tenían una isla que no podían conquistar: los argentinos las Malvinas; la RDA, Berlín Occidental”. Profundizando en su corrosivo análisis, Wieland se pone filosófico y recuerda el concepto de “anomia” de Emile Durkheim, “que consiste en no tomarse demasiado en serio las propias leyes, el vivir en una normativa permeable. En la RDA todo el mundo hacía lo que se le antojaba, el Estado y la policía sólo se dedicaban a molestar; parece que en la Argentina pasa lo mismo. Los semáforos están para pasarlos en rojo y la vida es una sucesión de delitos de caballeros”.
En la que acaso sea la escena más memorable del libro, el protagonista vive la caída del Muro desde adentro de un bar, ubicado a pocos metros del que se supone que fue el primer paso abierto hacia Occidente. El hombre se niega hasta último momento a dejar su cigarro y su trago para huir hacia la libertad; y cuando al fin lo hace, vuelve enseguida.
¿Te pasó lo mismo?
–Hice un viaje por el país y enseguida me harté. Eso volvió a cambiar más tarde.
¿Cómo definirías a la RDA?
–Al contrario de, por ejemplo, la Argentina, que existe como un hecho histórico y natural, la RDA era un invento frágil que todos los días debía justificarse y demostrarse. Sufría de complejos y ansias de notoriedad, como los olfas en la escuela. Toda esa ambición idiota con los deportes, siempre queriendo ser los primeros en el medallero, siempre en la punta... eso tenía para mí rasgos tragicómicos. Era algo penoso.
Goodbye Lenin hizo explotar la nostalgia por el Este. ¿Tu libro está escrito con el mismo espíritu?
–La nostalgia por el Este es sentimentalismo que se compadece de sí mismo y yo reniego de eso, lo rechazo. Pero es como con los viejos hits, uno puede querer sustraerse del todo y los termina tarareando. Mi libro igual está completamente libre de eso, no tiene la menor huella de nostalgia.
¿No extrañás la RDA?
–Pasé mi vida ahí, atrapado detrás de un muro, con la promesa de un comunismo que nunca llegaba, esperando eternamente que pasara algo. Pero nunca pasaba nada. Me hice existencialista. Esa es gente que se ocupa básicamente de mirar la vida con tristeza.
Así de aburrido y gris se describe al país en el libro. Lo dictatorial, a pesar de la omnipresencia de la Stasi, queda relegado. ¿No te lo echaron en cara?
–No, nunca. Una vez alguien se quejó después de una lectura pública. En la novela hay una “Alabanza del Muro” y un oyente dijo que le parecía grosera. Le di la razón, pero siguió ofendido. En la ex RDA todos se ríen de esta “Alabanza”, en el Oeste les choca. Así de paradójica es la situación. Los verdaderos habitantes de la RDA viven en Hanóver (o sea, en Alemania occidental).
¿Cómo era el humor del Oeste? ¿Había diferencias con el del Este?
–El humor del Este era siempre comunicación oculta acerca de las escaseces económicas, no sé, sobre faltante de bananas y techos que filtraban. Y había infinitos chistes sobre Ulbricht y Honecker. Hace poco hojeé una recopilación y no me reí ni una vez. Me acuerdo de uno que decía así: “Una abuelita le pregunta en Berlín del Este a un policía: ‘Discúlpeme, ¿dónde está Centro Comercial Principio?’. Sorprendido, el policía le dice que no hay ninguno. A lo que ella: ‘Pero tiene que haber. Nuestro jefe de Estado, Erich Honecker, ha dicho que en Principio se puede comprar de todo’”. En Occidente no se necesitaba este tipo de chistes, ahí preferían las inhibiciones eróticas y el sinsentido. También se cultivaba mucho el arte de la injuria, que en el Oeste estaba atrofiado.
¿Pensás que el tono humorístico es mejor que el serio para hablar de la RDA?
–No sé si la RDA como tema realmente da para la tragedia. Cuando se tienen reuniones partidarias con discursos de seis horas, o esos infinitos desfiles militares, o esas competencias de nado de espalda acompañadas con música de Richard Wagner, enseguida todo se vuelve tonto y cómico. Por eso temo que los textos sobre la RDA que se hacen llamar serios son involuntariamente más cómicos que los humorísticos.
Una última pregunta, entre nos. ¿Es cierta la historia de la novela?
–Completamente cierta. Sólo hay que sacar la trama, varios detalles, los personajes, las cartas que yo escribí y los poemas de amor. Pero, si no, nada más. La RDA realmente existió.
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