Dom 31.08.2003
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CASOS

Yo, Heidi

Fue la madama top de Beverly Hills. Su cartera de clientes
–con Jack Nicholson y Charlie Sheen a la cabeza– incluía a las celebridades más poderosas de Hollywood. Llegó a tener 70 chicas a su cargo y a ganar 100 mil dólares en un día. En 1997, después de perseguirla en vano bajo el cargo de proxenetismo, la Justicia californiana terminó condenándola a
tres años de cárcel por evasión impositiva y lavado de dinero. Hoy, mientras asesora a Nicole Kidman, que hará de ella en su inminente biografía
cinematográfica, Heidi Fleiss es la cara del primer burdel que cotiza en Bolsa y publica Pandering, una autobiografía desafiante que prueba que no ha olvidado sus raíces.

POR HEIDI FLEISS
Hace diez años fui detenida en mi casa de Beverly Hills por proxenetismo, eso que el diccionario define como “oficiar de intermediario en una intriga sexual”. En otras palabras, yo era una madama. Un tribunal me declaró culpable de tres cargos de proxenetismo. Aunque el fallo fue rechazado, el gobierno no se rindió y terminó convirtiéndome en la Al Capone de la prostitución. Pasé tres años en una cárcel federal de Dublin (California) por los delitos de conspiración, evasión impositiva y lavado de dinero. Pero lo que me metió en problemas fue el asunto sexual.
Como madama de Hollywood, tuve entre veinte y setenta chicas trabajando para mí. Una vez hice 97 mil dólares en concepto de comisiones en un solo día. Percibía el 40 por ciento de lo que ganaban las chicas –cualquiera fuera su tarifa– y de toda propina que superara los mil dólares. (Comparen esas sumas con la cárcel, donde por lavar ollas y sacar la basura ganaba diez centavos por hora.)
Cuando estaba en el mercado del sexo, regenteaba un negocio donde el 85 por ciento del dinero se cobraba en efectivo. Trataba con la gente más rica de la Tierra: tipos que gobiernan países, los hombres de negocio más importantes de Estados Unidos. La mayoría prefería pagar en efectivo. El actor Charlie Sheen era uno de los pocos que pagaba con cheques, pero ahora que lo pienso me doy cuenta de que era un gesto de clase. Pagaba sus cuentas, las chicas lo querían y estaba bien equipado.
Si me involucré en la prostitución no fue por necesidad de dinero. Tuve el tipo de infancia con el que sueña todo el mundo: cinco hermanos, viajes de campamento, guerra de almohadas y torneos maratónicos de Monopoly. No éramos como la generación de Britney Spears, esas chicas de ahora que a los 9 años ya parecen listas para el sexo. Yo no era mucho mayor cuando me conseguí un pequeña red de bebés para cuidar, y muy pronto todos los padres del barrio me pedían que me ocupara de sus hijos. Ya entonces evidenciaba un sentido innato para los negocios. Empecé a delegar trabajo en mis amigos para satisfacer la creciente demanda. Mi madre me festejaba amorosamente y todas las noches, durante la cena, mi padre, que era pediatra, me preguntaba: “¿Qué aprendiste hoy de nuevo?”.
A los 19 empecé a salir con un multimillonario de 57 años. Fue una buena relación, pero cuando terminó me di cuenta de que él había ganado todas las discusiones que solíamos tener porque yo no tenía ninguna formación, nada en qué apoyarme. Así que me licencié en bienes raíces. Pero no pasó mucho tiempo hasta que me encontré metida en un mundo completamente distinto. Empecé a ir a Helena’s, un popular club nocturno de Los Angeles que regenteaba la ex ama de llaves de Jack Nicholson; ahí conocí a un pasador de apuestas que más tarde me presentó a Madam Alex, una “mujer de negocios” cuyas empleadas eran conocidas por su buen aspecto y su popularidad. (Yo no sabía entonces que había llegado hasta ahí en parte de pago, para saldar las deudas de juego del tipo.) Esperaba encontrarme con una reina sexy y glamorosa, al estilo de Faye Dunaway en el telefilm La madama de Beverly Hills. Pero Madam Alex era una filipina calva de un metro cincuenta de estatura, vestida con un camisón transparente. Hicimos buenas migas enseguida. Tuve mi primer cliente a los 22 años. Un tipo muy apuesto: de haberlo conocido en un bar, o en una cita a ciegas, me habría acostado con él gratis. Pasamos una gran noche; deducido el 40 por ciento de Madame Alex, me quedaron 3 mil dólares.
Me enorgullezco de haber aprendido el negocio en las trincheras, pero tuve una carrera de puta muy corta. No tengo el tipo de la californiana soñada y soy sexualmente perezosa. Era una profesión que no se ajustaba a mis destrezas, más afines a los negocios que a la cama. En 1989, después de romper con Madam Alex, decidí dejar la prostitución y volver a la universidad, a retomar mis estudios de curadoría artística. (Los había dejado a los 17 años, cuando recién cursaba el primer semestre.) ¿Por qué, pues, me convertí en una madama? Tenía miles de amigos divinos y miles de conexiones importantes, todo gracias a los viajes que había hecho por el mundo con mi ex novio. Un día me di cuenta de que podía regentear una empresa sexual mejor que cualquiera. Mi primer cliente fue un ejecutivo suizo que estaba en Los Angeles con seis conocidos. Arreglé que se reunieran con algunas chicas y todo el mundo quedó encantado. Se corrió la voz; la demanda no tardó en multiplicarse. Traté de seguir estudiando mientras me ocupaba del negocio, pero era complicado escabullirme de las clases para ir a concertar citas al teléfono público de la universidad.
Mis chicas volaban a encontrarse con los clientes a St. Tropez, Londres o a cualquier parte del mundo. Me bastaba hablar con un hombre para saber qué clase de chica podía interesarle. Siempre me aseguraba de no meter a una chica en alguna situación peligrosa o en la que pudiera sentirse humillada o degradada. Siempre fui consciente de hasta qué punto la prostitución puede menoscabar la autoestima de una mujer; no quería que nadie que trabajara para mí pasara por esa situación. Mis clientes estaban entre los hombres más poderosos del mundo. Siempre querían lucir impecables y vivir lo más largamente posible. Veían a sus médicos con regularidad. Jamás tuve una chica con sida, ni siquiera con ladillas. Pero yo les decía que me llamaran si llegaban a sentirse incómodas con un cliente, que yo las sacaría de ahí, no importa dónde estuvieran. Mi primer millón lo hice a los cuatro meses de entrar en el negocio.
No recomendaría la prostitución como carrera porque no tiene perspectivas a largo plazo. Aun así, una mujer debería tener derecho a hacer lo que quiera con su cuerpo. Podría tener la fantasía de convertirse en prostituta; ¿por qué no debería ponerla en acto? O podría hacerlo durante uno o dos meses en caso de no tener familia, ni dinero, ni nada. El dinero podría ayudarla a hacer algo positivo con su vida; empezar un negocio, o ir a la universidad. Recuerdo a una chica que vino a verme con moretones en el cuello. Tenía un novio abusador, y quería que yo la ayudara a zafar de la relación. Le recomendé que trabajara en un restaurante durante seis meses, pero cada tanto dejaba que trabajara para mí. La primera temporada hizo un cuarto de millón. Trabajó una segunda temporada y se retiró del negocio para hacer un master en la Universidad de Los Angeles.
Habría que legalizar la prostitución en Estados Unidos. Las leyes suelen ser redactadas por y para hombres. He estado fuera del negocio diez años, pero todavía escucho historias de hombres que golpean a las mujeres y se van sin pagar, o que les hacen un cheque y después bloquean el pago. Es escandaloso. Estamos hablando de una mujer que ha invertido toda su habilidad en prestar un servicio, y para entera satisfacción de su cliente. Pero a ese cliente no le sucederá nada, porque sabe que nadie lo acusará por negarse a dar dinero a cambio de sexo. En esos casos siempre persiguen a las mujeres, no a los hombres.
Legalizar la prostitución no implica ninguna desventaja. El gobierno se beneficiaría cobrando impuestos y una buena reglamentación limpiaría la industria de delincuentes y ayudaría a proteger a las mujeres. Ahora hay tipos pesados que maltratan a las prostitutas porque saben que se saldrán con la suya. Recuerdo a algunas mujeres que vinieron a verme después de trabajar en burdeles ilegales, verdaderas “fábricas de conchas”. Es increíble lo que sucede en esos lugares. Las chicas tienen que estar en la fábrica y acostarse todos los días con entre cinco y diez tipos por una paga que va de los 300 a los 700 dólares. Muchos de los que regentean las fábricas amenazaban a las putas y las obligaban a quedarse. Una chica me contó que un tipo le daba crack todas las mañanas para que no hiciera escándalo. La prostitución no tiene por qué ser así. Yo nunca regenteé un burdel tradicional. En 1991 le compré a Michael Douglas un rancho en Beverly Hills, pero jamás hubo en mi casa sexo a cambio de dinero, salvo una fellatio de cinco minutos y 5 mil dólares que una de mis chicas le hizo -sin mi consentimiento– a un cliente en el baño. Mi casa era un lugar confortable donde las chicas podían hablar de ropa. La puerta de calle nunca estaba cerrada. Tenía una pileta olímpica donde las chicas podían nadar, tomar sol y pelearse por ver quién daba las mejores mamadas. Todas estaban orgullosas del trabajo que hacían.
En Estados Unidos me metieron presa por vender sexo consentido. En Australia me pidieron que fuera embajadora internacional del primer burdel que cotiza en Bolsa. El Daily Planet, fundado en 1975 en Melbourne, salió al mercado en mayo pasado, a 35 centavos de dólar la acción. Uno de los hombres que regentean el lugar, Andrew Harris, me contactó después de verme en un talk show de trasnoche y me pidió que oficiara de embajadora internacional de la compañía.
En Australia, la prostitución siempre fue técnicamente legal. Y desde 1986, el estado de Victoria, donde está Melbourne, se ha vuelto aun más progresista. Las prostitutas pueden trabajar en burdeles siempre y cuando no trabajen en zonas residenciales, y a la ciudad le parece bien. Y la ley deja fuera del negocio a proxenetas y delincuentes. También impide que quien haya cometido algún delito en los últimos cinco años sea propietario o administre un burdel. Los empleadores no pueden contratar prostitutas enfermas. Y no pueden hacer trampa: tienen que asegurarse de que los tests de las putas den bien. También deben proporcionar condones, que, como todos sabemos, son bastante caros.
Inicialmente valuado en $ 5,5 millones de dólares, el Daily Planet tiene 150 chicas trabajando. Desde mayo, sus existencias prácticamente se han duplicado. La compañía proporciona dispositivos de protección (condones y diafragmas) y se asegura de que las chicas se hagan un análisis de sangre que pruebe que están sanas, y limpias de drogas, antes de poder trabajar. Las chicas, que pagan por sus seguros médicos, deben conseguirse todos los meses un certificado médico que atestigüe su buena salud. Y toda actividad sexual que tenga lugar en el interior del Daily Planet (incluso las fellatios) debe realizarse con protección.
El Daily Planet opera en un edificio de 18 habitaciones parecido a un motel. No contrata directamente a las trabajadoras ni se lleva una parte de lo que ganan: las chicas negocian sus tarifas y propinas con los clientes. La compañía gana dinero cobrando 115 dólares por hora por el uso de cada cuarto. Cada cuarto puede ser usado hasta por cuatro chicas al mismo tiempo, de modo que en una buena noche, un cuarto puede generarle al Daily Planet hasta 4 mil dólares de ganancia.
En mayo estuve en Melbourne y me encontré con sesenta de esas chicas. La menor tenía 19 años, la mayor unos 35; las mejores hacían unos 6 mil dólares por semana. Les dije que si querían conseguir buenas propinas, el punto importante en el que tenían que golpear era el ego de los hombres. Les aconsejé que no mantuvieran a sus novios y no compraran drogas. Les dije que tenían que averiguar cuánto dinero eran capaces de ganar, fijarse una meta, cumplirla y luego seguir adelante. Siempre habrá alguien más joven y más bonita para reemplazarlas.
La tasa de rotación del Daily Planet es alta. Cada semana hay un puñado de chicas que deja el lugar, pero hay cuatro veces más chicas que aspiran a entrar. El sexo es algo imparable. Y sexo por dinero habrá siempre. ¿Por qué convertirlo en una experiencia delictiva?

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