Dom 31.08.2003
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MúSICA

Arena y sangre

Prohibido durante años por su propio autor, acaba de salir la edición en cd de On the Beach, un Neil Young maldito y magistral de 1974 cuya resurrección llega justo para escoltar a Greendale, el último grito del songwriter más inasible de la música americana. La conjunción de los astros –un disco viejo con el corazón roto y el alma hecha pedazos, un disco nuevo embriagado de ecologismo y globalifobia– replantea una duda ancestral: ¿a dónde diablos va Neil Young?

POR RODRIGO FRESAN

Nadie supo, sabe, ni sabrá jamás qué es lo que exactamente ocurre dentro de la cabeza de Neil Young. Es probable que ni su dueño lo sepa, y quienes intentaron averiguarlo casi pierden la suya. Jimmy McDonough –autor de la reciente y monumental Shakey, acaso la biografía más exhaustiva y reveladora de Neil Young, cuyo título alude al tembloroso alias del músico– empezó su trabajo con la anuencia y colaboración del monstruo, pero a mitad de camino descubrió no sólo que el monstruo había cambiado de idea sino que haría todo lo posible para que el libro en cuestión jamás viera la luz. Así es Neil Young: un tipo contradictorio. De voz finita y guitarra destructora, un día es capaz de dar la vida por su banda Crazy Horse para dejarlos en la lona a la mañana siguiente. Un hippie de derechas (declaró su simpatía incondicional por Reagan sin que se le moviera un pelo), benefactor de múltiples fundaciones, autor de partituras gloriosas y caprichos que van de un álbum tecno a otro de rockabilly. Un tipo humilde y simpático, y uno de los seres más insoportables y egocéntricos que jamás pisaron el planeta.
Lo cierto es que Neil Young vetó durante años la edición en compact-disc del maldito y magistral On the Beach. Y de golpe y ahora —en grupo con los olvidables y olvidados y también inhallables American Stars’N’Bars (1977), Hawks and Doves (1980) y Re-ac-tor (1981)– decide resucitarlo para acompañar su álbum nuevo, el número veintiocho de su discografía: Greendale, un extraña fantasía ecológica-antiglobalizadora que funciona como soundtrack de una película (la edición special viene acompañada con DVD con extractos) que filmaron el mismo Neil Young y sus amigos y familiares, cámara en mano, en los alrededores de su hogar dulce y amargo hogar. Y, como cabía esperar, nada tiene que ver On the Beach con Greendale.
O tal vez sí. Después de todo, los jóvenes hippies de On the Beach ahora son los abuelos hippies de Greendale. Y el mundo según Neil Young sigue siendo un lugar extraño. Casi tan extraño como su cabeza.

VAMOS A LA PLAYA
Neil Young grabó On the Beach en 1974, al costado de los estadios que por entonces llenaban CSNY con sus californianas melodías y bajo la sospecha más que fundada de que el Hippie Dream se había despertado con jaqueca y la Era de Acuario entraba en un eclipse total. En este sentido, On the Beach es el perfecto compañero del clásico Forever Changes de Love: una obra maestra contracultural sobre el fracaso de la contracultura. Y ya desde la tapa se nos ofrece información: allí Neil Young aparece de espaldas, mirando al mar desde la orilla, mientras de la arena sobresalen las aletas muertas de un Cadillac. Y, adentro, las canciones y los versos de las canciones: “Bueno, he oído que Laurel Canyon está lleno de estrellas famosas / Pero yo las odio más que a los leprosos y las mataría dentro de sus autos”; o: “Algunos se drogan / Algunos se vuelven raros / Pero tarde o temprano / Todo se vuelve real”. Y la música y los músicos, claro: el solipsismo solitario de ese banjo que desgrana a la resignada “For the Turnstiles” contrastando con las apariciones estelares de Graham Nash, David Crosby, Levon Helm, Rick Danko y varios otros que pasaban por ahí, entraron con ganas de divertirse y salieron absolutamente deprimidos. Porque, sí, On the Beach es un disco con el corazón roto y el alma hecha pedazos, cercano al Hollywood de Nathanael West y al Sunset Boulevard de Gloria Swanson, pero con el pelo largo y los jeans agujereados.
On the Beach es el centro de lo que se conoce, dentro de la obra de Neil Young, como The Doom Trilogy. Ubicado entre los también oscuros Time Fades Away (1973) y Tonight’s the Night (1975), el álbum –tan catártico y confesional como aquel Plastic Ono Band de John Lennon– no se molesta en tomar prisioneros porque sabe que ha perdido la batalla, y que si los tiempos están cambiando, bueno, están cambiando para mal. El sonido escasi el de un disco en vivo, sin demasiado maquillaje, primeras y decisivas tomas fumadas, y se lo escucha con la sensación de que toda la banda puede venirse en banda en cualquier momento. Y se lo mira con esa rara mezcla de miedo y excitación que sentíamos cuando éramos chicos y la gente comenzaba a juntarse justo donde empieza el mar para contemplar el brazo de ese ahogado que nos saludaba desde el horizonte. ¿Se acuerdan? Yo sí.

JUGUEMOS EN EL BOSQUE
Seamos sinceros: lo último verdaderamente bueno que hizo Neil Young fue Sleeps with Angels (1994) y el soundtrack para el film Dead Man (1996) dirigido por Jim Jarmusch y protagonizado por Johnny Depp. Después, cosas sueltas, discos en vivo, reunión con CSNY, una canción un tanto patética sobre aquel 11 de septiembre y, ahora, esta –como la define el mismo Neil Young– “novela” titulada Greendale. Editada en un compact-disc de 78 minutos de duración junto a los Crazy Horse (que suenan como una versión madura de los White Stripes), entre mapas, fotos falsas y voces en off, Greendale narra la saga de un pueblito de hippies amenazados por las corporaciones de la Aldea Global. Los “personajes” tienen nombres como Sun, Captain John o The Devil, y por ahí se detectan citas a Lennon y a Dylan y alguien mata a un policía y alguien se convierte en una suerte de guerrero-ecológico y... The Kinks ya habían hecho algo parecido a principios de los ‘70 –Preservation, un triple excesivo–, pero no importa. Lo que sí importa –lo que nunca dejará de importarnos– es preguntarnos una vez más, desde lejos y a cubierto, qué es lo que ocurre dentro de la cabeza de Neil Young y cómo es posible que haya compuesto para un mismo disco algo tan empalagoso como “Be the Rain” –donde nos recomienda que “Salvemos el planeta para un nuevo día” y “Seamos como el océano cuando se funde con el cielo”– y algo tan desinteresadamente sublime como “Bandit”.
Como suele ocurrir a la hora de apresar lo inasible, la crítica se dividió entre los tres sabores clásicos: “indiscutible obra maestra”, “freak & bizarro” (alguien lo definió como “la perfecta mezcla de Tolkien con Raymond Carver”, y basta con escuchar los trece minutos de “Grandpa’s Interview”, donde Neil Young “actúa” todos los personajes, para sentir que a uno le han puesto algo raro en la gaseosa) y, last but not least, “pura mierda”. En cualquier caso, Neil Young ya ha anunciado gira con actores y mimos que representarán la obrita que algún adelantado testigo en la web ha descrito como “uno de esos actos del jardín de infantes de tu hijo que sólo protagonizan viejos”.

BANDERA ROJA E INCENDIO FORESTAL
Y lo del principio, lo más curioso: On the Beach resucita al mismo tiempo que nace Greendale. Lo interesante de semejante conjunción astral es que el segundo parece añorar, desesperadamente, todo aquello a lo que el primero renunciaba con indiferencia. El viejo es joven, el nuevo es viejo, el tiempo pasa y Neil parece preocupado por sentirse, sí, forever Young. Mientras tanto, Shakey ha vuelto a anunciar que es inminente la salida de su megaantología Archives con lados B, rarezas, descartes y tesoros ocultos. Shakey –conviene recordarlo– lo viene anunciando desde hace quince años. A la espera de ese gran día escuchamos On the Beach, donde Neil Young canta que “Es fácil acabar enterrado en el pasado / Cuando intentas hacer que una cosa buena dure demasiado”; y escuchamos Greendale, donde Neil Young canta que “Tengo una nueva canción para cantar / Es más larga que todas las otras juntas / Y no se entiende nada”.
Ustedes eligen. Yo ya elegí.

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