Durante casi tres meses, Adrián Villar Rojas y su equipo de diez colaboradores se encerraron en un galpón de Stratford para pergeñar la última visión del artista rosarino: Today We Reboot The Planet (“Hoy reseteamos el planeta”), una exhibición pensada para inaugurar la nueva sede de la Serpentine Sackler Gallery de Londres. Después de sus grandes éxitos en la Bienal de Venecia y Documenta, Villar Rojas imaginó esta vez un poema post-apocalíptico, un mundo en ruinas donde vida, muerte y putrefacción se fusionan en una extraña plegaria tan deslumbrante como perecedera.
› Por Cecilia Sosa
Desde Londres
En el centro de Hyde Park, en Londres, no muy lejos de la famosa esquina donde todos los domingos un puñado de profetas se suben a un banquito para gritar sus verdades al viento, otro profeta argentino de 33 años acaba de conquistar la escena global con su anuncio del fin del mundo. O el inicio de uno nuevo. Adrián Villar Rojas, rosarino y artista de meteórica ascendencia internacional, fue el elegido para inaugurar la nueva sede de la Serpentine Sackler Gallery. Un viejo galpón de ladrillos construido en 1805 para almacenar pólvora y armas acaba de ser restaurado y transformado en galería de arte de cielos abovedados, que se extienden en una incrustación futurista, especialmente diseñada por la híper laureada Zaha Hadid (Premio Pritzker de Arquitectura). Para la apertura del mítico espacio, a metros de la Serpentine original, Villar Rojas imaginó un mundo en ruinas donde vida, muerte y putrefacción se fusionan en una extraña plegaria tan orgánica como post-apocalíptica: Today we reboot the planet, algo así como “Hoy reseteamos el planeta”.
Pocos han tenido carreras tan vertiginosas como Villar Rojas. Sobre todo teniendo en cuenta que sus aleladas esculturas y megainstalaciones están hechas de materiales básicos –arcilla, barro, cemento–, que suelen durar sólo el tiempo de exhibición y deben ser destruidas ante la imposibilidad de transportarlas. Mientras sus improbables performances de materia y tiempo visitaron el MoMA y el Louvre, las bienales de Venecia, Estambul, México y Shanghai invitaron al rosarino a responder in situ a los paisajes diversos. Si para la Segunda Bienal del Fin del Mundo Villar Rojas encalló una colosal ballena de 28 metros de largo en pleno bosque de Tierra del Fuego –y la llamó “Mi familia muerta”–, en 2011 ingresó para siempre en la escena mundial con su serie “Ahora estaré con mi hijo, el asesino de tu herencia”: once descomunales esculturas que poblaron el pabellón argentino de la Bienal de Venecia. Para Documenta, la megaferia que se realiza cada cinco años en Kassel, Alemania (y que funciona como suerte de pasaporte artístico mundial), Villar Rojas eligió un parque abandonado y sin acceso, obligando a los visitantes a trepar un cerro para asomarse a un jardín de semillas y monumentos lunares, donde una mujer amamantaba un chanchito sobre un hueso gigante.
Pocos saben que tras aquellos misteriosos universos de desolación y pérdida se oculta un trabajo colectivo fundamental. Para la misión londinense, el 12 de julio pasado Villar Rojas y su equipo de diez elegidos montaron su estudio nómada cerca de Stratford. Durante casi tres meses, se encerraron en un galpón dispuestos a imaginar cómo se vería el mundo desde el futuro. César Martins (ingeniero del equipo), Andrés Gauna (carpintero, modelador y artesano de la madera), Mariano Marsicano (constructor, metalista y joyero), Martín Paziencia (escultor apasionado por los trenes y robots), Ariel Torti (jardinero y germinador), Matheus Frey (dibujante, fan del comic, la ciencia ficción y la manga japonesa), Javier Manoli (ingeniero de caños y esqueletos), Juan Manuel Maurcucci (historietista e ilustrador obsesivo de 24 años), Mariana Tellería (artista y asesora personal de Villar Rojas) y Virginia Negri (avezada productora entrerriana y encargada de cuidar de todos los demás) fueron parte de una extraña familia-cofradía que dio lugar a una gran ficción parcelada y a la vez compartida.
Y el día cero llegó. Julia Peyton-Jones y Hans Ulrich Obrist, directores de la galería, y Sophie Alice O’Brien, curadora y productora de la exhibición, estaban exultantes. Una marea de invitados internacionales, coleccionistas y curiosos acreditados se agolpaba en la entrada de la nueva Serpentine para una exclusiva preview, ansiosos de ser los primeros en descubrir los secretos ocultos tras la renovada fachada neoclásica. Villar Rojas los recibió con sorpresas. Casi bloqueando la entrada, una elefanta gigante se inclina de espaldas al público enrollando una magnífica trompa bajo su cuerpo de arcilla, como en penitencia, acaso sosteniendo o burlando siglos de historia y aventuras artísticas. Sólo interrumpida por bloques de cemento y arcilla, una interminable superficie de ladrillos flotantes se extiende a lo largo de toda galería. En velado tributo al galpón original del 1800, ese material básico funciona de base, cimiento y médium de dos únicas salas-bóvedas: la primera, una suerte de vidriera-archivo-documento de esculturas a pequeña y gran escala, intervenidas por cáscaras de banana e incrustaciones orgánicas: casi una enciclopedia borgeana emergida de los escombros del mundo. La otra, una inmensa caverna vacía. O llena. De luz y ladrillos.
Mientras los invitados enumeran extasiados la profusión de saturación y ausencia que convulsiona la muestra, con su remera negra y sus lentes oscuros –decididamente grandes para su talla XS–, Villar Rojas parece una aparición etérea entre la pasarela de tacos altísimos, vestidos de coctel, nubes de encaje, canapés de salmón e incontables copas de champagne que desfilan por los jardines de la Serpentine. Más interesado en el proceso que en su desenlace (“nunca otro que la destrucción”) y con la urgencia del que prioriza el hacer (“hasta que mis amigos me digan basta”), apenas días después de la inauguración oficial, cuando las colas de visitantes ansiosos se extienden por el parque, Villar Rojas parte al Museo Haus Konstruktiv de Zurich donde lo espera un nuevo show-instalación, tan deslumbrante como perecedero.
Hasta el 10 de noviembre, sin embargo, Londres podrá admirar sus poemas efímeros donde lo orgánico y lo inorgánico, lo humano y lo no humano, ficción y documento se unen para siempre bajo una luz fría: un Cristo desfigurado junto a una baguette de pan semicarbonizada incrustada a una rueda, una joven abrazada a un burro recordando a Bresson y su film Au hassard Balthazar, manos de orangután petrificadas terminadas en raíces, un par de botas adornadas con semillas y cáscara de banana (parte de Documenta y traídas en barco desde Kassel), ramitas embalsamadas que se ensamblan con corazones de choclo y musgo, un nido de barro y algodón donde queda un huevo seco, un bebé de estómago abierto que deja brotar una lasciva sustancia negra. Todo, mientras una nube de insectos sobrevuela germinaciones de papa, cebolla y fideos incitadas por un frasco de “liga”, mierda vegetal (felizmente cerrado, pero que aun así logró despertar la atención de veedores sanitarios preocupados por las potenciales emanaciones tóxicas de la muestra). En este set fílmico de la humanidad y sus desperdicios, tiempo y materia se funden en una zapatilla abandonada ante un ejército de cyborgs, robots y peces de ojos gigantes que dialogan con restos de tablets, iPods germinados entre delicada joyería de cáscara de naranja. Piezas sueltas, engranajes del mundo. Ensambles de hueso, metal y memoria. Restos.
Para los adelantados, la muestra ya tiene sus highlights: un pedestal con las piernas mutiladas del David de Miguel Angel bajo las que juegan y se besan dos gatitos de cotillón petrificados por una súbita corriente de lava gris y un Kurt Cobain congelado y vuelto a germinar, alimentado por botellas de plástico, del que cuelga una llave oxidada (“Kurt Cobain es una influencia total. Si voy a fosilizar el planeta no puedo dejar de fosilizar lo que me hizo ser”, señaló Villar Rojas, en inglés más que aceptable, en una entrevista grabada para The Guardian).
Si en el experimento londinense resuenan los ecos de Lo que el fuego me trajo (2008), la primera muestra individual donde Villar Rojas transformó la coqueta galería Ruth Benzacar en un teatro de ángeles, bustos griegos y torsos de caballo en destrucción, aquí la gran estrella son los ladrillos. Traídos especialmente desde Midlands, el centro de la isla, despiertan gritos de admiración entre los visitantes que se agachan para acariciar el suelo rojo –algo inestable y extrañamente vivo– e importunan a los cuidadores con una pregunta, acaso naïve, acaso ontológica: “¿Qué hay debajo?”. Debajo, hay cemento, sonríen los guardianes. Debajo, también se agita otro universo paralelo: una fabrica de ladrillos que desde hace tres generaciones funciona en las afueras de la ciudad de Rosario –la Ladrillera– y que se transformó en improvisado taller a cielo abierto y meca de peregrinación del equipo del artista. Durante meses, artistas y obreros convivieron, fusionando estaciones experimentales de escultura y germinación con la cocina de ladrillos, muchos ladrillos. Esta convivencia en estudio natural inspiró los ecosistemas londinenses (o “estaciones de propagación rizomática”, dicen ellos) donde el trabajo de cada miembro del equipo parasitó el resto, y donde se atisba una comunión secreta entre mundo vegetal, trabajo, tiempo y tecnología.
El sitio de memoria abierto al futuro no sería sólo un capricho de artista en ascenso. En el libro-catálogo rojo que acompaña la muestra, casi un manifiesto de otro universo posible (que se vende en la tienda de la galería), Eyal Weizman, amante de los fósiles y del “giro material” y, de paso director del Centre for Research Architecture de Goldsmiths (Universidad de Londres), advierte que “la nueva era genealógica no será determinada por humanos” y que, mientras tanto, el arte debería desarmar las divisiones con el mundo natural para propiciar un nuevo encuentro con la tierra.
Ese umbral extraño se resuelve de algún modo en la última sala de la galería, que de tan vacía obliga a los visitantes a hablar entre susurros. Una capilla de ladrillos –que cita y rinde homenaje a la otra Ladrillera rosarina– acaso para rogar por lo que fue y lo que vendrá. Un poema melancólico de luces. O apenas una plegaria de arcilla.
Today We Reboot The Planet se puede visitar hasta el 10 de noviembre en la Serpentine Sackler Gallery de Londres. Gratis.
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