Acaba de cumplir setenta años, se casó con la mujer a la que conoció online jugando scrabble y en unos pocos días, el 22 de noviembre, subirá al escenario del teatro El Nacional para volver a tocar sus canciones en público. Mientras cuida a ultranza la salud que empezó a resentírsele, a pura somatización, durante la crisis de 2001, en esta entrevista Marilina Ross repasa una vida íntimamente ligada al mundo del espectáculo –con hitos como La nena, Piel naranja y su inolvidable interpretación de La Raulito– y a la militancia y la realidad política argentina, desde su participación en la JP de los setenta, su amistad con el padre Mugica y el peso de su figura en el regreso a la democracia. Marilina Ross según pasaron los años.
› Por Mariano Del Mazo
A los 70, Marilina Ross vive de noche rodeada de cuatro computadoras Mac. Edita videos que sube a YouTube, actualiza su blog –una exhaustiva lupa sobre 55 años de trayectoria–, trata de escribir canciones y timbea. Así, jugando al scrabble online, conoció a la mujer con la que se acaba de casar. De la misma manera, en noches elásticas de pantalla y soledad, imaginó el espectáculo que mostrará en noviembre y que decidió titular como una de sus canciones, proféticas como tantas: Solo 70. Como sus adoradas computadoras, Marilina Ross es una máquina certera: un eterno resplandor de una mente con recuerdos. Exprime su memoria prodigiosa y va y viene, en violentos saltos de décadas. Define su singular temperamento artístico, social y político, que atraviesa el entretenimiento más familiar y masivo –la sempiterna “Nena”– y también el compromiso radicalizado de su generación. Como decir: la dulzura adhesiva de un cancionero sensible y el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel. Entonces, de Luisa Vehil al padre Mugica; de la JP al matrimonio igualitario; de La Raulito al gordito de gafas; del charter de Perón al exilio... El prisma-Ross desarma colores que se acomodan sin conflictos, en su medida y armoniosamente. Como si sus modales de Jane Birkin peronista neutralizaran tanto dolor y tragedia y alcanzaran para pulverizar cualquier recuerdo funesto o cualquier claudicación.
Nadie sabe qué tiene, algo indefinible surca su rostro todavía aniñado. Es difícil explicar su carrera sin tropezar con palabras como “ángel” o carisma, en este caso eufemismos del misterio o de la magia. “Yo no sé qué es el ángel. Los españoles dicen duende. Pero no sé, la verdad es que no sé. Tal vez todo tenga que ver con cierto modo de la sencillez. Mis formas, mis canciones, si hacen alarde de algo es de la sencillez”, dice, debajo de su flequillo rotundo, café y perra durmiendo sobre sus pies. Lo concreto es que esa sencillez volverá a subir a escena con un afán completamente celebratorio el 22 de noviembre en el Teatro El Nacional. Que tiene que ver con su casamiento y con sus 70 años, pero también, yendo un poco atrás, con la recuperación de una salud que empezó a quebrarse en sintonía con la salud del país, en la crisis de 2002.
“Somatización total. Estaba viendo por televisión un programa que hablaba del Fondo Monetario Internacional y me agarró una angustia bárbara. Me empecé a sentir mal, estaba sola y ni siquiera podía tomarme la presión. Fue un infarto. Por suerte alcancé a llamar a mi hermano por teléfono. Fumaba muchísimo y lógicamente paré. Estoy desde hace bastante con un enfisema que me dificulta la acción. No puedo caminar mucho, no puedo agitarme. Si me fatigo me falta el aire.”
¿Cómo la llevás ahora?
–Como puedo. Bajé unos kilos, y eso me hizo mucho bien. Estoy haciendo pilates, que de ejercicios, es el único que me permiten. El marote se me obstruye por momentos y quedo atascada. Hace once años que no pruebo el pucho. Y bueno, le pego para adelante. En este período me costó mucho componer. Lo que pasa es que cuando tenés un infarto te dan antidepresivos para diluir la sangre. Eso hizo que se me aquietaran mis locuras. Toda mi parte creativa disminuyó. Yo soy muy perceptiva y observadora: me doy cuenta de todo. Por suerte ahora me salieron algunas canciones.
No lo cuenta con dramatismo; más bien con un tono cadencioso, que supone cierta sabiduría. Su gestualidad sigue anclada en la actriz apta para todo público, y en la cantante con reminiscencias hippies que irrumpió en la democracia desde un sitio equidistante entre el rock y la canción melódica. “Es que no hay drama, por eso no hay dramatismo. Escribí la canción ‘Solo 70’ en 1988 cuando vi a dos ancianos haciéndose arrumacos en un bar. Y lo sigo viendo como algo ajeno: no me siento de 70, me siento joven. Y si bien me gusta recordar, vivo el aquí y el ahora. El instante es lo que vale para mí. La pasé mal, pero no me asusta la muerte. A lo que le tengo miedo es a la decadencia.”
De Liniers, clase 43, hija de un mozo socialista de Alfredo Palacios y un ama de casa, María Celina Parrondo calibra su origen como proletario. Y razona que todo, finalmente, fue una cadena de circunstancias azarosas que la blindaron de un sentido de la ubicuidad: estuvo siempre donde tenía que estar, y revisar su vida es escudriñar diferentes sentidos de la cultura argentina, y también muchos de los barquinazos políticos. “Yo a los ocho años estudiaba en el Teatro Infantil Labardén, que es una escuela de formación artística municipal. Aprendí jugando. En 1960 hice mi primer trabajo profesional, en la compañía de Luisa Vehil. Ella me llevó a la televisión, y conocí a David Stivel. Todo así, un poco de casualidad. David me incorporó al elenco de Yo soy porteño, ahí cantaba tangos. Después hice La nena. Y dejé”.
La nena fue un éxito furibundo, una suerte de sitcom a la criolla cuando esa palabra no quería decir nada. El ciclo que protagonizaba junto a Osvaldo Miranda se bajó en su apogeo de audiencia: ya Marilina había decidido sumarse al grupo Gente de Teatro de David Stivel que derivó en Cosa juzgada y que era, dice ahora, “el mejor programa que se podía hacer en la televisión argentina”. A través de la resolución de casos policiales reales, Marilina junto con Emilio Alfaro, Federico Luppi, Juan Carlos Gené, Bárbara Mujica y Carlos Carella, se tocaban temáticas sociales y políticas inéditas para la dictadura de Onganía.
Era, todavía, la muchacha cándida que su cara develaba, poco afecta a la política. Caía perfecto en el difuso estereotipo de “piba de barrio”. Cosa juzgada fue una bisagra. La chica de Liniers fue arropándose de la densidad de la época. Dice que en ese sentido haber conocido a Emilio Alfaro fue clave. “Fue mi mentor. Me casé con Emilio y fue una etapa de un aprendizaje muy intenso. Él fue, por ejemplo, el creador de Gente de Teatro. Tenía una conciencia social muy elevada. Me recomendaba libros, ¡me fue haciendo! También es cierto que yo estaba atenta y totalmente permeable por una cuestión generacional.”
¿Por qué?
–Artísticamente ni hablar. Pensá que soy contemporánea a Los Beatles, Caetano Veloso, Silvio Rodríguez, Serrat, Chico Buarque, los cantautores italianos que adoro, como Luccio Battisti y Claudio Baglioni. Yo no me privé de nada... ¡hasta fui hippie! Con Emilio nos fuimos a California en 1970 en plan John y Yoko... Yo andaba con mi sombrerito de cuero, unas tiras largas. Peace & love total. Nos agarró un tremendo terremoto en Los Angeles... Vimos mucho teatro, me empecé a enganchar con cantautores como Bob Dylan...
¿Ya militabas?
–Sí.
Es curioso, porque militancia y rock no cuajaban...
–Ah, querido, yo fui de todo: hippie, rockera, teatrera y militante.
¿Llegaste a militar en Montoneros?
–No, siempre estuve en contra de la violencia. Lo mío era la JP, pero ni siquiera estaba afiliada. Yo formé un grupo de teatro que se llamó José Podestá, y el chiste fue que las iniciales eran las mismas que las de la Juventud Peronista. Desde ese grupo hacíamos espectáculos en las villas, yo cantaba... Muchos insistían para que nos encuadráramos en Montoneros, pero yo me opuse. Si te ponés a pensar, Perón nunca apostó a la lucha armada, nunca quiso sangre.
Pero en un momento dio señales de apoyo a Montoneros...
–Perón era un conductor. Tenía una izquierda y una derecha: él se mantuvo al centro, con el pueblo atrás. A veces avanzó más por izquierda, a veces más por derecha. El peronismo es así, un movimiento. No sabés lo que era estar frente a Perón: no me lo olvido más.
¿Cómo llegaste a integrar el charter de regreso?
–Yo venía haciendo Solita y Sola, que era un espectáculo que incluía números acrobáticos. En una de las funciones, al bajarme del trapecio estuve a punto de caer arriba del público. Para no caer, di una vuelta con el cuerpo, el brazo giró totalmente y me rompí el hombro. Eso fue en el ’72. Como estaba sin hacer teatro, cuando me enteré de lo del charter le dije a Juan Carlos Gené que quería ir. Gené me respondió con lógica: “¡Pero si no estás invitada!”. Insistí, dije que podía viajar en representación de la juventud, que yo no estaba afiliada pero que apoyaba sentimentalmente. Al final fui, pagándome el pasaje. No quería perderme ese momento histórico.
¿Y cómo fue?
–Fuimos a un hotel en Roma, y ahí nos recibió Perón. Estaba parado, y nosotros en fila íbamos pasando delante de él. A todos les daba la mano. Cuando llegó mi turno, al ver que tenía el brazo adentro de un yeso, dijo: “M’hija, ¿pero qué le ha pasado?”. Y ahí me abrazó. Gracias al yeso fui una privilegiada, porque a todos les daba la mano. Fue un gran viaje. Yo andaba muy pegada al padre Mugica, éramos muy amigos. También estaba mucho con Chunchuna Villafañe y el padre Vernazza... Mugica llegó a dar una misa en una capilla chiquita del Vaticano. Se reía: “¿Cómo les explico a los villeros que estuve acá?”. La vuelta fue inolvidable: cuando el avión empezó a sobrevolar la Argentina todos nos pusimos a cantar el Himno.
¿Qué te queda de ese momento histórico?
–Que no medimos bien las fuerzas. Que el enemigo está en todos lados y es mucho más fuerte de lo que creemos. Y fijate que hablo en tiempo presente...
El 11 de mayo de 1974 asesinan a Mugica y el 1º de julio muere Perón. El país se despeña hacia la cacería. Mientras se estrena La tregua, en la que hizo un rol clave, Marilina comienza a filmar La Raulito y a grabar su primer LP, con producción de Piero y arreglos de Oscar Cardozo Ocampo. El disco se titula Estados de ánimo y vende muy bien gracias a que Alberto Migré incluyó la canción “Quereme... tengo frío” en la telenovela Piel naranja, que Marilina protagonizó en 1975. Continúa habitando diversos universos: compromiso y frivolidad confluyen en su imagen pública. Ese 1974, mientras se jugaba la vida rodando La Raulito (ya estaba amenazada), la revista TV Guía le hace el enésimo reportaje a la actriz sensación:
“¿Qué ocurre con sus sentimientos? Hace unos meses se comentó que se había reconciliado con Emilio Alfaro. Ultimamente los rumores la vincularon con Joan Manuel Serrat...”
Marilina sonríe. Vuelve a parecer aquella adolescente traviesa de La nena, el ciclo que la lanzó a la popularidad.
–“Estoy sola –finaliza– y separada definitivamente. Con Serrat somos grandes amigos, es posible que grabe un tema suyo, pero... nada más. La prueba es que él retornó a España... y yo sigo en mi patria.”
Marilina Ross no para de reír. Es una mueca agridulce, pero ríe. “Fue el mejor momento de mi carrera. Mi primer disco, La Raulito, Piel naranja... Me había metido en el corazón del pueblo. No sabía qué hacer, porque había recibido una amenaza concreta. Me avisaron que en cuanto me encontraran me ejecutaban. A mí y a muchos de mis compañeros. Yo estaba en pleno rodaje de La Raulito y no me fui. El papel exigía que me cortara el pelo y que me afeara, y eso ayudó: estaba irreconocible. Me mudé y me escondí en la casa de una prima, en el campo. Igual, la última escena que rodé en la película fue terrible, y la tomé casi como una premonición de lo que podía venir.”
¿Cómo fue?
–La Raulito tenía que escaparse de Tribunales. La toma era una corrida mía entre la gente y terminaba cuando me metía en el subte. La cámara estaba del otro lado de la plaza. Todos sabíamos que la escena era riesgosa, pero había que hacerla. Cuando empecé a correr me siguió un tipo de civil con un revólver. Gritaba: “Pará o te mato, pará o te mato”. Yo seguía porque no quería arruinar la toma. Era muy ágil en ese momento. Cuando llegué al subte de Lavalle, paré: no podía respirar. El tipo me agarra el brazo y me dice: “¡Quedate quieto! Te voy a matar, hijo de puta”. Y yo le decía: “Soy Marilina Ross, estoy filmando una película”. No me creía. Justo llegaron los de la producción y me salvaron.
¿Y después?
–Lo que te decía, estar escondida hasta que aclare. Pero no aclaró. Y me tuve que ir. El exilio fue terrible. En España toqué fondo, y cuando tocás fondo aprendés muchísimo. Fue un sopapo muy grande, un dolor muy intenso. No le encontraba sentido a la vida, yo no quería vivir más. Después me pude acomodar. Filmé, hice teatro y me pude dedicar a lo que siempre fue mi gran amor: la música. Y mi historia cambió para siempre.
Fue fuerte el cambio de perfil cuando volviste del exilio.
–Es que me pasó de todo. Básicamente, volví enamorada. ¡Y enamorada de una mujer! Era 1980, y todavía estaba Videla en el poder. El ambiente era irrespirable, me podían atacar por cualquier lado, seguía el terror de siempre, y había una homofobia muy fuerte. Nos basureaban, nos trataban mal... Pero yo estaba feliz por un doble motivo: estaba en mi país y enamorada. El amor me salvó. Porque yo estaba llena de miedos. Ya tenía las canciones de Soles, un disco que me costó cuatro años de composición, que salió en el medio de la guerra de Malvinas. Para mí es mi mejor disco.
Otra vez, el azar o la ubicuidad: Soles se editó en un momento inmejorable, cuando las radios no podían pasar música en inglés y todo entraba en la insospechada categoría de “rock nacional”: de Mónica Posse a Víctor Heredia, de Los Jaivas a Rodolfo Mederos. Marilina Ross irrumpió como una Joan Báez en tren pacifista, en una reconversión generalizada de la izquierda peronista en la vaga idea de las “buenas ondas” de fin de la guerra y el comienzo de la democracia que embanderó Piero. “Empecé solita, con un guitarrista, en un pub mínimo que quedaba en Canning y Las Heras. Estábamos todos muertos de miedo, yo y los que venían a verme. De a poco se empezó a llenar... Así volví a la Argentina.”
El rock la miraba extrañado. ¿Quién es esa actriz que canta canciones de amor como escapada de una carpa de Woodstock? “Era como ahora. Yo no estoy encasillada en nada. Soy inclasificable. ¡Soy lo que soy! No soy rockera pero hago un rock que se llama ‘Basurero nuclear’, no soy tanguera pero hice y canté bastantes tangos, no soy folklorista pero hago una chacarera llamada ‘Y nunca más’ en la que hablo de la patria grande latinoamericana cuando nadie hablaba de eso. Decía: O logramos entre todos que la patria grande remonte o seremos una estrella más en la bandera del norte”.
Lejos de cualquier politización, portadora de un linaje jazzístico, en este territorio de efervescencia y confusión de fin de dictadura también hizo su entrada a escena Sandra Mihanovich. Después de grabar varias canciones de Alejandro Lerner, Mihanovich tomó una de las canciones de Soles y la volvió hit e himno gay inoxidable: “Puerto Pollensa”.
“Lo de Sandra fue clave –dice Marilina–. Y eso que a mí no me convencía del todo la canción. Decía: ‘Ay, ese estribillo... ¡qué cuadrado es!’. Lo cambiaba, le ponía otra música, lo daba vuelta. Me parecía que la música era muy obvia, muy chotita, ¿no? Al final me ganó, no pude cambiarlo y lo dejé como estaba. Pero yo no tenía ni idea de que podía pegar como pegó. Es más, no pensaba grabarla, para mí era como un regalo personal a mi amada, porque está llena de códigos, de historias que nos pasaron. Yo en ese momento estaba muy consustanciada con el cambio interior. Pensaba que la revolución tenía que pasar por tu propia cabeza. Y así fue como fui asumiendo aspectos de la sexualidad.”
¿Cómo fue ese proceso?
–Fue duro. Lo cuento en parte en “Puerto Pollensa”: hablo del miedo, del pánico, del proceso, de la necesidad de que el miedo “se fuera por la ventana”. Yo no me considero lesbiana. En todo caso soy bisexual. Yo me enamoro... ¡y después averiguo qué tiene!
De algún modo “Puerto Pollensa” fue un grano de arena que derivó tantas décadas después en la ley de matrimonio igualitario...
–Sí. Yo creo que sirvió muchísimo. Abrió un poco más la mente. Se fueron abriendo ventanas, puertitas. Yo creo que habrá influido que siempre fui una persona pública muy querida. Fijate que ahora me casé, armé un buen quilombo y todo estuvo bárbaro.
Patricia Rincci anda por ahí, en un discreto segundo plano, jugando con la perra de la pareja que responde al nombre de Pompy. Hace ocho años que están juntas, se conocieron por Internet en diferentes entreveros lúdicos y la decisión de ir a los papeles tiene que ver, precisamente, con los derechos civiles que otorga la ley. “Un día estábamos mirando tele y conversando, cuando de golpe le pregunté: ‘¿Te querés casar conmigo?’. Fue así. Ella no paraba de reírse ante mi propuesta. Hay muchas cosas prácticas que se resuelven con el casamiento. Por ejemplo, casos de enfermedad. Uno crece y piensa en esas cosas. Por ejemplo, sin casamiento, si alguna de las dos se enferma y se tiene que internar, sólo se pueden quedar al lado los familiares... Yo estoy muy contenta con la ley, y con este gobierno. Y nos casamos cuando se cumplieron tres años exactos de sancionada la ley.”
Marilina exhibe un iPod, habla con parsimonia y detalles de experta de todo lo que tiene adentro (“éste es mi estudio de grabación”), y muestra una canción nueva que le compuso a su pareja. Se nota una obstinación en registrarlo todo, en testimoniar con canciones o en forma de blog cada una de las cosas que le suceden. “Escuchá: Coser no sabe, no tiene idea qué es bordar pero sí sabe abrir la puerta para ir a jugar. Es muy timbera. Primero fuimos amigas, un día nos dimos cuenta de que éramos más que amigas, que disfrutábamos mucho estar juntas. El amor a esta edad es muy diferente al de la juventud. Es como la canción de Milanés, ‘el amor no lo reflejo como ayer’. Tiene más que ver con la ternura, con la contención, con el cuidado. La mujer es más cuidadora que el hombre. Bah, por lo menos yo no encontré hombres con tanta ternura.”
El enfisema la tiene recluida en su casa. No sale, y no extraña salir. Dice que le encontró sentido al ocio, al olor a comida, a quedarse despierta hasta el amanecer sin necesidad de hacer nada. “Yo nunca paraba en casa. Tengo alma peregrina. Mi casa siempre fue como un hotel: me bañaba, me cambiaba y dormía. Pero ya está, me volví una mujer indoors. Mejor dicho, ¡una vieja indoors! Mirá: me acaban de operar de cataratas. Puedo volver a leer. Estoy feliz. La vida me va a marcando el camino... ¿quién iba a decir que la chica de la JP se iba a quedar prendida a la computadora? Yo hasta hice un espectáculo en el que criticaba la tecnología. La cabeza cambia. Ahora cuando agarro la guitarrita y no me sale nada, me aburro en seguida. Antes insistía. O me distraía viendo tele. Pero la televisión actual tiene un nivel deplorable, es puro maltrato. Prefiero hacer otras cosas.”
¿Hacer qué?
–Escuchar el silencio, pensar en Pato. Acordarme de mis muertos queridos, como Paco Urondo. Jugar al scrabble. Y si Dios está de mi lado, escribir alguna canción.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux