Domingo, 8 de diciembre de 2013 | Hoy
Libros Entre 1975 y 1979 el tristemente célebre Khmer Rouge se alzó con el poder en Camboya en nombre de una revolución que llevaría adelante un genocidio inconcebible, que costó la vida de un cuarto de la población de ese país. Primero tomado prisionero, refugiado en Tailandia y finalmente exiliado en París, Rithy Panh se convirtió en un documentalista que se dedicó a dar testimonio de lo sucedido. En su primer libro, La eliminación (Anagrama), combina recuerdos personales y una estremecedora entrevista con el jefe de uno de los peores campos de concentración de la capital camboyana. Sobre este libro se basó La imagen faltante, película que refleja la resistencia que todavía provoca en su generación la recuperación de la memoria.
Por Mariano Kairuz
“Hoy ya no busco la verdad sino la palabra. Quiero que Duch hable y se explique; que cuente la verdad, su trayectoria; lo que fue, lo que quiso o creyó ser, puesto que al fin y al cabo vivió, vive, fue un hombre e inclusive fue un niño. Que al responder así, el hijo de comerciante incompetente y endeudado, el estudiante brillante, el profesor de matemáticas respetado por sus alumnos, el revolucionario capaz de citar a Balzac y Vigny, el dialéctico, el verdugo principal, el maestro en torturas, se encamine hacia la humanidad.” Pero Duch, el maestro en torturas, dice no sufrir pesadillas por todo lo que hizo. Y ocasionalmente, con cinismo, se ríe ante su entrevistador.
Duch es el ex jefe de seguridad de Camboya durante los años en que el país se encontró bajo la brutal dominación del Khmer Rouge, y como tal estuvo a cargo del S21, la prisión principal de Nom Pen, el lugar donde casi 13 mil personas fueron sistemáticamente torturadas –lo de sistemático es literal: tenía un sistema, un método, que hizo del Khmer Rouge una máquina de matar– para luego ser enviadas a su aniquilación a unos pocos kilómetros de allí.
El que habla, el que dice “hoy ya no busco la verdad sino la palabra”, es Rithy Panh, cineasta camboyano que sobrevivió al exterminio masivo de los años de Pol Pot, al régimen que empezó en 1975, cuando él tenía 13 años, que vio morir a casi toda su familia, que fue obligado a trabajar en los campos de concentración, que eventualmente consiguió huir a Tailandia –pasando un tiempo en un campamento de refugiados– y más tarde a París, donde finalmente se instaló, aunque sólo para volver una y otra vez a su país en busca del doloroso pasado, de la memoria de la salvaje dictadura que arrasó con todo, de una memoria que no muchos de sus compatriotas y sobrevivientes, dice, parecen querer resguardar.
Rithy Panh filmó grandes películas, como La gente del arrozal, Bophana: una tragedia camboyana, Duch: el maestro de las forjas del infierno, y la extraordinaria S21: la máquina de matar del Khmer Rouge, en la que un sobreviviente, el pintor Vann Nath, se entrevista con varios torturadores que, aunque nunca terminan de darle forma a una auténtica confesión, narran en siniestro detalle cómo obtuvieron las confesiones de sus prisioneros. Pero las palabras citadas no corresponden a ninguna de sus películas –que han sido invitadas al menos siete veces a Cannes y acá se conocen por el Bafici y el DocBsAs– sino a su libro La eliminación, coescrito junto con el novelista francés Christophe Bataille, y publicado en castellano por Anagrama.
La eliminación es, dice Panh, el método que aplicó el Khmer Rouge. Tras tomar el poder, en unos pocos meses vaciaron las ciudades, enviando a toda la gente al campo, intentaron reducir a todo el mundo a dos clases (peones y obreros) y ejecutar a toda la “clase educada”: los intelectuales, maestros y estudiantes, terratenientes. A lo largo de los cuatro años siguientes –hasta que fueron derrocados por el ejército vietnamita–, los soldados de Pol Pot asesinaron a no menos de 1.700.000 personas, es decir, un cuarto de la población. “¿Qué clase de régimen considera que la ausencia de gente es preferible a tener gente imperfecta?”, pregunta Panh.
“Me fui de Camboya cuando tenía 15, con una herida espiritual que sabía que nunca sanaría”, dice Panh. “Había sobrevivido a la terrible prueba que fue el genocidio, no entendía cómo había sido posible semejante masacre. En cuanto llegué al campo Mairut, en Tailandia, dejé de temer por mi vida, pero sentí una terrible tristeza. Sentía que toda mi vida había quedado atrás, que pertenecía a aquellos años de lucha por la supervivencia. Quería olvidar. Irme a algún otro lugar, donde no tuviera memoria ni recuerdos, donde nadie supiera todo aquello por lo que había pasado. Había visto y escuchado sufrir a mis parientes. Mi familia fue deportada de Nom Pen a Chrey, un pueblito en el medio de la nada. Una de mis hermanas fue devuelta a mis padres, física y psicológicamente exhausta tras excavar zanjas y construir canales. Pronto mi padre murió: era el hijo de un peón que había conseguido convertirse en maestro y luego en inspector de escuelas primarias. Decidió dejar de comer. Eligió morir como un acto de rebelión, un último acto de libertad. Más tarde, uno tras otro, mi madre, mis hermanas y mis sobrinos murieron de hambre o agotamiento.”
Tras llegar a París hubo un tiempo en que Panh se rehusó a hablar de todo aquello por lo que había pasado, y por encima de todo, no quería hablar en su idioma, “rechazaba todo vínculo con Camboya”. Se sentía tironeado entre la necesidad psicológica de olvidar y la imperiosa necesidad de recordarlo todo. “Cuando uno sale de un genocidio, siempre se siente culpable de haber sobrevivido. Cuando Primo Levi regresó de los campos de la muerte nazis, dijo que ‘uno siente que otros han muerto en el lugar de uno, que uno está vivo por un privilegio que no se merece, porque se ha cometido mucha injusticia contra los muertos. No está mal estar vivos, pero sentimos que sí lo está.”
Panh regresó a Camboya en 1990, tras once años de exilio, en busca de parientes que hubieran sobrevivido y para darles una sepultura apropiada a los restos de sus muertos que pudiera recuperar. “Quería por lo menos confirmar que habían muerto, de manera de poder empezar a hacer mi duelo correctamente.”
Un año después volvió para filmar a los sobrevivientes del campo de Tuol Sleng, que se había convertido en un museo del genocidio. De quince mil prisioneros que pasaron por allí, sólo quedaban siete con vida. Panh pronto se encontró con que había cierta resistencia a sus intentos de documentar el pasado trágico de su país: estaban los que no encontraban sentido a revisitar esos años de dolor y los que temían que el debate reabriera peleas políticas capaces de desatar nuevas guerras civiles. “No muchos camboyanos les cuentan a sus hijos acerca del genocidio, que hoy ocupa una esquina difusa en su memoria. Pero no podemos construir un futuro olvidando.”
El libro de Panh –que fue comparado en las reseñas de medios como Le Figaro y L’Express con las obras de Varlam Shlámov, Solzhenitsyn y por supuesto Primo Levi– hace memoria, combinando sus recuerdos personales –de su familia justo antes de la “revolución”, de cómo su padre se rehusó a huir a tiempo cuando le avisaron lo que se venía, de su vida en los campos de trabajos forzados–, con una documentada descripción de la demencia del método deshumanizador del Khmer Rouge y sus encuentros con Kaing Guek Eav, es decir, el comandante Duch, que al momento de estas entrevistas se convertía en el primer líder del Khmer Rouge en ser juzgado y condenado por un tribunal de crímenes de guerra autorizado por las Naciones Unidas. Su tono contenido, sin estridencias –en el que a veces se presienten la sensación de impotencia y la ira reprimida– le valió otra comparación, con Claude Lanzmann y su exposición del Holocausto.
La eliminación funciona como testimonio vivo, como archivo y registro histórico y como divulgación para las nuevas generaciones, y para el resto del mundo, que ignoró en su momento lo que pasaba en Camboya (la ONU no se dignó durante años a darle rango de genocidio). Por ejemplo, cuando explica quiénes componían el ejército del Khmer Rouge. “Como sucede a menudo en las revoluciones, los responsables del Khmer Rouge respondían en su mayoría a familias acomodadas: Pol Pot, Khieu Samphan, Ieng Sery vivieron varios años en París, donde estudiaron a Rousseau y Montesquieu, la Ilustración y la Revolución Francesa, y a veces a Marx, algunos textos de Stalin o de Mao. Crearon círculos de reflexión. Viajaron a Europa del Este. Conocieron a camaradas de todos los países, argelinos en particular. Algunos se afiliaron al Partido Comunista francés. Profundizaron en su causa. Luego regresaron a Camboya. En la misma época, en Nom Pen, Duch leía El capital, de Marx, y La nueva democracia, de Mao, en khmer y en francés.” Esto es lo que hace Panh, esto es lo que busca, en sus películas y en su libro: tratar de comprender.
Este año Panh presentó en festivales de todo el mundo –incluido Cannes, donde se llevó el premio principal de la sección Una Cierta Mirada– su última película, el documental L’image manquante (The Missing Picture, según su título internacional), “la imagen faltante”, que está directamente basado en La eliminación.
“Por años he estado buscando la imagen que falta: una fotografía tomada entre 1975 y 1979 por el Khmer Rouge, cuando gobernaban Camboya”, cuenta Panh en entrevistas. Eventualmente, dice, llegó a la conclusión de que la imagen que estaba buscando no existe. L’image manquante es, entonces, su intento de testimoniar este recorrido doloroso. A la vez que mantiene la primera persona de su libro de memorias, La eliminación, la película le suma una notable particularidad formal: el punto de vista es el de un chico de 13 años –que hoy rondaría los 50, como Panh–, que aparece representado, al igual que los otros protagonistas de sus recuerdos, en muñecos de arcilla. No muñecos animados, sino imágenes estáticas, como viñetas con volumen. “Es muy diferente de mis films previos –explicó–, y aunque no pensamos en hacerlo con muñecos de arcilla desde un primer momento, siempre supe que tenía que transmitir la mirada de un chico. Son figuras de arcilla porque son como nosotros: provenimos de la tierra y volveremos a la tierra, polvo al polvo, como se dice. En la cultura asiática, se dice que estas figuras no son sólo una obra de arte, también tienen alma.”
Estas figuras, explica, le permiten expresar algo más sobre los protagonistas de su film-testimonio; contrarrestar simbólicamente el proceso de deshumanización que Duch y el Khmer Rouge emprendieron sobre sus víctimas. “Necesitaba que sus rostros fueran expresivos, emocionales. Siempre trato de hacer foco en lo individual, en lo que nos hace humanos. Parte del proyecto del Khmer Rouge fue no sólo destruir a los individuos, sino destruir la noción misma de lo individual. Simplemente quiero reconstruir las historias de personas, es parte de mi lucha.”
“He afrontado esta historia –anota finalmente en su libro, y lo ha reiterado en las entrevistas por la película que basó en él– con la idea de que el hombre no es malo en el fondo. El mal no es algo nuevo; tampoco lo es el bien.” ¿Qué hay –pregunta– de la gente que se entregó a cambio de nada, que “defendió la dignidad humana”? “Aun en las situaciones más extremas y terribles, existen actos de dignidad. Y ésa para mí es la banalidad del bien.”
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