Dom 14.09.2003
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CINE

Todos juntos ahora

Originalmente fue un comic bestial, vertiginoso, que convocaba a los mejores cerebros del Londres victoriano (Allan Quatermain, el Dr. Jekyll, el Hombre Invisible y Auguste Dupin, entre otros) para enfrentar la amenaza letal de James Moriarty, archirrival clásico de Sherlock Holmes. Ahora La liga extraordinaria llega al cine, pero del glamour victoriano –sepultado por salvas y salvas de efectos especiales– ni noticias.

Por Rodrigo Fresán

Como cantan Ray Davies y The Kinks en “Victoria”: “Tiempo atrás la vida era limpia / El sexo era malo y obsceno / Y los ricos eran tan malvados / Mansiones majestuosas para los Lords / Jardines para el cricket, pueblos en las afueras / Victoria era mi reina”.
Y por las noches y en la oscuridad y en los dobles fondos de las morales más inmaculadas, el paisaje cambiaba, claro. La Edad Victoriana –que se extendió de 1837 a 1901, período en que una reina amada y longeva llevó al Imperio a uno de sus momentos más dorados– se caracterizó por no haber sufrido guerra alguna; por haber contenido el boom de las máquinas y de la clase media; por haber cultivado con dedicación y amor aquello que hoy conocemos como “flema inglesa”; por haber funcionado como una de esas épocas-bisagra en las que el presente no es otra cosa que ese lugar donde el pasado y el futuro se dan la mano; y por haberse nutrido con el fértil caldo de fantasías del que surgieron iconos de la imaginación como el explorador Allan Quatermain, Drácula, el Dr. Jekyll (y Mr. Hyde), el Hombre Invisible, Sherlock Holmes y muchos más, todos proyectándose contra las paredes y callejones de una Londres babilónica y laberíntica. En esos años que Dickens y Collins escribieron y describieron, los exploradores salían a explorar y victorianizar el mundo y –es el caso de Jack el Destripador– era muy sencillo que las personas se convirtieran en personajes. Todo esto y mucho más sucede en La liga de los caballeros extraordinarios (el comic) y no sucede tanto en La liga de los caballeros extraordinarios (la película), aquí estrenada como La liga extraordinaria.

En el nombre de Victoria
La idea es poco menos que formidable: en el cómic La liga de los caballeros extraordinarios, el servicio secreto inglés, en la piel de un antepasado de James Bond, convoca a Allan Quatermain, Henry Jekyll, Hawley Griffin (el Hombre Invisible), Auguste Dupin (el detective fundacional creado por Edgar Allan Poe), Mina Harker (la ex esposa de Jonathan Harker, aquel agente de bienes raíces que cometió el error de venderle casa en Londres al Conde Drácula) y al Capitán Nemo para luchar contra una terrible amenaza que acecha al Imperio de Victoria. Una amenaza en la que late la ominosa maldad del profesor James Moriarty –archirrival de Sherlock Holmes–, quien, contra lo que se pensaba, no murió en las casacadas de Reichembach, Suiza, aquel fatídico 4 de mayo de 1891. En resumen: un bestial y vertiginoso pastiche de época publicado originalmente en seis entregas (Planeta las editó en el 2000), cuya principal intención es homenajear y tomarse libertades (el Hyde de Moore está más cerca de Hulk que de Stevenson) sin por eso degradar a próceres instituidos desde hace tiempo por el mérito de su prosa y la grandeza de sus hazañas. Cosa que no ocurre con la película.
Aquí la sensación es que el comic –escrito por Allan Moore y dibujado por Kevin O’Neill– se bebe una pócima monstruosa y acaba transformado en una película –la verdad– un tanto amorfa. Y es curioso: en teoría no hay nada más sencillo que filmar respetuosamente un comic (después de todo, la historieta es lo más parecido que hay a un story-board); pero está claro que los estudios tienen siempre sus condiciones, su letra pequeña, su adicta necesidad de mejorar (para empeorar) lo que ya estaba bien y hacerlo entrar en moldes preestablecidos y probados. Así, en esta película dirigida por Stephen Norrington y escrita por James Dale Robinson, Allan Moore –considerado uno de los más grandes novelistas gráficos de nuestros tiempos– vuelve a sufrir lo que ya había sufrido en Desde el infierno, donde Johnny Depp perseguía a Jack el Destripador por las nieblas de Whitechapel y le cortaban de un tajo la yugular a la excelente y mórbida saga de Moore, que Eddie Campbell había ilustrado con trazo extraño. (Buena suerte, Allan, con la inminente Watchmen, obra maestra donde se cuentan los malos tiempos de un puñado de superhéroes prohibidos y desempleados.) De modo que el film de Stephen Norrington arranca mal y sigue peor. Quedó afuera el presente drogadicto de Allan Quatermain, sustituido ahora por un Sean Connery impoluto, que reclama con el mismo acento de siempre (ese que usa para decir “my shon”), sin problemas, casi por reflejo, el rol de líder. Adieu a Auguste Dupin, reemplazado por un Tom Sawyer adulto que representa al servicio secreto norteamericano y evita, así, dejar tan por las suyas a esos irresponsables británicos. Mina Harker –que en los dibujitos era jefa y estratega– aparece aquí completamente draculizada, vuela y chupa sangre sin que eso le impida –misterio– pasearse a la luz del sol. Y se agrega la figura de Dorian Gray, que aparece como un joven que no sólo no envejece sino que, además, es invulnerable a las balas, a condición de que no se mire en el espejo de su retrato, porque ahí la cosa se complica. En pocas palabras: la película, que más allá de su premisa tiene poco y nada que ver con el comic, comete el pecado de sacrificar la intriga londinense por ese inevitable nomadismo internacional que practican tanto 007 como Lara Croft (¡y que llega a asegurarnos que Leonardo Da Vinci trazó los planos de Venecia!). El único punto de coincidencia es la majestuosidad del Nautilus. Y, sí, el Nautilus de celuloide es más lindo que el de tinta y papel. Por lo demás, yo que Victoria los encierro a todos en la Torre de Londres.

Dios salve a la reina
(y a nosotros)
La liga extraordinaria podría haber sido una obra maestra, pero –como suele ocurrir con buena parte del cine “de entretenimiento” actual– al final se conforma y pretende conformarnos con el consuelo de una película divertida donde unos nobles campeones de la Justicia terminan degradados a titantes en el ring de una feria lujosa pero pobre. Una película castigada por un diluvio bíblico de efectos especiales innecesarios y decorados virtuales que convierten al espectador en una especie de joystick desamparado, que suma puntos y reza por llegar con todas sus facultades intactas al momento del game over. Entre semejante furia de pixels y cromas, los actores se desvanecen y los personajes quedan reducidos a simples propinadores de puñetazos y disparadores de balas. El síndrome es especialmente doloroso y lamentable en La liga extraordinaria, porque la película termina desdeñando la rica y posibilidosa atmósfera victoriana de Haggard & Stevenson & Stoker & Wells en nombre de explosiones más propias de la atemporalidad Fleming, ese mundo donde James Bond –como Dorian Gray– nunca envejece pero cada tanto se ve obligado a cambiar de rostro. Finalmente, la visión de La liga extraordinaria, como tantas otras películas de estos días, consigue ponernos un poco luditas, alzar nuestro puño iracundo contra tanto engranaje y láser y truco e instalar en nuestro cerebro una duda: ¿no hubiera sido mejor que el desarrollo desaforado de tanta Industrial Light & Magic se detuviera para siempre en los tiempos perfectos y equilibrados de Los cazadores del arca perdida, donde fondo y forma, trama e ilusión corrían felices y parejas? En La liga extraordinaria, tanto efectismo atenta contra la esencia venerable de la época victoriana, esos tiempos en que florecieron los plots perfectos de las novelas de donde salen estos héroes y adonde ya no parecen poder volver a entrar, a tal punto los cautivó el hechizo de la pantalla plateada.
Hubo un tiempo, sí, en que el argumento era el mejor y más grande de los efectos especiales. Hubo un tiempo en que la realeza era real.

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