Domingo, 2 de febrero de 2014 | Hoy
DESPEDIDAS. Su participación en el ciclo Filmoteca junto a Fernando Martín Peña lo convirtió en una compañía cálida y de trasnoche para muchos televidentes. El espíritu de cineclub le venía de mucho antes. Fue uno de los principales coleccionistas e impulsores del cine fantástico, bizarro y de terror, y el más entusiasta a la hora de transmitir siempre la pasión y la diversión que implica ver y enseñar a ver cine. Fabio Manes murió la semana pasada a los 49 años, y Radar lo recuerda con el testimonio de sus amigos y compañeros.
Por Mariano Kairuz
“Todos los que tenemos suerte, tenemos algunos buenos amigos con los que la pasamos bien. Pero hay unos muy pocos amigos que en momentos especiales de tu vida son más que amigos, son cómplices, gente con la que te potenciás para hacer cosas que solo no harías, con la que te arengás para hacer lo prohibido. Eso fue Fabio Manes para mí”, dice Diego Curubeto, recordando sus tiempos de estudiante de cine, largos veinticinco años atrás. Con Manes se conocieron cuando estaban por entrar al CERC –la escuela de cine del Instituto Nacional, hoy Enerc–, y enseguida ambos descubrieron una afinidad que hizo de ellos una dupla única para mediados de los ’80. Juntos filmaron los dos primeros cortos gore locales: uno lo dirigía Manes, con asistencia de dirección de Curubeto, y el otro, viceversa. Ambos eran artefactos raros, cosas que no existían en el cine argentino de su época. En Flash sangriento, el de Manes, una joven Sandra Ballesteros se desangraba a través de una menstruación monstruosa. El de Curubeto, Soghoth, contaba una ejecución ritual con canibalismo. “Eran zarpados, y una ordenanza de la escuela decía que no eran cortos sino ‘ejercicios’, y que por lo tanto no debían ser exhibidos en público. Así que nos robamos los negativos y la copia”, recuerda Curubeto. “Las películas estaban en un rollo azul de plástico que decía No pasar”, confirma Fernando Martín Peña, amigo y compañero de estudios de ambos. “A la escuela la escandalizaba ese tipo de material. Venían de pasar la adolescencia en los años más intensos de la dictadura; eran los jóvenes iracundos, los que querían romper todo.”
Manes y Curubeto pertenecían a la primera generación de estudiantes de cine de la democracia recuperada y el cine que más les interesaba –uno con sangre, un poco asqueroso si era posible– no era el que impulsaban las escuelas. Y lo que hoy es un segmento común del mercado, el de lo fantástico, lo terrorífico, pero por encima de todo lo bizarro, en aquel entonces provocaba rechazo en muchos ámbitos en los que se seguía el canon, el cine clásico que defendían el cineclub, la academia y la crítica. Pero no es que Manes y Curubeto fueran en contra de ese cine, porque lo de ellos no pasaba por contraponer a, digamos, Herschell Gordon Lewis (el auteur de animaladas sanguinolentas como 2000 Maniacs), y a Ingmar Bergman, sino por sumarlos, por ampliar. Eventualmente, cuando se acercaron al cineclub de Octavio Fabiano, Manes empezó a involucrarse más en el coleccionismo de películas en 16mm, junto con Peña, y empezó a programar sus célebres Noches bizarras y Medianoches bizarras, donde pasaba cosas tales como el documental higiénico mudo La mosca y sus peligros, u organizaba un evento llamado “La noche del aborto”, donde se rifaba un feto en formol.
Ahora que ya no está entre nosotros –una enfermedad se lo llevó, demasiado temprano, a los 49, la semana pasada– queda de esas experiencias, esa obsesión y ese apasionamiento, el recuerdo de sus compañeros generacionales y amigos y socios en la aventura; el de quienes siguieron sus incursiones en el cineclubismo, y, a partir de los últimos años, queda también el más consistente registro de su expansivo disfrute del cine: la programación y la presentación del programa televisivo Filmoteca, temas de cine, el que hizo en las medianoches de canal 7 junto a Peña a lo largo de casi siete años, y que se extendió a través de varias versiones en vivo (en el Malba, en el sindicato de operadores de cine, en la sala de la Enerc, en festivales). Las de Filmoteca, en tevé y en persona, fueron siempre presentaciones marcadas por un humor y una felicidad evidentes, que surgía del trato directo, físico, con eso mismo que estaban presentando. Un humor y una felicidad que prácticamente no existen en este género tan específico, usualmente constreñido por una seriedad con pretensiones de reflexión, y a veces hasta cierta solemnidad. Si algo hicieron las presentaciones de Filmoteca de Manes & Peña fue contagiar entusiasmo, propagar, sembrar, ¡infectar al público! con la idea de que todo el cine está vivo –también el del pasado, y no solo los clásicos canonizados– y por encima de todo, la idea de que ver películas puede, o más bien debería, ser muy divertido.
El coleccionismo es una patología que puede confundirse fácilmente con la acumulación compulsiva, pero no cuando el que colecciona comparte eso que atesora. En las entrevistas que dio a partir de la repercusión de Filmoteca, temas de cine, Manes solía hacer esa distinción, entre el coleccionista canuto, el que adquiere todas las películas que puede y se las guarda en su casa y las ve él solo (o ni siquiera), y el que las pasa para otros a través de cineclubes, escuelas, espacios abiertos al público. La afición de Manes por el coleccionismo de copias de películas en distintos formatos fílmicos, nació un poco menos específica, según contaba él mismo, y como quienes conocieron los lugares en los que vivió (Peña y Curubeto) o los compartieron, como su mujer Magalí Pallero, pueden atestiguar. Alguna vez, Manes coleccionó de todo: revistas de cine y de otros rubros, revistas de teatro de los años ’20, huesos, caracoles, marquillas de cigarrillos, estampillas, lo que fuera: entre sus piezas más exóticas, soretes fósiles (sic). Pero un día, tal vez a eso de los veinte años, calcula Magalí, se dijo a sí mismo que tenía que elegir, que no había tiempo para todo. Lo anterior no lo tiró ni lo regaló, –al parecer hay, entre las muchas cosas que se apilan en su departamento, una máquina para suministrar electroshocks–, pero lo que siguió creciendo fue su pila de películas. “Creo que mi afición por la paleontología y el coleccionismo de películas son casi la misma cosa –le contó Manes a Radar unos años atrás– y responden a una obsesión por encontrar cosas perdidas, algo que comenzó de una manera más bien lúdica pero que con el tiempo, al crecer la colección de películas y al ver que las exhibíamos y eso era bueno para la gente, pasó de ser un pasatiempo y se transformó en una responsabilidad.” Porque si se habían conocido en la escuela, fue Fabiano con el Club de Cine quien les dio una entidad a los intereses que cada uno de ellos llevaba en un principio por su lado. “Octavio nos dio la oportunidad de valorar un cine popular –decía Manes en esa misma entrevista–. Curubeto y yo estábamos más con el cine raro, y Fernando era más clásico: cuando lo conocí veía películas de Buster Keaton, Lon Chaney y no mucho más; y yo veía sobre todo cine de terror. Entre todos fuimos complementándonos.” Para algunos pocos que se atrevieron, el recuerdo de las Medianoches bizarras y en particular la mentada “Noche del aborto” es imborrable. “Fabio trajo aquella vez tres películas educativas de las que tenían las monjitas de San Pablo Films, que alquilaban films en 16mm y súper 8, películas de todo tipo, pero entre ellas documentales profilácticos para advertir a las niñas sobre los peligros del aborto –recuerda Peña–. Fabio estaba fascinado con eso.”
Después de las medianoches, a lo largo de los años noventa , Manes trabajó en televisión, con Nicolás Repetto –realizando la introducción de alguno de sus programas, así como unos muy simpáticos cortos en stop motion–, con Pettinato, con Gastón Portal, y proveyendo material de archivo a otros programas, como Siglo XX Cambalache (1993). A fines de esa década, se fue a Córdoba siguiendo un proyecto de su padre. En el tiempo que pasó allí, fundó junto a Quique González el Cineclub Arrope, que se nutría de su propio archivo fílmico, de DVD de films inéditos, y de las películas que Peña y Fabiano le despachaban en micro. “Con Fabio armamos y llevamos adelante Arrope en un momento en que en Córdoba apenas sobrevivía el legendario Cineclub La Quimera, de 1981, y en la frontera de la crisis del 2001”, cuenta González. Cineclubista desde su adolescencia, González conoció a Manes un poco por accidente, a principios del 2000 y a fines de ese año inauguraron esa experiencia que hoy, en los blogs y en Facebook convoca los comments de espectadores que recuerdan con gratitud infinita su paso por Arrope. Algunos hablan de “los años” que pasaron descubriendo películas allí, cuando lo cierto es que el cineclub sólo duró un año: en diciembre de 2001, en medio del incendio del país, los dueños del espacio en que se hacían las proyecciones anunciaron su cancelación. “Pero que alguna gente lo recuerde como algo más largo es testimonio de lo fuerte que fue para muchos aquella experiencia, que Fabio sufrió porque no funcionaba económicamente, pero que también gozó como sólo él gozaba compartiendo películas. Amaba el cine, como nosotros, pero distinto”, escribió González. “Defendía con fundamentalismo el fílmico por sobre lo digital. El ruido del proyector lo calmaba de su ansiedad incontrolable.”
Eventualmente, a medida que se sumergía más y más profundo en los abismos del coleccionismo de cine, Manes se propuso convertirse en El Rey del 9.5mm, formato raro y perimido en el que solía encontrar el tipo de peculiaridades que lo obsesionaban. Se propuso, por ejemplo, adquirir todas las copias que existieran de El hombre sin brazos, retorcida obra maestra de Tod Browning con Lon Chaney (de 1927, y que cada tanto se programa en el Malba) para ser en lo posible “el único que la tuviera”, decía un poco pero no del todo en broma. Lo llamaba “mi perversión”. También era un gran coleccionista y teórico no publicado de porno y cine erótico, recuerda Magalí, que lo acompañó en sus búsquedas y hallazgos y obsesivas clasificaciones de los materiales adquiridos y encontrados.
“De porno y snuff”, agrega, y rescata la singular incursión en el mundo del arte contemporáneo a la que Manes se animó en 2008, cuando la galería Appetite era uno de los espacios más exitosos de Buenos Aires, e invitado por ella –Magalí es DJ y curadora de arte y acompañó desde aquella época a Fabio como colaboradora, pareja, compañera de aventuras, “asistente y conejilla de Indias”, y mucho más– presentó una obra artística sin título y anónima, aunque con un texto-advertencia escrito por él que quienes lo conocían habrán sabido identificar. La muestra se llamaba, apropiadamente, Gore. “La obra era una cabina, una caja negra en cuyo interior podían verse fragmentos de filmaciones de muertes reales, como la de un hombre devorado por un león.”
En 2007, a Peña le propusieron extender su programa Filmoteca de una emisión semanal a las trasnoches diarias, y entonces lo convocó a Manes, que de este modo comenzó la que podría definirse como la etapa más pública y más reconocida de su carrera como divulgador. Ahí es donde pasaron de todo: programas de “dramas urbanos”, semanas enteras de Buster Keaton; de cine anticomunista, de monstruos, de Ray Harryhausen, de “cine de montaña” (un favorito de la dupla), de Bond, James Bond, de directores de un solo film; allí pasaron también India, la película recuperada de Isabel Sarli, con la propia Coca en el estudio, situación ante la cual Manes se reconoció perdido, “como un cholulo”, y no poco cine político argentino, alcanzando una masividad inesperada con la exhibición de Perón: Actualización política y doctrinaria para la toma del poder, de Solanas y Getino. Días atrás, el periodista Marcelo Stiletano definió con precisión y sensibilidad el espíritu festivo de las presentaciones de Filmoteca. “Sus charlas con Peña previas a cada función eran un disfrute de humor, conocimiento, delirio e información. Allí, Manes había encontrado su lugar más feliz después de una fecunda vida de investigador, editor televisivo, programador y maniático del cine de género.”
Todas las emisiones del programa contaron con respuestas de lo más entusiastas, por mail, en Facebook y en la calle, lo cual funcionaba como una recarga de energía permanente para sus responsables. “Nos da placer que gente que uno se da cuenta de que no es cinéfila, a veces quizá no demasiado cultivada –decía Manes–, agradezca que hagamos accesible el cine para todos, aun dando películas raras. Buscamos ser la contracara de ese estilo de presentación de cine donde cada frase tiene que parecer dicha por Aristóteles. Que no parezca que estamos reflexionando desde nuestra sabiduría y nuestra evolución espiritual.”
Para sus presentaciones, Manes y Peña sacaron a relucir sus costados más lúdicos e histriónicos, disfrazándose en ocasiones, despojados de todo temor al ridículo, de Dios y el Diablo para presentar, por ejemplo, La brujería a través de los tiempos, o caracterizándose en sus propias versiones del agente 007 (de frac y moño), o presentándose con gorros siberianos para una semana de cine soviético. Para muchos se convirtieron en la atracción principal del programa y algunos fans llegaron a asegurarles que a veces ponían Canal 7 para verlos a ellos, aunque luego no se quedaran a ver la película. En Facebook, que les había dado una medida de la masiva convocatoria de su programa, Manes empezó a soltarse para escribir un poco más, “alucinado –dice Peña– con la cantidad de gente que nos seguía, copado con el trato directo y distante a la vez con la gente: podía conservar su mundo personal intacto y al mismo tiempo tratar con los demás, compartir, que era algo que le gustaba mucho”. Todo este entusiasmo también lo trasladaron a la radio (La discoteca de la Filmoteca, FM La Tribu, martes a las 17), donde difundieron música no menos rara que las películas que los animaban, a veces desde un wincofón portátil (¡en serio!) que ellos mismos llevaban al estudio. Todas esas fueron acaso las maneras de escribir sobre cine de alguien que, a pesar de sus brillantes y divertidos programas de mano cineclubísticos, y de sus cada vez más entretenidas entradas en las redes sociales, consideraba que tal vez escribir no era lo suyo. Manes dejó algo no menos valioso que todas esas notas que no tipeó, y acaso mucho más, por su inmediatez y alcance: esos copetes televisivos hablando de lo que de verdad le interesaba, sin imposturas, en los que con Peña parecían dos tipos sencillamente pasándola bien y sumando fieles a un arte siempre en aparente extinción. “Dos tipos –en sus palabras– que vimos muchas películas, y no más que eso.”
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