Domingo, 2 de febrero de 2014 | Hoy
CINE II. Se estrena Agosto, la historia de una matrona terrible y destructiva que, en su caserón perdido en el Medio Oeste norteamericano, convoca a su familia en el mes más caluroso del año después de la desaparición de su marido. Clásico relato de familias disfuncionales, la adaptación de la obra de Tracy Letts ganadora del Pulitzer y el Tony –y que en Buenos Aires fue un éxito cuando, dirigida por Claudio Tolcachir, tuvo a Norma Aleandro como protagonista– recuerda a los grandes autores del naturalismo teatral norteamericano, desde Arthur Miller hasta Edward Albee, y ofrece otra actuación estupenda de la siempre infalible Meryl Streep.
Por Mercedes Halfon
Agosto viene con un montón de predicados adosados a su presentación. Que es la adaptación de una obra de teatro. Que esa obra, escrita por Tracy Letts, ganó el Pulitzer, el Tony y el New York Drama Critics’ Circle Award entre muchos otros premios. Que su director, John Wells, es además un guionista y productor estrella de televisión, cabeza de series éxito, desde la pionera ER Emergencia a la oscura y actual Shameless. Que hubo una versión argentina de la puesta teatral con Norma Aleandro que fue un suceso. Todo eso es cierto. Esa mezcla de hits televisivos, prestigio off Broadway y un conflicto que podría suceder acá en la esquina, conviven en Agosto. Tiene además un cast de esos que no entran en pantalla de tanto que brillan: Meryl Streep, Julia Roberts, Juliette Lewis, Sam Shepard, Ewan McGregor, Benedict Cumberbatch y la lista sigue.
Para los locales es inevitable el recuerdo de la versión porteña de la pieza en el 2009, dirigida por el experto en familias disfuncionales Claudio Tolcachir. El elenco de aquella oportunidad, encabezado por Norma Aleandro, Mercedes Morán y una seguidilla de actores como Lucrecia Capello, Gabo Correa y Eugenia Guerty, permiten hoy hacer el ejercicio mental de asociar el elenco de la película y la versión escénica argentina. Meryl Streep en el mismo papel que otrora hizo Aleandro nos habla de un nivel de casting, un pensamiento particular sobre quién es esta matriarca que tiene a toda la familia a merced de su delirio, en una oscura casa del condado de Osage, durante esos días tan pero tan calurosos del mes de agosto.
En el inicio de la película nos encontramos con el matrimonio añoso entre una desgarrada, brutal y a veces cómica adicta a las pastillas y un poeta alcohólico, melancólico y acongojado por esa sobrevida en el caserón familiar ahora vacío. Los muebles antiguos, los pesados cortinados que ocultan la luz, son el escenario de la mayor parte del film. Pero rápidamente este poeta venido a menos desaparece –suicidio, huida, no se sabe– y su señora esposa comienza a llamar a sus hijas, que de mayor a menor van a ir apareciendo acompañadas por sus maridos, hijos, novios ocasionales, primos, tíos o solas. Así hace su llegada la primogénita, Julia Roberts, en un papel de “carácter”, que va a tener que disputarse con su madre –nutricia, destructiva y loca, como la araña escultural que imaginó Louise Bourgeois– el poder de la familia. El caserón de tres pisos, entonces, será escenario de todas sus deudas, venganzas y tragedias. Whisky, pastillas, suicidio, incesto, marihuana, infidelidad serán incluidos en esta película sobre la familia contemporánea.
Pero todo huele muy a dramón familiar sureño –si bien no ocurre en el sur sino más bien el el Medio Oeste de EE.UU.– a teatro, con todo lo bueno y lo malo que eso puede tener. Cada uno de los personajes tiene su momento de desborde, de histrionismo a voz en cuello, todos cantan las cuarenta, todos sufren por la mirada de la familia, o por su propia incapacidad de llevar la vida a donde se suponía. En una conversación pasajera donde dejan hablar a la hija adolescente de Roberts de su vegetarianismo, ella suelta ese speech acerca de que comiendo carne lo que se come “es el miedo del animal”. El comentario a todos les causa mucha gracia, muchísima, incluso demasiada. En esta no-comedia de enredos, en este culebrón cínico, esa carcajada deforme podría ser algo más que una muestra de incomodidad. Porque, ¿qué es eso que se come cada día y cada año, mientras se crece o se envejece en un hogar destructivo, si no es miedo?
En cuanto adaptación cinematográfica de una pieza teatral, Agosto se ubica a mitad de camino de las dos vías habituales: ni es teatro filmado, ni se va por las ramas para volver cinematográfica una pieza cuyos probados valores estaban en la mixtura de unos textos y una actuación contundentes. Algunos exteriores aparecen, los suficientes para construir un agobio acaso más atmosférico que vincular. Las planicies con bolas de paja hasta donde la vista se pierde, cielos cargados y torvos vecinos, son espacios que atraviesan en viejas camionetas las mujeres de la familia cuando intentan huir. Y ese calor aplastante que se vislumbra en horizontes dorados está ahí para decir: tampoco afuera hay escapatoria.
Y, hay que decirlo, todo esto hace acordar muchísimo a Arthur Miller, a Tennessee Williams, a Edward Albee, Eugene O’Neill, a los grandes autores del naturalismo teatral norteamericano. No sólo por la historia familiar oscura que recorta la otra cara de la cultura blanca norteamericana, sino por su habitual trasbordo de obras de teatro celebradas a películas míticas, en la mayoría de los casos. En Agosto hay una clara adscripción a esa tradición. No por nada se menciona la belleza de Elizabeth Taylor, protagonista de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, Súbitamente el último verano, La gata en un tejado de zinc caliente y tantas otras de estas adaptaciones cinematográficas de piezas teatrales de esta estirpe. Tracy Letts y John Wells, en este sentido, hacen una dupla excelente: logran poner un pie en esa tradición del siglo XX y otro en el modo de construcción de relato e identificación que vienen desarrollando las series televisivas en los últimos años.
Por su parte, Meryl Streep una vez más saca a relucir esa madera actoral de la que está hecha. Porque si algo aportó Agosto al teatro –y ahora al cine– es esa mujer. Esa madre. Una que es también una actriz para sus hijas y para sí misma, cuyo histrionismo es su forma de supervivencia y que, como la famosa araña gigantesca construida por Louise Bourgeois, cuando está quieta es porque seguro va a picar. Así que qué mejor que verla a ella, deambulando por la casa en artificial penumbra, o poner un vinilo de country en el combinado, mientras recobra fuerzas para su estocada final.
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