Domingo, 23 de febrero de 2014 | Hoy
Música Cuando tenía 12 años, Carlos “El Negro” García López era telonero de Pappo’s Blues. Después fue guitarrista de La Torre y de Zas, dos de las bandas más populares de los años ’80. Hasta que lo fichó Charly García y se hicieron inseparables. Después de ocho años de vivir en México, donde empezó una carrera solista, García López volvió a radicarse definitivamente en Argentina. Con disco nuevo, Frenesí, charla con Radar de su padre músico que lo introdujo en el mundo del rock y le presentó a Aníbal Troilo y Alberto Castillo, de las conversaciones sobre cocina y música con Spinetta y de cómo es acompañar hoy al siempre impredecible García.
Por Juan Andrade
La charla no lleva ni diez minutos y apenas hubo tiempo para hacer un par de preguntas, pero Carlos Alberto García López ya trazó un arco de palabras que parece sintetizar su vida entera. Va de las cualidades culinarias de su madre Ana Domínguez al recuerdo de Luis Alberto Spinetta, pasando por varias paradas intermedias. Es una especie de solo verbal, donde las notas sostienen un torrente discursivo de negras y corcheas. Casi no hay tiempo para los silencios de blanca en el mundo del guitarrista más conocido como El Negro. Un tipo cálido, carismático, que se larga a monologar y, al mismo tiempo, permanentemente busca la complicidad de su interlocutor. Si es cierta la máxima futbolera de que “se juega como se vive”, en su caso habría que decir que su personalidad desbordante, apasionada, encuentra una correspondencia entre lo que sucede arriba y abajo del escenario. El título de su último disco, Frenesí, lo pinta de cuerpo entero.
Varios de los temas del disco, dice, los compuso en Mechita, una localidad del partido de Bragado. “Es un lugar tranquilo: tiene una sola calle de asfalto. Es un pueblo muy chico. Queda a 202 kilómetros de la ciudad. Y lo bueno es que voy allá y me quedo en una casa hermosa, llena de árboles frutales y de todo tipo. Hay mucha tranquilidad. Me llevo la guitarra y grabo en la compu”, cuenta. La descripción del bucólico paisaje campestre contrasta con la energía rockera, valvular y urbana que atraviesa Frenesí de punta a punta. “Soy muy familiero y me gusta muchísimo estar con amigos”, se autodefine. “Al final, uno termina extrañando eso. Yo siempre digo ‘el olor de la pizza’. Cada uno tiene un sitio, en su barrio, donde pasar y encontrarse con amigos. También me gusta mucho cocinar. ¿Asado? Hago de todo a la parrilla: carne de vaca, cordero, pescado, pollo. Pero también hago platos elaborados, o milanesas”, sigue, embalado. “Las salsas”, acota su hijo Sebastián, de ocho años, que parecía ensimismado con su tablet. “Sebastián es mexicano, toca la batería, grabó en Frenesí”, lo presenta su padre. Y retoma el random de temas: “Viví ocho años en México y aprendí muchas recetas de allá. Hacer una pizza, por ejemplo, es un actividad creativa: tiene que ver con cómo la vas embelleciendo, parecido a una canción. La tengo a mi mamá, Ana, que siempre cocinó: le encanta hacer comidas caseras. Y a raíz de eso viene toda esta onda. La última conversación que tuve con Luis, hablamos de cocina”.
Luis es, claro, Spinetta. “Nos encontramos en Chile, en un festival en el que también estaban León Gieco, Fito Páez y otros. En un momento nos quedamos el Zorrito Quintiero, Luis y yo. Luis era un gran cocinero, y me habló de un pulpo a la cacerola que hacía. Qué loco, pero ya después no lo vi más, lamentablemente. ‘Negro, tenés que poner la masa así’, me explicaba, porque llevaba un borde de masa alrededor de la cacerola. Algo medio místico, súper guau, como era Luis. Nos encontrábamos seguido, porque venía a los recitales de Charly. O él tocaba y yo lo iba a ver. El diálogo también podía ser sobre guitarras. ‘Uh, te trajiste esa Kramer’, me decía. Me acuerdo del show del regreso de Charly en Vélez, el día del diluvio, que vino a cantar y fue alucinante. ‘Cómo suena esa Les Paul, Negro’, me decía. Siempre me hablaba de las guitarras, y lo hacía de una manera... ¿Cómo decirlo? Bueno, mi disco se llama Frenesí. Es mi forma de vida: me gusta vivir al palo, cuando toco la viola, cuando hago el amor, cuando estoy con mi hijo. Yo soy así: intenso. Por eso ‘frenesí’, que es una pasión medio descontrolada. Y Luis, que era un divino total, un dulce, me hablaba siempre así: con ese frenesí.”
El bautismo de fuego del Negro García López en el mundo del rock fue en la casa de sus padres: Segurola y Magariños Cervantes, pleno barrio de Floresta, a seis cuadras de la cancha de All Boys, precisa. Hay que situarse en los primeros ’70 e imaginarlo a él con apenas doce años, ensayando en la casa de sus padres con Cronos, el grupo que había formado con unos compañeros del primario. Entonces suena el timbre de calle y su padre le ordena: “Andá a atender”. “El nunca me mandaba a abrir la puerta. Estaba todo empilchado con su traje, listo para irse a laburar a Boca Juniors: era delegado en la comisión del club. Y yo le contesté: ‘Papá, estoy con la guitarra colgada. ¿Qué estás diciendo? Es ilógico que me mandes a mí.’ Y sí, era híperilógico. Porque fui a ver quién era y, cuando abrí la puerta, ahí estaban Pappo, Pomo y Machi. ¡Los tres Reyes Magos! Era alucinante: Pappo con su melena larga, Machi Rufino igual, Pomo flaco y con esos pelos... Me quedé pálido, blanco, sin hablar. ‘¿Podemos pasar?’, me preguntaron.”
Además de ser empleado en el club de la ribera, su padre era conocido como Paul Da Cruz: cantaba en el mismo grupo de jazz, música tropical y foxtrot en el que tocaba Tito Alberti, el padre de Charly Alberti. “El manager de Pappo era socio del de mi papá”, explica. “Un día mi viejo me pregunta: ‘¿A quién querés conocer: a Vox Dei, a Color Humano o a Pappo?’. A mí me gustaban los tres, pero le dije: ‘Quiero conocer a Pappo’. Y me morí cuando se apareció. Violero como Pappo no hubo ni va a haber. Tenía todos los discos, los gastaba de tanto escucharlos: me sabía todos los solos.” Después de escuchar a los Cronos hacer un cover de Pappo’s Blues, el trío los invitó a acompañarlos a Uruguay. “Pappo se copó con nuestra onda y nos apadrinó. ‘Bueno, ustedes nos abren los shows’, nos dijo. Para mí, cruzar el charco era como ir a Londres. Tocamos en Piriápolis y después en Punta del Este. Justo era la época en la que presentaban Pappo’s Blues 3, con ‘Sucio y desprolijo’ y todos esos temas. Teníamos doce, trece años. Fue increíble”, resume.
“Siempre estuve emparentado con la música, por mi papá”, cuenta. De él heredó los genes musicales y, también, el look afro. “Somos negros”, dice entre risas. “Aunque García López es más gallego, de Portugal, esa onda. Me viejo era un fenómeno: él me presentó a Oscar Alemán. También tuve la suerte de conocer a Aníbal Troilo y a Alberto Castillo”, agrega. Y sigue: “Al lado de mi cama siempre había un bajo, una viola o un bombo de batería, porque mi viejo ensayaba con la orquesta en mi casa y ahí quedaban los instrumentos”. Su primer intento fue con unos bongós: soñó que era el baterista de Van Halen. Después vino la guitarra y, casi al mismo tiempo, el bajo. “Fue por mi hermano, que es bajista. No leo en clave de Fa, pero estudié y puedo leer música”, afirma. “Mi hermano laburaba como bajista en un cabaret. Yo tenía quince años, no podía entrar. Pero les gustaba cómo tocaba la viola y me llevaban igual. Yo les miraba el culo a las chicas, obviamente. Y me sentaba en una mesa, debajo del escenario. No podía subir: iba preso. Una noche no llegó el guitarrista y lo tuve que acompañar al Polaco Goyeneche, leyendo la parte que me tocaba. Por ahí cantaba y zapateaba, golpeaba el piso. Y yo, de la emoción, me perdía en la partitura.”
A esa altura, se había presentado en algunas ocasiones junto a la orquesta de su padre. “Cuando era chico, me llevaba a eventos y me hacía tocar un tema de Santana, que me encantaba, uno de los Rolling o de los Beatles. Y yo siempre hacía alguno de Pappo. A los quince o dieciséis, mi viejo ya me llevaba para hacer algún laburo con la orquesta”, evoca. “Mucha gente del ambiente se me acercó y me dio una mano cuando murió mi viejo: Nito Mestre, Baglietto, Rada. Yo tenía veinticinco años: fue muy fuerte”, confiesa. “Pappo no vino al velorio pero, a las dos semanas cayó a mi casa como a las tres y pico de la mañana, con dos minas divinas y una botella de vino. Por supuesto, yo estaba re dormido cuando fui a abrir la puerta. Destapó el vino, agarró una guitarra y me mostró un tema que estaba armando. Y en un momento, mientras las pibas hablaban entre ellas, me miró a los ojos y me dijo: ‘Lamento mucho lo de tu viejo’. Y con eso, listo: fue ciento por ciento mi padrino.”
Con veinte años, el Negro García Lopez era gerente del local de Promúsica de la calle Florida. Antes había trabajado en otra casa de música, sobre la avenida San Martín. Y la dedicación con la que acomodaba los instrumentos en la vidriera, las ganas que le ponía a la hora de venderlos, habían sido determinantes para que le ofrecieran un nuevo empleo con un cargo jerárquico. “Tenía todas las guitarras afinadas, con el set armado, listas. Las baterías también las armaba yo. Era genial: mejor que tener la heladería en tu casa. Un día vinieron Oscar Mediavilla y Patricia Sosa, estaban buscando un equipo de voces y un micrófono. Y Oscar me escuchó. ‘A ver esa viola... Tocá un poquito más’, dijo. Eso fue un jueves o un viernes. El sábado terminé de trabajar al mediodía y así, empilchado como estaba, me fui a probar a la sala de ensayo de La Torre. Y quedé”, recuerda. En aquel momento, la banda rompía ciertos moldes machistas. “Era rocanrol cantado por una mina. Una diosa, que además cantaba bárbaro. Yo aprendí mucho, porque venía de tocar con mi viejo en su rubro. En cambio, con La Torre empecé a ser profesional con el rocanrol: había que ensayar a morir, horas y horas, hasta que las cosas queden guau.”
En total fueron seis años con La Torre. Hasta que en 1986 se sumó a las huestes de Miguel Mateos ZAS. “Con Miguel la pasé muy bien. Un tipo súper profesional. Y se nota: compone, tiene muchos discos, es un laburante de la música. En la banda también estaban Cachorro López y Alejandro Mateos, su hermano, con los que nos divertíamos mucho. Fuimos a grabar Solos en América a Los Angeles: todo muy high”, describe. Salieron de gira por Uruguay, Perú y el interior del país, hasta que un día, según el mito, Charly García lo sedujo para que se mudara con las guitarras a sus dominios solistas. “Fue medio así, porque siempre me cruzaba con Charly”, confirma. “Cuando tocaba con La Torre en La Esquina del Sol, por ejemplo, se copaba y subía a tocar con nosotros. Y un día, después de tocar con Miguel Mateos en Sobremonte, en la costa, salimos del lugar y ahí estaba Charly. ‘Loco, ¿cuándo nos juntamos a tocar?’, me dijo. A mí siempre me gustó lo que hace: es un musicazo. Quedamos en encontrarnos y entonces me dijo: ‘¿Querés tocar conmigo?’. ‘Sí, ¿pero vos querés tocar conmigo?’ ‘Sí, Negro, ¡por eso te llamé!’ Y así me pegué con Charly, hasta el día de hoy.”
De hecho, la imagen del líder con el teclado y su ladero con la viola, con sus intermitencias, es una de las constantes más fuertes en los recitales del bigote bicolor de los últimos treinta y tantos años. “Soy muy amigo de Charly. Pero también lo quiero y lo respeto mucho: su arte es muy completo, usa unas armonías alucinantes. Su cabeza es increíblemente amplia. Con Pedro Aznar, un poco en broma, decimos que es el Beethoven de esta era: lo demostró con Líneas paralelas. La gente alucinó con sus arreglos de cuerdas en el Colón”, elogia. Sólida como una roca, la relación que los une debió sortear varios obstáculos y sobresaltos. Incluyendo aquel escandaloso recital en el Autocine de Villa Gesell, en el verano del ‘96, cuando un García endemoniado e ingobernable terminó en el suelo a causa de lo que se percibió desde el público como una piña bien puesta de su compañero. “No le pegué, no seas malo”, sonríe ahora el Carlos Alberto moreno. “Lo agarré fuerte... Estábamos peleando, él se cae de la silla, no me lo olvido más. Y a mí me saca Quebracho. Entonces Charly se levanta y dice: ‘Buenas noches, ésta es una banda muy heavy’. Siempre hablamos de eso y nos reímos.”
Después de vivir ocho años en México, adonde desarrolló su carrera solista y extrañó horrores “el olor de la pizza” del que hablaba al principio de la nota, el Negro volvió a hacer las valijas, esta vez para radicarse nuevamente en Argentina. Y al poco tiempo fue protagonista y testigo privilegiado de un doble regreso: el suyo a la banda de Charly y el del propio Charly a los escenarios. “Fue muy buena la vuelta, porque había visto lo mal que estaba él al principio. Gracias a Ramón Ortega tenemos a Charly como lo tenemos, porque si no estaría en una clínica. Palito le dio un hogar. Yo vi cómo fue su recuperación, fui uno de los que entré a su casa de General Rodríguez. Comíamos asados hechos por Palito y, después, había un estudio a disposición de Charly. Y eso fue lo que lo salvó. Los amigos lo acompañamos, pero la música fue la que lo trajo de vuelta”, afirma. ¿Y qué disfruta más de la etapa actual? “Después de sufrir el peor momento, verlo ahora es un placer. Ni una cosa ni la otra: ni que esté totalmente empastillado ni que toque dos temas y se vaya, como hacía antes. A mí me gusta verlo así, se puede trabajar y se puede charlar. Lo que disfruto y valoro es su integridad creativa, artística. Todo lo que pasa arriba del escenario es por él. Todo. Es un genio.”
De todos los solos y los riffs que grabó con Charly, hay uno que lo representa: su preferido. No es el de “Fanky”, tal vez el primero que viene a la memoria pensando en su aporte a discos emblemáticos como Cómo conseguir chicas. Se trata de “Curitas”, incluido en Filosofía barata y zapatos de goma. “Pára–pápam–parabára–pápam”, canturrea siguiendo el ritmo. “Estábamos con el maestro Mario Breuer, en el estudio Panda. Y pasamos ‘Curitas’, que tenía unos arreglos buenísimos. Yo voy al control, pongo el Marshall en la sala, los pedales, para que tenga power, un buen sonido en el equipo y la viola se agarre bien y tenga el feedback, el acople que quiero. ‘Vamos con «Curitas»’, me dicen. Y yo empiezo a tocar el tema. Nunca había hecho el solo. Empiezo y sigo. Termina la canción, Breuer se para y le dice a Charly: ‘Ya está’. ‘Bueno –pienso–, ahora lo vamos a grabar en serio.’ La típica. ‘No, queda éste’, me dicen. Y quedó. Lo hice hipernatural, en la primera toma y con un sonido mucho más limpio que el que suelo usar, que tiene mucha distorsión. Tenía la cabeza metida en la canción. Estaba todo acorde a lo que yo quería. Entonces las cosas fluyeron de otra forma. No siempre pasa.”
¿Ese estado tiene que ver con tu idea de “frenesí”?
–Sí, en mi disco lo logré: por eso se llama Frenesí. Es un disco de rock. El rocanrol es una forma de vida. Y yo soy rocanrol. Suena burdo, pero tengo olor a rocanrol. Vivo con frenesí: no me gusta hacer nada por la mitad. Una vez Bazterrica, después de escucharme tocar, me dijo: “¿Querés más? ¿Qué querés? ¿Dios?”. Y sí, si hay más, quiero más. No puedo vivir sin la música. Es todo lo que tengo, más allá de mi familia. Y no me interesa nada. En mi futuro, veo una guitarra siempre. Si tengo la suerte de tocar en lugares grandes lo haré. Si no tocaré en bares o donde la gente me quiera venir a escuchar. Pero estoy seguro de que voy a terminar mi vida tocando. Y siempre con mi cabeza loca, con ese frenesí. Me gusta ese éxtasis, ese placer. Pocas veces sentí esa sensación de levitar. Una vez, en el año ‘86, en Los Angeles, mientras grabábamos el disco con Miguel Mateos, el productor Oscar López me dijo: “Te voy a llevar a ver a un guitarrista”. Cuando llegamos al lugar, justo estaba terminando Koko Taylor. Y el que sube a tocar es Stevie Ray Vaughan. Nunca, nunca, pero nunca en mi vida volví a sentir esa sensación. No podía creer lo que me pasaba en el cuerpo: levitaba, estaba en el aire. Me sucedió algo parecido cuando vi a Eric Clapton en la cancha de River. Otras veces, tocando con Charly o con mi banda, sentí que la música me transportaba. Pero nunca más volví a sentir lo mismo que en el recital de Vaughan. ¿Viste cuando la mujer que te gusta, pero que te gusta en serio, te dice que sí? Bueno, multiplicá eso por diez. Yo pensé: Listo, ya está, me puedo morir ahora. Para mí hay tanta pasión al tocar la guitarra que no la puedo medir. Nunca lo que toco es igual al día anterior, al solo anterior. Siempre voy buscando algo más: ese frenesí.”
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