Domingo, 9 de marzo de 2014 | Hoy
Despedidas El martes de la semana pasada se supo de la muerte de Paco de Lucía en las playas de México, cuando estaba en compañía de hijos y nietos. Tenía 66 años, pero ya lo había logrado todo con su música, con la que estaba de gira desde los 12 años. Reinventor de la figura del virtuoso acústico y popular en un mundo eléctricamente globalizado, heroico y atemporal pero nunca reaccionario, fue el gran embajador del flamenco ante el mundo. Ya sea al lado de Camarón de la Isla, como dando la cara por su tradición ante John McLaughlin, Al Di Meola o Chick Corea, Francisco Sánchez Gómez, el hijo de la portuguesa Luzia, no se refugió jamás en la fusión y fue siempre fiel a su origen y raíces.
Por Sergio Pujol
Rodado en Madrid en 1972, La guitarra flamenca de Paco de Lucía es un video documental de 30 minutos producido por José María Velázquez para el ciclo de la televisión española Rito y geografía del cante flamenco. Si no fuera por la presencia de un pequeño micrófono a centímetros de las bocas de las guitarras y unos pocos inserts con declaraciones sobre el carácter del arte flamenco, uno podría sentirse parte de esa mesa sobre cuyo mantel de hule reposan, ya vacías, unas copitas de licor. El clima del video es doméstico. Ramón de Algeciras acompaña en un par de rumbas flamencas a su celebrado hermano, pero nada está puesto allí a la manera de un concierto ni de un programa de televisión. “Me gusta tocar de noche, por el silencio”, declara Paco en una de sus pocas alocuciones sin guitarra. “No puedo tocar con ruido.” Los pocos presentes hacen (hacemos) silencio para que Paco no deje de tocar.
Ahora redivivo en ese Purgatorio de los músicos muertos llamado YouTube, el video invita a pensar en varias cosas. Entre ellas, lo absurdo de aquella impugnación que algunos puristas del flamenco le hicieron a quien fue, con toda seguridad, el gran depositario de la tradición musical andaluza. No hubo en la historia de España un músico que haya hecho tanto por la transmisión del flamenco como Paco de Lucía. Ya fuera en sus comienzos –grabó por primera vez en 1963, pero su gran debut internacional se produjo con La fabulosa guitarra de Paco de Lucía de 1967– como en sus últimos años de fama y estatus de leyenda, él nunca olvidó quién era realmente: Francisco Sánchez Gómez, el hijo de la portuguesa Luzia que, tras los pasos de su padre y su hermano mayor, quería pasarse el resto de su vida abrazado a una guitarra, y así ganarse el pan diario en un mundo hostil. En su casa el dinero no sobraba, pero los gitanos de la cercanía cultivaban una música cuantiosa y arrebatada. El niño Paco se dejó raptar por esa música desde el primer compás.
Es una historia bastante conocida, toda vez que el niño devino figura internacional. Desde los 12 años se la pasó viajando por España y por el mundo. Cosechó aplausos en distintos idiomas. Ganó todos –o casi todos– los premios y distinciones a los que puede aspirar un músico popular de trascendencia, desde los nacionales Príncipe Asturias de las Artes, Premio Nacional de guitarra de Arte Flamenco y Medalla al mérito de las artes 2002, hasta los internacionales Doctor Honoris Causa por el Berklee College of Music de Boston y Grammy al mejor álbum flamenco 2004. Cambió para siempre la imagen del flamenco en el mundo, contribuyendo a su difusión y su entendimiento. Pero siempre lo hizo en nombre de la tradición a la que pertenecía. O con la que se identificaba. ¿Cuántas veces en su vida habló sin pronunciar la palabra flamenco?
Por supuesto, Paco creó algunas cosas nuevas. Antes de su irrupción, exceptuando al gran Sabicas y al Niño Ricardo, los guitarristas españoles eran más conocidos como acompañantes de cantaores que como solistas de concierto. Paco expandió el rol solista de la guitarra flamenca, a la vez que incursionaba, desde su popular “Entre dos aguas”, en la composición. Pero incluso en este punto, Paco también fue cuidadoso. Jamás cayó en la trivialización del pasado, ni se lo escuchó decir “la música es una sola” y otras vaguedades por el estilo. Tampoco el término “ruptura” parecía estar entre sus favoritos. Cuando se analiza la interesante escena del llamado “flamenco-jazz” –de Pedro Iturralde a Jorge Pardo–, el nombre de Paco tarda en aparecer, si es que lo hace. De hecho, jamás adoptó esa categoría, y sólo se refirió a la “fusión” como un aspecto lateral de su obra, por más aceptación que su música haya tenido siempre entre el público e intérpretes de jazz. En realidad, Paco solía definirse como un cantaor frustrado –una de las pocas intervenciones en ese rubro quedó documentada en Luzia, el extraordinario disco dedicado a su madre–, y su sociedad artística con Camarón de la Isla fue larga y fructífera. En sus grupos de sabor moderno, allí donde el notable Carles Benavent soleaba con su bajo eléctrico sobre el embrujo rítmico de un cajón peruano, Paco rara vez olvidaba el número con cantaor al medio de la ronda, las palmas a contratiempo, los taconeos feroces, el olé sobrevolando a la audiencia cautiva.
La actualización estilística propuesta por Paco consistió más en la creación de espacios de coexistencia antes no desarrollados que en la mezcla atolondrada de lo viejo con lo nuevo. En esa línea, otra novedad que trajo al folklore de su tierra fue una actitud menos provinciana que la de sus predecesores, más participativa respecto de otras tradiciones musicales. Con algunas de esas tradiciones platicó animadamente, en un pie de igualdad, como quedó ejemplarmente expuesto en sus discos y conciertos al lado de Al Di Meola y John McLaughlin, o en sus colaboraciones con Chick Corea. Cuando volvemos a esos discos, especialmente los tours de forcé Friday Night in San Francisco y The Guitar Trio, apreciamos la fluidez de aquellos intercambios, que sin duda nacieron de la sociabilidad del jazz como género de improvisación. Sin embargo, si bien las reglas del juego parecían estar dictadas por los jazzmen antes citados, Paco no los imitaba ni pretendía llevárselos consigo. Hay en esos discos una tensión que fragmenta 2 más 1, dejando a Paco en su lugar flamenco: él frente a los otros. Cordial pero orgulloso. Comparte, pero también compite: ¿qué otra cosa sino algún tipo de competencia podemos esperar de tres guitarristas situados sobre un mismo escenario?
Si el lenguaje armónico de su guitarra trascendió la cadencia de los grados mayores principales –un esquema tal vez no muy diferente al del blues, dicho sea de paso–, eso fue por su afán de escuchar y aprender de otros géneros, pero en la convicción de que los otros géneros lo empezarían a escuchar a él, y que seguramente, a través de él, valorarían más al flamenco en su conjunto. En un mundo en el que la hegemonía cultural no siempre se manifiesta de modo brutal, Paco supo mantenerse altivo, y asimismo expectante, frente al predicamento del jazz o la magia globalizadora de la cultura pop. En ese sentido, sus intervenciones en discos de cantautores diversos –de Joan Manuel Serrat a Alejandro Sanz, en dégradé– solían ser breves, pero tenían la fuerza suficiente como para producir un breve incendio musical sobre paisajes sonoros un tanto anodinos. No es entonces caprichoso suponer que Paco nunca estuvo del todo cómodo en esos contextos más “populares” que folklóricos. ¿Y por qué intervino en ellos? ¿Sólo por la paga? ¿No le bastaba con su copiosa agenda de conciertos por todo el mundo, “de Algeciras a Estambul”, y de allí al Oriente o al mundo anglosajón, o a la Argentina, que tanto lo quiso?
Vale recordar que había nacido en 1947. Esto significa que, al menos estadísticamente, él también fue hijo del baby boom, por más que le tocara, como marco de desarrollo personal, la España franquista, censuradora de las expresiones del cante testimonial. Esa condición generacional lo puso en contacto con ideales de cambio y transformación. Pero la creciente complejidad de su obra no alteró la identidad rítmica del flamenco; en todo caso, la extremó hasta límites asombrosos. En las formas, el arte de Paco fue estricto. La mayor parte de su música corrió por rumbas, seguiriyas, bulerías, tientos, tangos, fandangos, soleás y otras singularidades un tanto inextricables para quienes no conocemos a fondo aquel universo del sur de España. También se atrevió con la obra de Manuel de Falla (¡qué emoción la primera vez que Paco de Lucía interpreta a Manuel de Falla giró por nuestro tocadisco en aquel horrible 1978!) y con El concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo. Pero si se decidió a encarar esas partituras mediante su fabulosa memoria auditiva –no leía música, o lo hacía con mucha dificultad–, fue con el propósito de remarcar en ellas el elemento gitano que las vitalizaba. Como diciéndoles a sus compatriotas: no se hagan los distraídos, aquí está la herencia espiritual de los abuelos de Camarón. En tal sentido, la firmeza con la que Paco defendió el lugar de los gitanos en la música española cobró la forma de un verdadero pronunciamiento político-cultural, prosiguiendo así con el frente abierto por el Romancero gitano de García Lorca.
Sus maneras instrumentales fueron tan extraordinarias, y en cierto modo tan autosuficientes, que logró como nadie meter todo un género, toda una tradición –una de las más antiguas de Europa– en la caja de su guitarra, generando así un doble efecto: por un lado, puso en valor el riquísimo legado del mundo al que pertenecía, pero por otra parte, sin poder evitarlo, hizo de ese legado una marca tan personal, que pudimos llegar a creer que el flamenco empezaba y terminaba con él. Afortunadamente, esto último se fue morigerando con el paso de los años. Sin Paco, tal vez no hubiéramos tenido ni a Tomatito, ni al Cigala, ni a Miguel Poveda. O los hubiéramos tenido sin saber valorarlos.
Había en su inconmovible adscripción al folklore andaluz un gesto muy desafiante. En los encuentros más mundanos, se lo ve reconcentrado, acaso un poco tímido frente a sus colegas de otros países, pero sin perder jamás la compostura aprendida de sus vecinos de Algeciras. Con su camisa blanca remangada y su rostro de seria altanería, el instrumento sobre las piernas cruzadas y la mano derecha rasgueando a tres dedos sobre el borde del puente, la modernidad parecía no rozarlo siquiera, y eso le daba un aspecto un tanto intemporal y heroico. Pero nunca reaccionario. Otra vez aquí la condición generacional, que lo sacaba de aquel mundo de vieja gitanería para arrojarlo, no sin tensiones, en la sociedad de los jóvenes iracundos. Después de todo, ¿no fue su figura contemporánea a la del guitar hero de la cultura rock? ¿En cuánto contribuyó el paradigma del héroe joven de la guitarra en la consagración planetaria del hijo de Lucía? Y en ese contexto, bajo esas condiciones de recepción, ya lejos de la mesa con mantel de hule y las copitas de licor del Madrid del ’72, Paco supo reinventar la figura del virtuoso acústico y popular en un mundo eléctricamente globalizado. Pero su guitarra no vino a complacernos con imágenes románticas de un paraíso perdido, sino más bien a inquietarnos, a conmovernos en medio de la noche, su hora preferida.
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