Domingo, 6 de abril de 2014 | Hoy
ARTE Nació en los años ’20, en Alemania, en un pueblo pastoril que marcó su sensibilidad para siempre. Después de la Segunda Guerra Mundial –en la que se alistó voluntariamente– y un accidente casi fatal en Crimea que actuó como epifanía, Joseph Beuys se convirtió en un artista exitoso, influyente: escultor, dibujante, performer, activista político y docente, influido por la antroposofía. La importante muestra restrospectiva que le acaba de dedicar Proa, Obras 1955-1985 sirve también como una oportunidad para discutir su obra y sus ideas, su personaje seductor y para salirse del cómodo callejón sin salida que le otorga calidad de indiscutible para un amplio campo del arte contemporáneo.
Por Verónica Gómez
“La belleza es el brillo de lo que es verdadero”, dice Joseph Beuys sosteniendo una papa que acaba de pelar. Y sonríe como si fuera obvio que estamos rodeados de belleza, que cada objeto configurado por el trabajo manual, por más humilde o cotidiano que sea, exhala un brillo sin estridencias –el brillo de lo concreto, de lo necesario–. Y se convierte así en símbolo de valores universales, como la libertad, la autodeterminación, la salvación. Sí, todo eso cabe en una papa recién pelada. ¿Cómo? El mismo Beuys se ocupará de enseñarnos.
Escultor, dibujante, performer, activista político y docente, son los epítetos que consigna la biografía laudatoria de Beuys. Pero también otras voces, poquísimas, menos simpáticas para la crítica autorizada del arte contemporáneo, retrucan (haciéndose acreedores automáticamente de los epítetos “ignorante” o “reaccionario”): charlatán, showman y farsante.
En estos días se puede visitar, en Fundación Proa, la exhibición retrospectiva del artista, que reúne más de 110 obras realizadas entre 1955 y 1985, seleccionadas por Silke Thomas y Rafael Raddi. Allí tendremos la oportunidad de tejer simpatía hacia uno u otro bando. O, por lo menos, salir esgrimiendo una duda razonable. Duda de la que tal vez Beuys, si hubiera llegado al siglo XXI, estaría cuanto menos orgulloso.
Joseph Beuys nace en 1921 en Krefeld, la “ciudad de la seda”, en Renania del Norte-Westfalia, Alemania. Por si fuera necesario agregarle un condimento mítico a la leyenda, Krefeld significa “campo de cuervos”. El paisaje y sus detalles sientan las bases de su sensibilidad artística: montañas de heno, rebaños de ovejas tras su pastor, alambres oxidados atados a postes de madera reseca, colores opacos (tierras, ocre, gris oscuro), árboles solitarios y la tierra rasguñada por el arado. Observando la vasta planicie alrededor de Krefeld, Beuys niño aprende a ligar los fenómenos naturales a los presagios. “Me comporté durante años como un pastor, andaba con un bastón y reunía alrededor de mí a un rebaño imaginario”, recuerda.
Como hijo de un pequeño comerciante, Beuys pasa la mayor parte de su infancia en Kleve y Rindern, donde en 1930 su padre abre un negocio de harina y forraje. Allí se delecta juntando cuanto bicho se le cruza en el camino, incubando su zoológico personal. Exhibe, junto a sus secuaces –porque desde ese entonces ya tenía la virtud de atraer discípulos– su colección de renacuajos, pulgas, escarabajos y ratones, en una tienda armada con trapos y palos, mientras improvisa en su casa un pequeño laboratorio donde experimenta con los protagonistas del show. Si Konrad Lorenz se convertirá, con esa práctica científico-doméstica, en padre de la etología, Joseph Beuys se erige como padre de una vertiente del arte de vanguardia que llega hasta nuestros días, muchas veces –hay que decirlo– de una manera bochornosa, en muy poca sintonía con el contexto histórico cambiante. ¿Es Beuys el culpable? No suele ser conveniente juzgar al árbol por sus frutos. Ya sabemos: ciertas semillas necesitan, para germinar, establecerse lejos del árbol progenitor, a riesgo de quedar ahogadas con su sombra.
Una educación católica severa será el humus con el que Beuys fabricará el libreto de su personaje –seguramente su obra más lograda–, un personaje modelado a imagen y semejanza del mismísimo Jesucristo. Del cristianismo tomará los símbolos del cuerpo y la cruz, y las ideas de abnegación, humildad y salvación. La figura del Maestro, tantas veces una variación apenas encubierta de la del Profeta que imparte sus enseñanzas a través de parábolas y acciones simbólicas, y cuya prédica acontece extramuros de la institución, a la manera del Sermón de la Montaña, será fundamental en la construcción de su personaje.
Digno protagonista de historieta, no descuidará la elección de sus atributos, pergeñando su impertérrito look a base de sombrero, chaqueta, bastón y tapado decorado con exuberante piel de conejo. Es el líder cristiano –aquel que en las Bodas de Caná se encarga, en una transformación alquímico-religiosa, de convertir el agua en vino– el modelo-performer de Beuys a la hora de elegir los métodos y el tono para intervenir en el tejido social. La materia, evocadora de transformaciones, será, tal como las preferidas por Jesús, sencilla y universal. Si Cristo, en la Ultima Cena, instaura el ritual de la Eucaristía a través de una acción ejemplar donde precisa cada uno de los elementos y pasos del ritual para que sean reiterados por sus discípulos, de modo análogo Beuys armará kits con sus performances que podrán ser reconstruidas post mortem.
La intensa lectura de Rudolf Steiner, fundador de la antroposofía, será el abc de los derroteros artístico-educativos de Beuys, aunque no convendría separar lo primero de lo segundo. “Ser docente es mi más importante obra de arte –dijo Beuys en una entrevista en Artforum en 1977–. Lo demás es un desecho, una demostración.”
Aquel niño amante de las prácticas científico-domésticas no perderá jamás las mañas. En noviembre de 1979, en su primera retrospectiva en el Museo Guggenheim de Nueva York, Beuys armará un exhaustivo laboratorio (Barraque Dull Odde), cuya puesta y montaje son realizados por el propio artista en colaboración con Caroline Tisdall. Allí acomoda en estanterías los elementos que suele utilizar en sus acciones (pedazos de tejado, listones de madera, clavos, botellas, polvos, fieltro, grasa), una puesta en escena de su repertorio formal, simbólico y material. El artista tiene especial cuidado en conservar las huellas que la acción del tiempo deja sobre los objetos, así como Morandi traslucía en su pintura el polvo de las botellas apiñadas en su taller. Cosa que se extraña en la muestra de Proa, donde los objetos se ven demasiado limpios.
Todo héroe tiene su hito trágico. Y Beuys no será la excepción: durante la Segunda Guerra Mundial se enlista, por voluntad propia, en la Fuerza Aérea (Luftwaffe) como piloto de bombarderos de combate. El 16 de marzo de 1943, sobrevolando la península de Crimea durante una tormenta de nieve, es derribado y herido gravemente. A punto de morir congelado, es rescatado por los tártaros, quienes lo alimentan con miel de abejas, tratan su cuerpo con hierbas y grasa y lo abrigan con fieltro.
Los tártaros no sólo lo curan, sino que le dan la pista de los materiales con los que Beuys instalará su marca registrada –grasa, cera, miel, fieltro, cobre–, todos ellos adoptados por su condición simbólica: la grasa representa los fenómenos de regulación térmica en los organismos, se modifica con las variaciones de temperatura, se derrite al calor y se desliza, chorrea, calca la forma de la superficie que le da sostén y cuando se enfría se transforma en escultura (Beuys concibe la escultura como un depósito de energía), el fieltro da calor y aísla, el cobre es material conductor por excelencia y la miel es símbolo del trabajo colectivo, sustancia viva de comportamiento similar al pensamiento humano.
Sobre la elección del fieltro, Beuys dice: “Yo necesitaba algo material, una sustancia que no expresara nada en cuanto a color y en cuanto a forma..., busqué un elemento neutro, y el gris del fieltro neutralizaba cualquier colorido”. Agrega: “No fue mi intención crear algo en el sentido de la tristeza”.
La pieza Schlitten (1969), presente en Proa, consistente en un trineo de madera, una manta de fieltro (fuente de abrigo), una linterna (fuente de luz) y un bloque de grasa (fuente de calor), atadas con un cinturón, es, además de un objeto de tinte autobiográfico, un práctico kit de supervivencia para infantes o cavernícolas.
Al terminar la guerra, en 1945, antes de la celebridad, Beuys tiene una intensa labor dibujística. A menudo, sus dibujos atrapan formas de la naturaleza, hojas, plantas, flores, que respiran fragilidad, y una extensa serie de mujeres desnudas, que se muestran etéreas y poderosas en el arte de engendrar. Venados, caballos, alces, son los animales simbólicos que retornan desde su infancia y representa como lo haría un hombre de las cavernas.
En 1954 Beuys atraviesa una depresión grave. Tiene dudas como artista, tiene problemas de dinero. Y la experiencia en la Segunda Guerra, de la cual almacena huellas físicas demoledoras, no ha podido ser exorcizada todavía. Para colmo, en la Navidad de ese año la novia le devuelve el anillo de compromiso. En shock, deambula por varias clínicas psiquiátricas hasta que es hospedado en la granja de la familia Van der Grinten en Kranenburg, donde el trabajo lo estabiliza anímicamente. Empieza a noviar con Eva Wurmbach, casualmente hija de un zoólogo, con quien se casa en 1959.
Desde finales de los ‘50 las piezas de Beuys son básicamente vestigios de acciones artísticas. Son reminiscencias, recordatorios. Se erigen como embajadoras de ideas, de pensamientos. Y, exhibidas en el museo, son testigos-reliquias de un acontecimiento pasado. Por eso Beuys no dejaba cabo suelto en la instancia del registro, con una conciencia precisa de estar trabajando para la posteridad. Consideraba cada gesto, cada residuo material, como su portavoz más elocuente; había que cuidar la apariencia material del símbolo, en algo que podríamos denominar coquetería del ascético.
La tarea del escultor era para Beuys la de analizar la estructura social: “La escultura tiene que ser como la impresión de una huella en la arena”, supo decir. “No quiero más una obra de arte estética, voy a hacer un fetiche.” Pero esos fetiches, lejos de un destino marginal, se transforman en éxitos redituables. A mediados de los años ‘60 Beuys ocupa el primer lugar, en la lista hecha por el especialista en arte Willi Bongard, de los 100 artistas mejor remunerados en el mundo. “La manada”, instalación compuesta por un grupo de trineos, es vendida en 100.000 marcos y pronto triplica su valor.
Su paso por el grupo Fluxus no es un dato menor. Conoce a uno de sus miembros, Nam June Paik, en la Academia de Düsseldorf, y así se vincula con el grupo, cuyas obras inmersas en el fluir de los acontecimientos, en una festiva promiscuidad interdisciplinaria, marcan una nueva dirección en la obra de Beuys. Allí se aggiorna en el espíritu de época y comprueba que hay caldo de cultivo para que sus anhelos de un arte que trascienda el formalismo –el famoso “concepto ampliado de arte”– tengan eco. No dura mucho en Fluxus, apenas dos años: 1962-1964. Beuys era quizá demasiado personalista para fluir en grupo. No tarda en fundar su propio movimiento (en 1967), con estudiantes: el Partido de los Estudiantes como Metapartido. La pulsión fundante se replica en 1970, con el movimiento político Plebiscito Libre, y en 1971 crea la Organización para la Democracia Directa por Referéndum Libre donde expone sus principios mediante conferencias performáticas. Desde entonces, la actividad de Beuys se centra casi exclusivamente en conferencias y acciones políticas. Así empieza a soñar con una Universidad Internacional Libre. El primer semestre de vida de la institución, no reconocida por la República Federal, se desarrolla dentro de la Documenta de Kassel de 1977, con el título de “Bomba de Miel en el Trabajo”. Rudolf Steiner escribió, en 1923: “Un escultor revela lo que la naturaleza esconde”, y Beuys concluye: “Hay que tornar productivos sus secretos, cada hombre es un artista y hace productivos sus secretos”.
En “Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta” (1965) Beuys se unta la cabeza con miel y pan de oro y le explica su obra a una liebre muerta que sostiene entre sus brazos. Beuys asume el papel de chamán y postula la necesidad de curar una sociedad que considera muerta.
En 1974 viaja por primera vez a Estados Unidos, donde lleva a cabo su famosa y más larga acción: “Coyote, me gusta América y a América le gusto yo”, en la cual Beuys convive con un coyote durante tres días, en la galería de arte René Block de Manhattan, separado del público sólo por un alambrado. Poco a poco el coyote y Beuys se van acostumbrando uno a otro y al final Beuys abraza al coyote.
La preocupación ecológica será otro de sus estandartes. En 1982 participa de la Documenta Kassel VII con 7000 oaks (7000 robles), acción que realiza junto con el artista argentino Nicolás García Uriburu, en la que proponen plantar 7000 árboles junto a bloques de basalto frente al museo Fridericianum en Kassel, acción que se completa en cinco años.
Es posible sentir que Beuys nos ha dejado en un cómodo callejón sin salida. Cómodo, porque los callejones sin salida tienen el encanto de clausurar las fugas, las discrepancias, sellándose ese fin de recorrido como un lugar intocable, fuera de tiempo. Si no podemos discutir su obra formalmente, porque sólo son residuos, vestigios a los que se atribuye la cualidad de representar grandes ideas, entonces deberíamos discutir sus ideas. Pero sus ideas resultan hoy tan políticamente correctas como inocuas. La bonita frase, tan a menudo citada: “Todo hombre es un artista”, podría ser incluida, hoy en día, en la lista de las más grandes frases demagógicas. Si todo hombre es un artista, ¿por qué no anhelar también que todo hombre sea un médico, un verdulero, un economista? Por suerte, a nadie se le ocurriría ir a operarse la vesícula con un economista. ¿Por qué el arte se pondría a mirar otras disciplinas por encima del hombro? Y aún más: ¿por qué se atribuiría la autoridad para abordar otros campos del conocimiento, como la filosofía y la economía, cuando ya hay especialistas que lo han hecho y lo hacen mucho mejor? ¿Pecará Beuys de soberbio? ¿Acaso no será más que un carismático evangelista reciclando saberes con inteligencia, desde Rudolf Steiner hasta San Ignacio de Loyola?
Se podrá traer a colación un dato muy citado: Beuys perdió su cátedra en la Academia de Arte de Düsseldorf a causa de la prédica y puesta en práctica de sus ideas utópicas. ¿Pero eso no es también parte del mito del provocador? ¿Acaso lo que Beuys pretendía no era contraproducente en términos educativos? Vale aclarar que su principal desacuerdo con el ministro de la Academia fue a raíz de que Beuys no quería limitar a un cupo el ingreso de sus alumnos a su cátedra. Y (¿quizá sensatamente?) el ministro dijo que no, que esto no era posible y que iba en contra del reglamento de la institución. ¿Tan importante se consideraría Beuys a sí mismo como para ocuparse de todos, sin discriminar nada?
Sin dudas, Beuys era un seductor. Sus cejas apenadas, contrastando con sus pómulos robóticos y unos dientes de caballo –dientes de cornisa de castillo–, sus ojitos claros, brillantes, que siempre parecen reír, incluso percibidos como los faros de un dolor muy hondo. Beuys era carismático, no hay dudas. Magnético. Y con un historial digno de santoral. En sus acciones, solía proponer: “Hagámoslo, pero que sea con rosas”. Y en Proa mismo alguien se ocupará de mantener con vida una rosa lo que dure la exposición. Sin embargo, no todo son rosas, no todos cayeron a los pies del germánico seductor.
El 30 de marzo de 1994, Muñoz Molina publica una nota en el diario El País a raíz de una exposición de Joseph Beuys en el Reina Sofía. La nota provoca revuelo entre los críticos: nunca antes alguien se había animado públicamente a cuestionar a uno de los intocables del arte contemporáneo. El mérito de la nota, más allá de la gracia literaria, es que varios lustros después de la canonización del artista, el escritor se atreve a desconfiar del aura. Vale la pena citar algunos párrafos: “En la exposición de Joseph Beuys, artista cuyo mérito reside al parecer en romper las fronteras entre el arte y la vida volviéndolos solubles y equivalentes entre sí, el espectador pasa la mayor parte del tiempo leyendo los párrafos benevolentes pero indescifrables que hay escritos en las cartulinas, y sin los cuales no sería capaz de discernir las profundidades prácticamente insondables de significados que tiene delante de los ojos. Un altavoz al que yo no atribuía mucha importancia, y del que he llegado a pensar que había sido olvidado junto a otros objetos por los organizadores, resulta poseer un valor de reliquia, dado que por dicho altavoz, y al final de una rueda de prensa, Beuys dijo a los periodistas estas palabras recogidas y comentadas con reverencia por los exegetas: ‘A ver si terminamos cuanto antes esta mierda’”. Y Muñoz Molina concluye: “A lo que estoy asistiendo –empiezo a comprender– no es a una exposición, sino a una ceremonia religiosa, con sus objetos de culto, sus palabras sagradas, su santo o gur y sus evangelistas y fieles, todos los cuales obtienen mediante el acto de fe y la participación en la liturgia la salvación de sus almas, no en el anticuado reino de los cielos, sino en el de la degustación irrefutable y sublime de la más pura esencia de la modernidad”.
Tomás Llorens, ex director del Reina Sofía, acepta en parte la tesis de Muñoz Molina y dice: “En el caso de Joseph Beuys ha habido una inflación de su prestigio y del valor de su obra. Nunca me ha parecido que tuviera la calidad que se le otorga. Es una operación de comunicación, proyectada por el mismo Beuys, que fue un hombre con una gran capacidad de proyección en los medios de comunicación”. Y continúa: “En el caso de Beuys, que comparte la visión nominalista de Duchamp, su arte no tiene ironía, lo que hace aún más ridícula su obra”. Lourdes Cirlot, en la vereda de enfrente, acusa a Muñoz Molina de ignorante: “Siempre produce pena escuchar hablar con tanta frivolidad de lo que se ignora. No me extraña en el caso de Muñoz Molina, porque los escritores por lo general tienen problemas con el arte que no es narrativo o literario. No lo suelen entender y caen en los tópicos de manera precipitada. A Beuys le hubiera encantado esta polémica porque él propiciaba todo lo que fuera discusión sobre el arte”. Es curiosa la respuesta de Cirlot, pues si algo resulta fundamental e ineludible en la obra de Beuys es la dimensión narrativa, llevada incluso a la esfera del mito.
Joseph Beuys muere en 1986 en su estudio de Düsseldorf, a los 65 años de edad.
Casi lo podemos ver, como el Maestro Tortuga de la película Kung Fu Panda, en esa escena bellísima en que bajo la danza de semillas del melocotón, en el borde del acantilado, le entrega el bastón a Shifu mientras le dice dulcemente: Prométeme que vas a creer. Y luego: Mi momento ha llegado, debes continuar sin mí. Lo vemos desaparecer, envuelto en una nube de pétalos rosas. Shifu queda temblando, con el bastón en las patitas, y con voz tambaleante dice: Lo intentaré.
Joseph Beuys - Obras 1955-1985
Del 22 de marzo hasta junio.
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