Domingo, 13 de abril de 2014 | Hoy
PINTURA Cuando llegó a Buenos Aires, a fines de los años ’20, desde Entre Ríos, se terminaba de construir el Obelisco. Y esa visión infantil nunca abandonó a Roberto Aizenberg (1928-1996), uno de los artistas argentinos más particulares, apartado por elección de cualquier, movimiento, aunque influenciado por Batlle Planas y De Chirico. La ciudad, ese gran tema que también inspiró a Xul Solar, con su mezcla sensual y permanente de culturas, en Aizenberg adopta un matiz que alterna entre lo laberíntico y una paleta de colores intensos que comparte con el arte pop la vocación refrescante de sacar a relucir una nueva imagen de lo cotidiano.
Por Leopoldo Estol
¿En qué lugar de la casa te concentrás mejor? A Bobby Aizenberg –cuenta en voz baja Silvia Bloise– le gustaba mucho la cocina. Como en las aglomeraciones que a veces se dan en las fiestas hogareñas, Bobby elegía la cocina como espacio predilecto de trabajo. Y si avanzamos un poco más encontramos lápices, óleos, papeles. Ningún desparramo, los óleos organizados por color forman un tremendo arcoiris que roba una sonrisa por su exultante prolijidad, los pinceles aparecen por número, es decir, organizados por grosor, y los lápices están listos para trabajar con puntas afiladísimas. Todo este lugar, este universo, está calibrado para fabricar imágenes poderosas. Muchos bocetos en lápiz negro aguardan en un cuaderno pequeño. Las páginas se mueven y nuestra mirada se intercala con total naturalidad.
En la Galería Ruth Benzacar, bajando las escaleras que se recortan en la verde arboleda de la Plaza San Martín, se exponen experimentos, atmósferas, y hasta recuerdos que mezclan épocas como quien mezcla con rapidez un mazo. Epocas de quien a su manera siempre esquivó la referencia a un tiempo preciso. Quizá por eso, la muestra tenga un nombre poético ineludible: Sin edad, sin tiempo, sin espacio. Roberto Aizenberg, a quien sus seres queridos y colegas llamaban simplemente Bobby, falleció hace ya diecinueve años. Sin embargo, su singular obra sigue vigente en muestras que lo homenajean, como la que hace dos años tuvo lugar en Proa y que reunía obras de artistas jóvenes como Gómez Canle, Estanislao Florido o Erica Bohm, que asumen cierta influencia o disfrute frente a la obra de este gran hacedor nacido en Federal, Entre Ríos, en 1928. Poco después, cuando todavía era un chico, llegó a una bulliciosa Buenos Aires.
La mudanza marcó su camino desde temprano. Mientras su familia bajaba sus muchos equipajes del tren, Buenos Aires inauguraba el Obelisco. Esa imagen de la ciudad como la intersección entre lo anónimo y lo alto le quedaría grabada. Un Aizenberg adolescente vivirá con angustia el conflicto bélico mundial y más aún la muerte por enfermedad de una de sus primeras novias. Para entonces, ya buscaba un rumbo, una vocación a la cual aferrarse y asistía a clases de química y arquitectura hasta toparse con Antonio Berni. Fue Berni quien llamó su atención hacia la pintura.
Y a Bobby la pintura lo fascinó rápidamente. Le gustaba tener el control de lo que pasaba y a la vez cierta posibilidad latente en la imagen. No es meramente la representación, hay algo más. Pero su gran interlocutor no será Berni sino Juan Batlle Planas, con quien desarrollará un diálogo profundo y ameno, compartiendo muchos ratos de taller, experimentando con el automatismo, método de búsqueda que Aizenberg no abandonará jamás: aquella pequeña coreografía que acontece en el interior de su mano que bien podría ser un baile. Y es esa energía misteriosa y sin razón aparente la que guía al lápiz mientras éste a su vez dibuja una línea.
En la multitud de imágenes de la actualidad es difícil imaginar la sorpresa que deben haber generado algunos artistas al aparecer en sociedad. “¿Cómo no sentirse atraído por ese mundo inquieto y dinámico protagonizado por seres bohemios vestidos de manera extravagante conectados por medio de coloridas mangueras con patíbulos del más elevado diseño?”, se pregunta un joven Aizenberg a través de la vidriera de la librería y galería Peuser frente a las obras de Batlle Planas. En la muestra que nos convoca hay dos dibujos que evocan ese linaje: son dos ventanas dibujadas en lápiz. Humilde y sencillísimo homenaje. Dos volúmenes rectangulares perfectos con sus perfiles sombreados, a través de los que se puede mirar y tomar algo de todo lo fascinante que el mundo nos ofrece. “Monumento” es el nombre de estas ventanas que se abren, como una libertad que se aprende, se conversa y se sueña en la imaginación del otro. Datan del ’66, año de la muerte de Batlle.
Pero creer que el estilo de Aizenberg se acota a sus años de aprendizaje en lo de Batlle sería falaz. Detrás de las pinturas y los dibujos de Aizenberg habita una alquimia propia. Por más rodeos que se le den, sus torres son infranqueables y sus inclasificables habitantes son tan extraños que no nos debería sorprender encontrar algún Aleph por ahí al final de un día febril. La ciudad, ese gran tema que también inspiró a Xul Solar, exponiendo esa mezcla sensual y permanente de culturas, en Aizenberg adopta un matiz que alterna entre lo laberíntico y una paleta de colores intensos, que no llegan a ser partícipes del movimiento Pop por elección, pero que sin duda comparten esa vocación intensa y refrescante que es sacar a relucir una nueva imagen de lo cotidiano.
En una bellísima foto en la que Humberto Rivas inmortalizó a Aizenberg, su traje oscuro se destaca en un paisaje que se parece a un descampado. Bobby juega como los clásicos, sabe conjugar la belleza del caballo cuyos movimientos un adversario olvida y luego lamenta, entablando un diálogo formal que parafrasea al surrealismo pero va más allá de las estepas de la estética europea. Aizenberg no pierde los modales y dialoga con De Chirico en su visión exaltada, excitada y voluptuosa en donde aparentemente “no pasa nada”. En ambos está presente esa perspectiva ambigua y el momento de inquietud fatídico, como en los westerns, cuando el vaquero llega a un pueblo aparentemente deshabitado. Las puertas de la taberna se golpean solas, algo más tiene que haber detrás de esos pastizales que se queman. También se quema el plástico, se queman objetos que alguien cuidó, se quema papel. La luz atraviesa la humareda y se detiene sobre la piel del pintor. Ahora, el calor es abrasador.
La presencia de Bobby Aizenberg resuena siempre con un halo de felicidad. En los relatos de Silvia Bloise, quien realizó una cuidadosa curaduría, y que en medio de un almuerzo le soltó a Martín Kovensky la frase “en el arte se puede triunfar si tenés talento o si sos muy simpático”. O en la estupenda narración que escribió Victoria Verlichak para el libro editado en el 2010: allí, Bobby es aquel apasionado de la pintura que la practica a ultranza, especie de monje tibetano del Parque Lezama, desclasado crónico en el sentido de que no forma parte de ningún movimiento o bandada de artistas, sino que su andar se asemeja al del caminante solitario que encuentra por momentos compañía y festeja la consagración con suma parsimonia, como lo hizo en aquella antológica en el Instituto Di Tella que tuvo el honor de tener un insuperable tándem de curadores: Aldo Pellegrini y Jorge Romero Brest. En Aizenberg la pregunta por la naturaleza, por nuestra naturaleza, siempre es cordial, aun cuando los personajes se deshacen en partículas de humo y la arquitectura parece llevar consigo lo duro y anónimo de la experiencia ciudadana. En las expectativas de los rostros de sus personajes que nos miran, en la mutación de los cuerpos que se desvanecen, el público que con timidez se asoma a la galería Benzacar y observa, puede sentirse hermanado en esa soledad grande y compañera.
Nos podemos ir alejando de un foco preciso y sin querer reparar, casi una despedida, en aquel pedazo de papel ínfimo en donde un personaje vestido con un disfraz repleto de dados, un ser sin miedo que confía en algún orden justo para la vida, nos saluda amablemente tentándonos a seguir estando conectados.
Sin edad, sin tiempo, sin espacio
Roberto Aizenberg
En Galería Ruth Benzacar, Florida 1000,
hasta el 25 de abril.
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