Domingo, 27 de abril de 2014 | Hoy
TELEVISION De lunes a jueves a las 22, la Televisión Pública luce una ficción de gala: Doce casas reúne un elenco de excelencia bajo la dirección de Santiago Loza y una original manera de plantear el teatro como hecho televisivo. Mujeres devotas, la estatua fetiche de una virgen que pasa de mano en mano y de hogar en hogar y un clima a lo Puig en un pueblo donde el tiempo parece haberse detenido hasta que llegó la tele a color.
Por Mercedes Halfon
En las múltiples vueltas de tuerca dadas por las ficciones de la TV argentina de las últimas dos décadas, si había algo que todavía no había sucedido era una vuelta sobre sí misma. Una revisión de la propia TV en cuanto estética y fuente de influencias para la vida. Esto –entre muchas otras propuestas– es lo que hace Doce Casas, la singular miniserie que Canal 7 lanzó a fin de marzo. Una reflexión sobre lo que la televisión fue a comienzos de los años ’80, cuando el color empezaba a propagarse como una fiebre por los aparatos de las casas de todo el país. Y cuando, a su vez, las ficciones televisivas llevaban a su punto más alto, quizá por última vez, a ese género amado y odiado por partes iguales: el teleteatro. Doce Casas, la miniserie escrita y dirigida por Santiago Loza y Eduardo Crespo, es sin duda un teleteatro, en el mejor sentido que puede tener el término. Historias eminentemente femeninas, de mujeres devotas, de amor y dolor, de entornos pueblerinos donde todos se conocen, historias de represiones y estallidos, historias que van directo al corazón. Lo particular de esta propuesta es que a lo largo de doce semanas las historias y protagonistas irán variando. Cada semana una historia diferente con un elenco igual de diverso y en todos los casos, fulgurante. En el abanico que crea esta cuantiosa cantidad de actores, podemos ver una muestra de lo mejor del cine, el teatro y la televisión local. La convocatoria de Loza incluye de Marilú Marini a Ailín Salas, de Viviana Saccone a María Onetto, de Leonor Manso a Laura Paredes, de Susú Pecoraro a Julieta Zylberberg. Y por supuesto también actores, como Guillermo Arengo, Marcelo Subiotto, Iván Moschner, Patricio Aramburu y muchos más. Historias que –como las verdaderas ficciones de la tele de ayer, hoy y siempre– pueden despertar un fanatismo casi religioso.
Hasta ahora se vieron tres capítulos de los doce previstos: Historia de Lidia y Ester, Historia de Mercedes, e Historia de Teresa. Cada uno engarzado con el anterior por la presencia de una estatuilla blanca y celeste de la Virgen que va pasando de casa en casa. En el primer capítulo, Lidia y Ester (Marilú Marini, Claudia Lapacó), dos hermanas solteras y mayorcitas que tienen una primorosa mercería, reciben la visita inesperada de su sobrino (Claudio Tolcachir) hijo de una tercera hermana fallecida. El recienvenido es un muchacho pelirrojo y ellas ven en ese color una señal misteriosa, un peligro inhumano al que deben atacar. En el segundo episodio de la miniserie nos encontramos con Mercedes, interpretada por Rita Cortese, la madre sobreprotectora de Mario, un muchacho mayor (José Escobar) que sufre por su no salida del closet. Mercedes está por dejar su lugar en la parroquia a Norma (María Inés Sancerni), una chica huérfana. Mario quiere irse a otro continente a realizarse lejos de su madre, pero Mercedes intenta retenerlo torpemente presentádole a Norma. En el medio se interpone Esteban (Patricio Aramburu), el mejor amigo y amor de Mario. La última de las historias vistas, con Viviana Saccone y Eva Bianco, es el relato de dos primas atravesadas por la supuesta aparición de la Virgen que, como milagro, convierte los televisores blanco y negro a color.
En la última, hasta el momento, Dalmiro (Iván Moscher) es un hombre soltero que vive con su madre postrada en una casa derruida. Viene a visitarlo Estela (Verónica Llinás), la peluquera del pueblo, porque sabe que ha comprado un televisor a color, perturbando la tranquilidad en la que Dalmiro convive con su pasado.
La serie está íntegramente rodada en estudios. Todas las historias ocurren, precisamente, en un interior. En las antípodas del realismo costumbrista imperante en las ficciones desde el nacimiento de Pol-Ka hasta hoy, Doce Casas hace una reapropiación gozosa de la estética de estudios. No hay ocultación, sino lo contrario, de que los actores se mueven en decorados con paredes finitas. Toda la ambientación, los manteles al crochet, las paredes pintadas de colores pastel, los portaretratos rococó y hasta las tazas, las mantequeras, las latas donde se guardan los fideos, son reconstrucción, un delicado recuerdo de época. Esto, junto con los personajes –madres fuertes e hijos débiles, hermanas que funcionan como un matrimonio– y el entorno pueblerino cargado de temores y secretos, es la impronta más fuerte de la serie. Y sin duda recuerda a la literatura de Manuel Puig, revaloración del melodrama cruzado con problemáticas del interior argentino. Ese kitsch bajado de tono, más melancólico que festivo. Algo de eso se vivencia mirando las Doce Casas.
Y también está el componente místico, esotérico y misterioso que tiene una pata en los rituales cristianos –la virgen que viaja, los milagros, las penitencias, las lágrimas rojas que inundan los ojos de la estatuilla– y otra en los paganos. No por nada el nombre de la serie es Doce casas, como los sectores de la carta natal y los signos, en astrología. Divisiones en el cielo, que sirven para hablar de lo mundano, de lo que pasa en la Tierra.
Esta experiencia llamada Doce casas, con su amoroso cuidado de la imagen, por momentos nos hace creer que estamos en cine. Pero, con su registro actoral que desborda los límites de lo permitido en las pantallas planas, nos hace también imaginarnos que estamos en el teatro. Escenas largas, pausadas, donde vemos a los actores, que no son más de cuatro en ningún episodio, desplegarse. Las actrices y actores que encarnan esta ficción en su gran mayoría provienen de las tablas porteñas en un arco que va de las producciones más populares a las más under.
Rita Cortese, protagonista del segundo episodio –conocida por su extraordinario trabajo en cine y TV, pero que viene trajinando escenarios locales independientes desde los años ochenta– reflexiona acerca de la serie: “Es televisión hecha con mucho cuidado, con un espíritu en el que a los que lo hacen, el arte les importa. No es un programa que esté en busca del rating, se busca la excelencia. Ese espíritu está rondando. Hay un compromiso de toda la gente que trabaja, desde los camarógrafos a la dirección de arte”. María Onetto, por su parte –actriz de raza teatral, pero que se ha desplegado luego en el cine y en la TV locales– es la protagonista del episodio octavo, que, curiosamente, fue el primero que se grabó. Onetto ha trabajado con Loza antes y relaciona este espíritu con el propio trabajo del director: “Lo conocía desde su primera película, Cuatro mujeres descalzas. Es alguien muy particular ¡prolífico! y que ha producido en condiciones increíbles, con poquísimo presupuesto. Que se le diera esta posibilidad en la tele es muy bueno, por lo que puede aportar. La serie refleja mucho los mundos que le interesan. Las clases medias de los pueblos, con esos personajes femeninos, medio perdidos, vencidos. Es interesante el humor en el abordaje de esos universos, no son solemnes. Toda la pátina espiritual, y algo de la forma de escritura de Santiago, que no tiene ansiedades, que no se enloquece en estar todo el tiempo en situaciones de conflicto, sino que podés escuchar a los personajes en largas conversaciones con un nivel de observación sobre el mundo y sobre sí mismos, muy profundo, entrañable”.
Algo para destacar, es que esta producción se dio en la TV Pública. Con sus equipos de siempre y los nuevos, con sus talleres. Cortese opina: “Creo que están realizándose muy buenas ficciones en la televisión pública. Singulares, originales. En terapia estaba muy bien, pero en ese caso se compró el formato, y ahora lo interesante es que comienza a haber miniseries con textos de acá, como Doce casas o Bien de familia que es muy bueno también. El mejor momento que tuvo la TV Pública fue en el 1983. Se quiso privatizar de la mano de María Julia, pero sus trabajadores se resistieron. Por eso hoy, cuando yo vuelvo a este lugar a hacer Doce Casas, a grabar ahí, en el canal, ¡estoy feliz! el canal esta espléndido, equipado, no sé si mejor que los canales de aire. Y las escenografías, que son realizadas ahí mismo por los escenógrafos e iluminadores de hace muchos años y también toda una planta nueva. Creo que de estas cosas no se habla tanto, ni somos tan difusores nosotros, de tener esta televisión. Pero es algo para destacar mucho”. Y también para profundizar, como afirma Onetto: “A mí me gustaría mucho que siguiera, que los que trabajamos tomáramos conciencia de que el espectador es alguien a formar, no porque no sepa sino porque sería bueno probar a ver qué pasa si generamos propuestas diferentes a lo que se ve permanentemente en los canales de aire. Ese es el riesgo que puede asumir un canal público. Ahí se juega una ambición de calidad, deseos y pruebas. Te estás arriesgando, no es menor. Es un presupuesto, pero a la vez podés capitalizar un montón. Alguien puede decir, ah mirá, puedo estar mirando tele sin querer pararme cada cinco minutos, sin una edición enloquecedora, sin ver estrellas rutilantes todo el tiempo”.
Uno de los elementos más llamativos de Doce Casas es el sincretismo entre la TV y la religión. Con el leit motiv de que cada historia muestra un abordaje distinto de la fe, esa fe muchas veces se mezcla con otra clase de ilusión o esperanza. La tele se mete en los hogares argentinos de la década del ’80 –a falta de otra clase de sueños– del mismo modo que la virgen corporizada en la estatua que va a darles consuelo. El personaje de Gloria del capítulo tres, que ve a la virgen con un manto con “los colores de ATC”, parece sintetizarlo todo. De algún modo, para estos personajes cargados de tristeza y soledad, la religión y la televisión representan una suerte de línea a un consuelo eterno, más allá de las penas a que los somete su vida en esta tierra. Una imagen que atraviesa su realidad y los conecta con lo bello, lo incorruptible, lo luminoso. Aun así, la religión nunca aparece burlada. A veces se muestra con humor, otras con un profundo dramatismo, pero lo que permite ver, en última instancia, es otra dimensión de los propios personajes, saber en qué creen y hasta dónde.
Lo espiritual que aparece en los distintos seres de la serie afirma ser un rasgo de la existencia humana. La necesidad de crear esos mundos que permiten proyección, trascendencia, otras energías y despegue de lo cotidiano. La búsqueda es, en última instancia, de la ficción. Y una asunción de lo misterioso del vivir. Como decía Onetto, para cerrar: “Ser una persona es algo muy misterioso. La cantidad de cosas que somos, todo lo que la humanidad viene creando, con tanta vitalidad, hace tanto, es rarísimo. No es tan sencillo. Me parece que lo de Santiago siempre intenta dar cuenta de esas particularidades, hacer hincapié en ese profundo misterio de ser una persona. Para nosotros los actores, es un verdadero desafío”.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.