Dom 01.06.2014
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EL FIN DEL MUNDO

No fue la primera guerra de la humanidad y tampoco sería la última. Pero la Gran Guerra estaba destinada a cambiar el mundo. A partir de agosto de 1914 (en junio se había producido el asesinato del archiduque Fernando en Sarajevo, el chispazo del conflicto), se jugó primero el destino del continente europeo, y en los cuatro años siguientes, el mundo entero se vería implicado y transformado desde la raíz. Total ruptura de las reglas en los campos de batalla, uso de armas químicas, pérdidas humanas por millones y millones, el absoluto desprecio por el otro, todo cobró un impulso temerario a partir de 1914. A cien años del comienzo de la Primera Guerra Mundial, Radar traza un recorrido por las transformaciones históricas, existenciales y culturales de un siglo partido al medio en el barro de las trincheras.

› Por Sergio Kiernan

De la misma generación que Borges, Mike nació en un mundo de maravillas. Nunca lo dijo, porque era parco, pero se notaba en cosas como la poca paciencia para las quejas de hijos y nietos que daban por descontada la electricidad, se enojaban por un vuelo demorado, rezongaban por tomar antibióticos y consideraban naturales cosas como el ascensor y el subte. Mike había nacido al final del muy largo siglo XIX, en el campo argentino, a medias en dos idiomas y en un mundo que creía en el progreso porque el progreso era evidente. Mike había ido en sulky al pueblo de Suipacha a ver la primera luz eléctrica, un día se había maravillado por el primer auto y todavía no terminaba de entender por qué era indispensable tener teléfono en casa. Los analgésicos, la anestesia, el acero inoxidable, las cámaras de mano, los primeros plásticos, todas eran novedades que culminaban en un milagro, el avión, y que demostraban que la ciencia a la larga o a la corta iba a mejorar todo. El progreso era cierto porque lo probaba la vida misma.

Pues ese mundo milagrero se acabó hace exactamente un siglo en un absurdo geopolítico detonado en Serbia. En cuatro años de esa Primera Guerra Mundial, entre agosto de 1914 y noviembre de 1918, murieron veinte millones de personas, cayeron imperios eternos y quedó en claro la inmensa crueldad de la tecnología. Nunca nadie había visto algo semejante, ni siquiera lo había imaginado. De esos desastres nació este mundo en el que resulta imposible creer que la guerra es noble, el Estado virtuoso y la monarquía la mejor forma de gobierno. El eco que llega de las trincheras de Flandes ya está apagado por otros todavía peores, pero es el del parto de una cultura de la desconfianza, de las vanguardias y del rupturismo a la que estamos tan acostumbrados que nos parece la norma. Su evento más simbólico tal vez no se encuentre en las trincheras, sino en que dentro de tres años estaremos observando el centenario del primer “ismo” dedicado a la locura y la arbitrariedad. Fue ese que se creó en Suiza, la isla neutral en la guerra europea, y tomó el nombre de Dadá.

EL DERRUMBE SERA VIOLENTO

El mundo de 1914 era más pequeño que el de hoy. Europa era una colección de monarquías, imperios y blasones, con Francia de excepción, porque eso de ser república era cosa de americanos, pobres ellos. Prácticamente el resto del planeta estaba colonizado de facto o de jure, Africa como Asia, con las “excepciones” de Etiopía, Afganistán y Japón como las únicas naciones no blancas e independientes. El panorama contaba con ambigüedades como Egipto, supuestamente soberano pero “protegido” por los ingleses, o como China, una anarquía dominada por europeos y ya mordisqueada por los japoneses. Pero las banderas eran únicamente para las naciones de raíz europea y la inferioridad de otras culturas era algo implícito, obvio, indiscutible. ¿Por qué la Argentina del Centenario era tan rica? Porque junto a Canadá, Australia y Nueva Zelanda era parte de la “zona de asentamiento blanca”, una expresión ya perdida que se aceptaba con completa naturalidad.

En el pináculo de ese mundo tan distinto estaba la pequeña Gran Bretaña, dueña de la cuarta parte de todo lo que no fuera mar y con la mayor flota jamás vista para controlar el resto. Estados Unidos ni figuraba en el podio, encerrado en sí mismo, el “gigante dormido” que se dedicaba a ser rico y era más poderoso que nadie pero no ejercía. Japón, curiosamente para los que sabemos qué pasó después, era un aliado de Occidente desde que había destruido la flota rusa en 1905. Pero más curiosamente todavía, el centro del mundo, el verdadero Juego con mayúsculas, era la política del centro de Europa, el futuro de esa criatura mítica del Imperio Austro-Húngaro y su despectivo, impaciente, muscular aliado alemán. Todo el mundo sabía que era cuestión de tiempo para que la arquitectura ya anticuada del Congreso de Viena, que había ordenado a las potencias después del huracán Napoleón, se derrumbara. Y todo el mundo sabía que el derrumbe sería violento, aunque sólo unos especialistas podían pensar y escribir sobre cómo sería esa violencia.

El centro del problema era justamente la tecnología desbordante de la época y la dificultad paradigmática de imaginar el futuro, el que hace que para el 2000 se asumieran los autos voladores pero no el iPod. Dos guerras recientes y casi simultáneas habían demostrado el poder de las armas nuevas. Los americanos se habían cargado lo que quedaba del imperio español con una mezcla de acorazados con cañones de largo alcance –famosamente, destruyeron la flota española del Caribe desde una distancia tal que fue un tiro al blanco– y caballería equipada con rifles. Las novedades eran tantas que los Marines se ponían de moda y arrancaban ese raro camino que los llevó a ser la cuarta fuerza militar de Estados Unidos. Pero la guerra con los españoles pudo ser descartada, en términos de pensamiento estratégico, por la debilidad del enemigo y la inmediata cerrazón del ganador, que disolvió el ejército movilizado y casi vende la flota. La otra guerra que causaría pensamientos negros entre los especialistas tuvo lugar en el remoto escenario de los montes sudafricanos y fue una anomalía nunca vista.

Gran Bretaña ya tenía la colonia del Cabo y quería los flamantes campos de oro y diamantes del norte sudafricano, todavía gobernados por tres repúblicas boer, racistas y escasamente pobladas. En 1900, los británicos lograron detonar lo que prometía ser un paseo militar y marcharon al norte confiados en una campaña breve, colonial, despareja como siempre. Las repúblicas afrikaner –Transvaal, Orange y Natal– no tenían más que algunos cañones Krupp, una buena fábrica de dinamita y una milicia con un sombrero de ala ancha como todo uniforme. Lo que no entendieron los ingleses fue que cada ciudadano tenía un par de caballos, la perfecta costumbre de andar por ahí del hombre de campo y un fusil Mauser de cerrojo, de los nuevos de cartucho de pólvora sin humo y alcance de precisión a más de 600 metros. Las tropas de su majestad marcharon a una emboscada entre las montañas, a un fuego cruzado de enemigos invisibles que los cazaban sin que se pudiera ver ni de dónde disparaban.

Dos años después y sólo por haber dividido el país entero en cuadrados de alambradas de púa, y de haber adaptado ese invento español del “campo de reconcentración”, los británicos ganaron por cansancio. Los observadores militares enviaron sus informes con una conclusión unánime: la próxima guerra sería una de escondidas, porque toda persona, animal u objeto a la vista podía ser acribillado a distancias a medir en centenas de metros por alguien que no podía ser visto. En jerga, el campo de batalla tenía que vaciarse.

El valor futurista de la guerra boer fue, sin embargo, relativo porque fue pequeña en comparación con la escala europea. Cuando las potencias europeas se movilizaron, en agosto de 1914, hicieron circular miles de trenes para llevar millones de hombres a sus posiciones, donde les entregaron millones de fusiles de alta precisión, cascos y uniformes diseñados para hacerlos invisibles (Francia, siempre excepcional, fue a la guerra de azul pálido). Y así marcharon al frente acompañados por piezas de artillería portátiles o colosales, montadas en camiones o tiradas por caballos, con una parafernalia de equipos masiva que incluía regimientos de ingenieros tendiendo telégrafos, montando puentes y construyendo ferrocarriles especiales para la guerra. Hasta había un cuerpo de ingenieros dedicado a izar globos de observación equipados con teléfonos. Por primera vez en la historia, una guerra implicaba una real movilización nacional, un enfrentamiento entre economías y su posibilidad material de pagar y producir materiales de guerra a una escala monumental.

No existían modelos para entender la nueva realidad y por eso la figura de Napoleón planea sobre la literatura temprana de esta guerra mundial. El francés había desatado la primera batalla global, creado la primera policía secreta para cuidar el frente interno y combatido de España a Moscú durante casi catorce años. El tendal de medio millón de víctimas todavía era el paradigma del horror y los monumentos con su águila y su inicial el modelo de gloria, de festejo nacional, de afirmación. En el fondo, la guerra seguía siendo pensada como una tela de Delacroix. Pese al impresionismo, pese a las primeras vanguardias, al Art Nouveau y al lugar cada vez mayor del malestar en la cultura, el combate era respetado y podía cantarse en términos de Homero. El agosto de hace un siglo vio manifestaciones inmensas de gente cantando feliz en las calles por el comienzo de una guerra que terminaría en Navidad.

Duró poco. Lo que encontraron los ejércitos que marcharon fue el barro de las trincheras. Alemanes, franceses, belgas e ingleses descubrieron que estaban empatados, se mataron como pudieron y se pusieron a cavar. La guerra perdía movilidad, la Navidad pasaba en el Marne (la batalla que salvó a Francia y se mereció uno de los primeros tangos instrumentales de la francófila Argentina) y 1915 arrancaba con la decisión de “morder” las líneas enemigas, buscando una ventaja táctica local que lograra una penetración del frente. Las batallas ya no duran unas horas de gloria, ya no hay caballería de uniformes coloridos y los últimos caballos caen en fila frente a las ametralladoras. El Somme pasa a ser el nuevo modelo, con 1.079.000 muertos y heridos en cinco meses de combate ininterrumpido. Se pelea de día y de noche, sin ninguna pausa, sin respiro y sin ganar nada perceptible. El escenario es una pesadilla flamante, la “tierra de nadie” entre las trincheras propias y las de enfrente, cruzado por hombres agotados, sucios, que ni se acuerdan de cómo dormir, pero saben que son peones de la artillería: la infantería sólo puede pensar en moverse con cobertura de los cañones. La escala de la guerra es dantesca, y en el primer día del Somme, sólo las baterías británicas disparan un millón y medio de balas de cañón abriendo diez días en los que los aliados atacarían 46 veces en un frente de 20.000 metros. Al final de esta obertura, tienen 82.000 muertos y heridos a cambio de cinco kilómetros cuadrados de barro.

En el este, los alemanes logran quebrar al ejército imperial ruso de una manera que acabaría quebrando a la monarquía. Es un último eco de la movilidad militar, con batallas donde los soldados hasta pueden caminar, tomar posición, maniobrar, antes de terminar ellos también en las trincheras embarradas. En buena medida, el mito de T. E. Lawrence y sus aventuras en Arabia nacen del contraste entre los irregulares atacando con espadas y la abstracta masacre en Europa.

Esta es, en realidad, una guerra de máquinas. El 15 de septiembre de 1916 los británicos estrenan el tanque en el frente de Flers, sin causar mayores daños. El milagro del avión se usa para observar primero, bombardear después y ametrallar las líneas y la retaguardia, agregando otro problema a los que viven en el barro. Gran Bretaña pasa hambre por la flota de extrañas máquinas, los submarinos, que los alemanes lanzan al Atlántico Norte creando el mismo tipo de ruido moral que hoy despiertan los drones. Los zeppelines bombardean ciudades, los cazas inventan una nueva forma de combate, los lanzallamas y las granadas de mano entran en la normalidad. Guerra en el aire, en el mar, en la tierra, por años y años y años, y siempre en el mismo lugar.

VENCEDORES VENCIDOS

Tal vez lo más notable es que tantos hayan aguantado más de cuatro años de guerra industrializada y cada vez más inexplicable. Los gruesos tomos de historia y análisis repiten una y otra vez el argumento de la perfecta simetría estratégica creando un empate que nadie sabía quebrar. La solución es la ofensiva masiva, tirar todos los dados para ver si se gana una batalla que permita quebrar la situación y volver a moverse. Los generales amasan ejércitos cada vez más grandes, arsenales inmensos, recursos inverosímiles para crear puntas de lanza. Centenares de miles de hombres mueren o son quebrados en pedazos en estas batallas en las que se hace natural, calculable, tener 50.000 bajas en el primer día. Simplemente se ponen otros 50.000 en retaguardia para reemplazarlos. Una de las imágenes más perdurables de tres años y medio de esta “doctrina” es la del oficial indiferente a la muerte de los suyos, sea por incompetencia –la versión de los soldados franceses e ingleses– o por crueldad, a los ojos de los soldados alemanes.

Esta inoperancia cruel se refleja con completa claridad en el cambio brutal de la poesía de guerra, la que tenían encima los soldados en viaje al frente, en contraste con la que escribieron en las trincheras. En 1908, el diplomático y poeta Sir Cecil Spring Rice podía escribir que su patria lo llamaba con “su espada ya ceñida, el yelmo puesto”, con lo que él corría “a mi madre, un hijo entre sus hijos”. Wilfred Owen, que muere en combate días antes del final de la guerra, le retruca con un “¿Qué campanas van a tocar por los que mueren como ganado? Sólo la ira monstruosa del cañón. Sólo el ruido rápido de rifles tartamudos”.

Owen llega al punto máximo de la ironía con su “Dulce et decorum est pro patria mori”, donde describe como nadie cómo es morir gaseado, y hasta reescribe la Biblia en su parábola del viejo y el joven. Ahí es que Abraham, obediente, lleva al sacrificio a su hijo Isaac, pero en lugar de construir una pira le agrega trincheras y parapetos. El ángel frena su mano, lleva el mensaje divino de que era una prueba y no hace falta matar al muchacho. Pero, “el viejo mató a su hijo, y a la mitad de la flor de Europa, uno por uno”.

Al terminar esta guerra, lo único que los europeos realmente entendían era la locura. Nadie, ni la monarquía más oxidada, podía encontrarle la gloria al asunto, con lo que la monumentalidad cambió de un modo inesperado. Los británicos dieron la primera puntada con el Cenotafio, el sobrio monolito en pleno centro de Londres que contiene las cenizas de un soldado desconocido –o de más de uno, porque ni se podía determinar eso– y sigue siendo el centro de las ceremonias bélicas. De hecho, el Día del Armisticio, en noviembre, pasa a ser un día casi universal de la Paz y del recuerdo a los caídos, y casi no hay país sin su monumento al Soldado Desconocido.

El zeitgest se llena de ismos simplemente imposibles sin la masacre, del surrealismo al nazismo, que tienen lo contestatario como moral y lo irracional como valor. La dedicación al alcoholismo y la diversión de los años veinte, la complejidad y violencia de la política, el rencor y la ganas de vengarse, el cinismo más completo frente a las viejas certezas, son lo que trae de las trincheras una generación completa a la que no hay mucho que explicarle. Ni siquiera hay tantos que puedan contestarle, porque el último rasgo de caballerosidad de esta guerra fue que las clases dirigentes fueron a pelearla. Gran Bretaña perdió el diez por ciento de su aristocracia y de los graduados de los dos o tres colegios que forman su clase alta. Alemania, como ilustró Georg Grosz, quebró a niveles imposibles de contener. Italia y Francia, en la mesa de vencedores, se sintieron perdedores, una situación más que difícil de digerir. Países como Turquía o Rusia fueron refundados, mientras que las naciones del este, como la flamante Yugoslavia o las mochadas Austria y Bulgaria, se quedaron en un resentimiento de difícil pronóstico.

Como se sabe, la paz de 1918 fue apenas un respiro. La guerra que iba a terminar con todas las guerras fue simplemente el pie para la segunda, la mayor jamás vista y la que terminó de mostrar el potencial de crueldad e indiferencia de la razón de Estado. Todos los que la pelearon, del cabo Hitler al almirante Churchill, del sedicioso Stalin al mariscal Pétain, eran veteranos de la primera ronda. Pero ya era una guerra distinta, una en la que Ernie Pike y George Orwell serían las voces más representativas, por su cinismo, su descreimiento y su distancia existencial.

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