› Por Max Hastings
En agosto se vivió una transformación sorprendentemente total en la capital francesa, que pasó a ser una ciudad en guerra; si no sitiada, al menos en peligro inminente de vivir tal destino. Se cerraron todos los edificios públicos, incluidos los museos. El gobierno requisó los autobuses, mientras los taxis desaparecían temporalmente de las calles. El metro seguía funcionando, con mujeres como revisoras, pero iba tan abarrotado que muchos preferían la ruta a pie. En las calles, los sonidos más notorios eran las sirenas de las ambulancias que trasladaban a los heridos desde las estaciones a los hospitales. Cerraron muchas tiendas porque el personal se hallaba en el frente, igual que todos los teatros, salvo unas pocas salas de cine. Más de 50.000 personas, casi todas mujeres, acudieron a un servicio religioso oficiado en Nôtre-Dame para ofrecer oraciones por Francia.
Empezaron a escasear algunos productos. Había mucha leche –el ganado pastoreaba en el Bois de Boulogne–, pero faltaba la mantequilla porque no había manos que la batieran; los panaderos dejaron de hacer croissants y todo tipo de “panes especiales”. Se podía conseguir poca carne de caballo, porque el ejército se había llevado a tantos animales que los granjeros consideraron más provechoso quedarse con el resto de los animales, como posibles monturas, que mandarlos al matadero. El parque de Belleville quedó cerrado al público para acomodar ovejas y ganado; como medida de precaución adicional en caso de que la capital tuviera que soportar un asedio, secaron el lago y lo llenaron de conejos.
Aun rodeados de numerosas incongruencias, una mañana los transeúntes se sobresaltaron al ver un rebaño de ovejas por la rue de Rivoli; lo llevaban al ferrocarril oriental. El ejército tomó posesión del hotel George V y el Grand Palais hizo las veces de cuartel para 2000 infantes de marina, en lugar de albergar las acostumbradas obras de arte. Versalles se convirtió en un campamento armado. El cielo nocturno de la capital se veía perforado por los incontables haces de luz de los reflectores, que rastreaban la aviación enemiga. Una multitud de espectadores rodeaba a diario el hospital estadounidense de Neuilly, observando a los heridos que ingresaban. Voluntarios de muchas nacionalidades se presentaban para la inspección médica de nuevos reclutas en Los Inválidos. Los porcentajes de rechazo se consideraron reflejo de la salud de cada una de las sociedades: se descartó a la mitad de los aspirantes rusos, un tercio de los polacos, el 11 por ciento de los italianos, el 4 por ciento de los ingleses y a ningún estadounidense.
La hambruna más aguda era la de noticias: las únicas nuevas de la guerra provenían de tres boletines lacónicos y anodinos, enviados a lo largo del día, a intervalos, desde el Ministerio de la Guerra. Las primeras noticias del mortífero combate de Alsacia llegaron a los parisinos en una copia de un periódico italiano de hacía cinco días, cuyo corresponsal se hacía eco de una nota de Basilea. Muchos rotativos nacionales cerraron y los que habían sobrevivido ofrecían poca cosa, porque el precio del papel se había disparado y miles de impresores y periodistas habían sido movilizados. André Gide estaba tan ávido de información que leía nueve periódicos cada día. Marcel Proust admitió leer siete: la mayoría le resultaban poco clarificadores, pero admiraba los comentarios militares de Henri Bidou en el Journal des Débats: “Claro y bueno, lo único decente que he leído sobre la guerra”.
El 30 de agosto, la nación supo que el gobierno levantaba el campamento y partía hacia Burdeos llevándose consigo las reservas de oro del Banco de Francia, y que los alemanes habían tomado Compiègne. En la embajada británica, sir Francis Bertie quemó sus papeles confidenciales. Escribió en tono sombrío: “Los alemanes parecen seguros de poder ocupar París con éxito”, y al poco tiempo él mismo se escabulló a Burdeos, junto con la mayor parte del cuerpo diplomático. El viaje en tren duró catorce horas, en lugar de las siete habituales; Bertie se quejó de que su equipo estaba apelotonado en tres compartimientos, mientras que los rusos habían requisado ocho, para acomodar no sólo a las familias de los diplomáticos sino también a los sirvientes con niños.
El funcionario Michel Corday, que había abandonado París con su departamento, escribió con desdén sobre sus superiores: “Es triste ver a estos hombres ahora... deambulando en sus coches..., subiendo a sus trenes especiales, ver cómo disfrutan feliz y abiertamente de su poder”. Se ridiculizó mucho a los ministros refugiados, que se daban el lujo de comer en el restaurante Au Chapon Fin; los más ocurrentes rebautizaron el local como Au Capon Fin, sustituyendo “capón” por “cobarde”. Una noche, durante el aperitivo, Corday y algunos políticos hablaban, con especial mal gusto, sobre una curiosidad lingüística que de repente había cobrado relevancia: ¿por qué había una palabra para la mujer que había perdido a su marido –viuda–, pero ninguna para la madre que había perdido a su criatura? Se desarrolló una absurda competencia entre los censores militares de París y Burdeos: por turnos, cada uno sacaba de quicio a los periodistas aprobando para la publicación el material que el otro había descartado. Se creía que la normativa sobre las noticias era menos rigurosa en Burdeos, pero Francia, como todas las naciones beligerantes, prohibió que se publicara el total de bajas.
Al ver que el gobierno abandonaba la capital, un millón de refugiados más humildes hizo lo mismo. Entre ellos estaba Proust, que partió hacia su querido Cabourg, en la costa de Normandía. El viaje, de cinco horas, acabó durando veintidós y, a su llegada, encontró el pequeño hospital del pueblo atestado de soldados heridos. Un día tras otro, les llevaba sencillos regalos: cartas, juegos de mesa, bombones. Un grupo de duquesas fugitivas ayudaba a organizar comedores de beneficencia para refugiados belgas, pero el novelista señaló que las cocottes locales demostraron ser bastante más eficientes en estas tareas.
Uno de los últimos actos del ministro de la Guerra, Adolphe Messimy, antes de irse a Burdeos, fue nombrar gobernador militar de París al general Joseph Gallieni. Era un hombre de sesenta y cinco años, enjuto, adusto, con gafas. Tenía una larga experiencia en la guerra colonial y en 1911 había renunciado a su derecho al mando supremo de Francia, cediendo el puesto a Joffre. En palabras de Lloyd George, que lo vio en aquellos días, aquel hombre estaba “evidentemente muy enfermo, tenía un aspecto amarillento, consumido y angustiado. Parecía que la muerte estaba a punto de aniquilar la vida hasta de la última de sus partículas”.
Gallieni se lanzó inmediatamente a organizar un perímetro defensivo alrededor de la capital, aunque se hacía pocas ilusiones; si los alemanes cruzaban las líneas del ejército francés, París difícilmente podría resistir un sitio como el de 1870. Gallieni echaba chispas con las evasivas de los burócratas, que parecían incapaces de ajustar el ritmo anterior; las demoliciones esenciales para crear campos de fuego no se habían llevado a cabo por temor a generar angustia entre las comunidades locales (...).
En París, el gobernador heredó un acuartelamiento de cien mil efectivos, pero todos eran sobrantes de otros cuerpos del ejército, no una fuerza de combate coherente. Para que la ciudad pudiera resistir un asalto alemán, concluyó el gobernador, necesitaría tres cuerpos profesionales –las formaciones de reservistas eran inútiles– y no había perspectivas de que Joffre se los fuese a dar.
Un inglés lamentaba, en los primeros días de septiembre, la desolación de la ciudad más brillante de Europa. Las terrazas de los cafés de moda estaban casi desiertas. Un famoso boulevardier se sentaba solo, abatido, “abandonado por su corte”. Un mordaz redactor parisino afirmó que, en la carretera que iba de la ciudad De Fontainebleau, los automóviles estaban tirados en las cunetas porque sus dueños, acostumbrados a confiar la conducción a los choferes, quisieron huir poniéndose ellos mismos al volante y no lo consiguieron. Los Inválidos quedó sitiado por la gente que, atemorizada y desesperada, buscaba conseguir permisos militares para abandonar la ciudad, y largas colas serpenteaban alrededor de las taquillas de la estación. Los parisinos observaron desconsolados cómo se derribaban los árboles para convertirlos en obstáculos, y cómo en las calles se erigían barreras de madera con troneras. Una tarde, en el Bois de Boulogne, una multitud se quedó mirando un águila que volaba en el cielo describiendo círculos, y discutieron sobre su significado: ¿era un broncíneo símbolo de Napoleón o era el ave de la familia Hohenzollern? Al final, resultó ser un buitre que se había escapado de un zoológico.
Estos fragmentos pertenecen al libro 1914.
El año de la catástrofe que acaba de publicar Crítica. Max Hastings es un periodista especializado en temas de historia y ha escrito varios libros dedicados a la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
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