Domingo, 8 de junio de 2014 | Hoy
Fue uno de los artistas más populares de la historia y la primera estrella pop del mundo globalizado. Y esa fama sideral, desconocida antes e irrepetible después, lo convirtió en icono en vida, lo arrastró a los extremos de la excentricidad y lo fue diluyendo como músico, congelándolo en un personaje fascinante y a la vez patético con ocasionales destellos de enorme talento. A cinco años de su tan previsible como impactante muerte, Michael Jackson sigue siendo un signo de los tiempos, un cuerpo sobre el que se inscribieron todos los excesos del consumismo y un ídolo que disparó la prevalencia absoluta de la música negra en el mundo. Coincidiendo con la salida de un nuevo y muy buen disco póstumo, Xscape, esta semana llega a las librerías Jacksonismo. Michael Jackson como síntoma (Caja Negra), del cual Radar anticipa algunos de los textos en los que destacados críticos musicales vuelven su mirada sobre las diversas facetas del último Rey del Pop.
Por Barney Hoskyns
En septiembre de 1979, mi amigo Dvitt Sigerson (en ese momento, un excelente escritor blanco que escribía sobre música negra; después, el director de Island Records de los Estados Unidos, y más tarde el autor de la excelente novela Faithful) me pasó una copia de Off the Wall antes de que se editara y me dijo que ese disco iba a hacer de Michael Jackson una superestrella.
La tapa no prometía mucho. El título del disco, Off the Wall, expresión que en inglés quiere decir excéntrico, remitía a lo inesperado, lo inusual, pero con su smoking y su peinado afro, el chico adorable que había liderado The Jackson 5 tenía un aspecto tan estrafalario como el de un estudiante camino a su baile de graduación. ¿Qué diferencia podía hacer este álbum, grabado después de varios años deslucidos de los Jacksons post-Jackson 5, en una carrera que parecía candidata segura a extinguirse en el semianonimato sufrido por tantos cantantes de soul de los años setenta?
Escuchar una sola vez “Don’t Stop ‘Til You Get Enough”, el primer tema, funky y electrizante, bastaba para saber que Sigerson tenía razón. Una mezcla tóxica de metales y vientos punzantes, percusión latina ultrasincopada, y los propios grititos de falsetto febriles de Jackson. “Don’t Stop” catapultó la música dance negra hacia una nueva dimensión, a una velocidad endemoniada. Todo el mundo de coreografías heroicas en el que hoy vivimos –desde Prince y Madonna hasta Britney y Beyoncé– sin duda tiene allí su inicio.
Michael había sido siempre la estrella en los Jackson 5: lindo como un pimpollo, de una coquetería propia de alguien de más edad, con un control completo del escenario. ¿Quién podía imaginar entonces que detrás de esa experta sincronización y esa gracia sin esfuerzo se desplegaba un régimen abusivo? Los hermanos parecían tan condenadamente felices... Incluso cuando Michael entró en la pubertad y la adolescencia, y su figura pequeña se estiró y adquirió miembros largos y desgarbados, seguía siendo magnético.
Jackson no fue un innovador. No influyó en el desarrollo de la música pop afroamericana como lo hicieron James Brown, Stevie Wonder, Sly Stone, Jimi Hendrix o Prince. Lo que Michael Jackson poseía era una visión de lo que podía ser un entertainer afroamericano; de Berry Gordy tomó la idea de confeccionar un pop negro para adolescentes blancos y hacerlo global: una estrella híbrida rutilante que empequeñecería incluso a Elvis Presley.
La unión con Quincy Jones era el evento catalizador que Michael necesitaba para dejar atrás a sus hermanos; para enlazar las distancias corrientes del pop negro en una marca distintiva irresistible, utilizando la crema y nata de los músicos de estudio y los técnicos de Los Angeles. Al mezclar las influencias melódicas de los iconos de Motown, Stevie, Marvin y Smokey, con la sensibilidad de Heatwave y con los hermanos Johnson, Jackson y Jones copilotearon un álbum que tenía algo para ofrecerle a cada oyente: la propulsión extática de “Don‘t Stop”, el groove espeso de “Rock with You”, la abyección llorona de “She‘s Out of My Life”. Al final de la era disco de los setenta, Off the Wall sentó un punto de referencia para la década de los ochenta.
Después del Monte Cervino, el Everest: Michael había saboreado el estrellato y se sintió obligado a subir la apuesta. Thriller tomó el molde de su antecesor y le reforzó todavía más los cimientos. Contratar a Eddie Van Halen para que sonara con estrépito en “Beat It” daba la impresión de ser un gesto tan premeditado y trabajado como el de reclutar a Paul McCartney para sonreír afectadamente junto a Jackson en “The Girl Is Mine”. Pero la energía vertiginosa de “Don’t Stop” fue retomada por la frenética “Wanna Be Startin’ Somethin”’, y todo el álbum Off the Wall fue, sin duda, superado por la extraordinaria “Billie Jean”, el relato funky y sinuoso de cómo enfrentar la demanda de paternidad de una groupie trastornada. La mañana siguiente a que ejecutara la canción en el show por el vigesimoquinto aniversario de Motown, frente a 47 millones de personas, con una seguridad sobrenatural, Michael Jackson era sin discusión la estrella más grande del planeta. El video del tema que le daba título al disco lo volvió de nuevo icono de MTV.
Entonces todo empezó a aclararse. Para un joven de veinticuatro años, esencialmente tímido, asustadizo, inmaduro y (como supimos más adelante) terriblemente abusado, el hecho de descubrir de repente que era la persona más famosa del mundo no podía sino tener resultados extraños en su frágil mente. Sin haber llegado a conocer nunca la normalidad, su patología empezó a seguir la disfuncionalidad habitual en un niño famoso: un alejamiento gradual de la realidad marcado por ideas delirantes sobre su identidad. Bad, de 1987, no era solamente un disco malo; era completamente falso respecto de sus impulsos musicales reales, tan artificial como su apariencia física cada vez más extraña y sus ridículos trajes rutinarios. En el momento en que Prince, el rival negro más cercano a Jackson, nos deslumbraba con Parade y Sign O’ The Times, y cuando Public Enemy y NWA estaban haciendo del hip hop la verdadera vanguardia de la cultura negra de la calle, Michael era... bueno, un poquito “cursi”.
En realidad, Michael siempre había sido cursi, algo que no importaba mientras hiciera una música tan radical como “Billie Jean”. Con Bad y los discos igual de horribles que le siguieron, Dangerous (1991), HIStory (1995) e Invincible (2001), daba la impresión de estar tratando de adivinar lo que el público quería, en lugar de escuchar sus propios instintos. Para ser más preciso: había perdido contacto con todo lo que había sido orgánicamente grandioso sobre Michael Jackson. Cuando en los Brit Awards de 1996 Jarvis Coker saltó al escenario durante la performance de Jackson de la horrible y mesiánica “Earth Song”, e hizo como que se tiraba un pedo en dirección a la audiencia, estaba pinchándole el globo a una construcción megalómana y haciendo que todos los fans, salvo los más miopes, se sintieran avergonzados.
Cualquier resto de credibilidad que Michael tuviera a esa altura estaba perdido, y la desesperada autocoronación como el “Rey del Pop”, mote engañoso que le dio Elizabeth Taylor, esa otra niña estrella crónicamente dañada, sólo empeoró las cosas. Los púberes pasando la noche en Neverland no fueron ninguna sorpresa. ¿Así que Peter Pan era un pedófilo? Dígannos algo que no hubiéramos adivinado hacía mucho.
Básicamente, la tragedia de Jackson no es tan extraordinaria, pero se representó en una escala mediática que le hubiera hecho mal hasta a Elvis. Ningún monto de dinero o fama podía curar las heridas psíquicas del pequeño niño golpeado por su padre con visos de ogro. Patrones clásicos de adicción se hicieron evidentes desde el momento en que los cirujanos comenzaron a esculpir el rostro de Michael. Cualquiera que haya visto aquellas espantosas entrevistas de Martin Bashir recordará la grotesca escena en la que un Jackson adicto a las compras gasta sin demasiado interés unos tres millones y medio de dólares en unos cuantos jarrones Imperio de dudoso gusto. Y de forma tristemente previsible, llegó finalmente la adicción de Jackson a las drogas de prescripción médica. Bueno, al menos no se murió sentado en un inodoro.
Michael Jackson no fue el primer entertainer al que la fama volvió loco, y no será el último: observen los recientes casos de Britney Spears, Amy Winehouse y Eminem. Pero si los penosos años finales del “Rey del Pop” no nos dejaron ninguna lección, sin duda los culpables somos todos nosotros.
Barney Hoskyns es cofundador y director editorial de Rock’s Backpages y es biógrafo de Led Zeppelin y Tom Waits.
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