Domingo, 8 de junio de 2014 | Hoy
ENTREVISTAS Autodidacta, dandy, viajero, pero también trabajador intensivo de la industria del cine y estrella de la dirección de arte –ganó su primer Oscar por la película Restauración de 1995–, Eugenio Zanetti está de vuelta en la Argentina para presentar su primera película como director, Amapola, y para la puesta de El jardín de los cerezos de Chejov en el San Martín. En charla con Radar, Zanetti cuenta su infancia en una familia de intelectuales de izquierda, recuerda a Pier Paolo Pasolini y a Mujica Lainez, desmitifica el éxito en Hollywood y explica por qué su debut como director –con actuaciones de Camilla Belle, Lito Cruz y Geraldine Chaplin– tiene mucho de autobiografía.
Por Mariano Kairuz
Aunque ya tenía una larga carrera en el teatro y en cine, para muchos espectadores y personajes de la industria la figura de Eugenio Zanetti, talento argentino de la dirección de arte radicado en Hollywood, comenzó a tomar forma a principios de los ’90, cuando se estrenó por acá un thriller sobrenatural titulado Línea mortal, con una Julia Roberts que recién empezaba. La película era un disparate que se imponía por su estilo visual, por sus escenografías, por su atmósfera algo ominosa, que le debían mucho al trabajo de Zanetti, como bien se consignaba en la reseñas locales. Un lustro y unas cuantas películas más tarde, Zanetti –quien para entonces ya había trabajado con personajes tan diversos como Pasolini, Sergio Renán, Valeria Lynch, Wayne Wang y Arnold Schwarzenegger– ganaba el Oscar por el diseño de producción de Restauración, una historia ambientada en Londres del siglo XVII, con Robert Downey Jr., Ian McKellen y Meg Ryan, y con ese reconocimiento terminaba de consagrarse como una estrella internacional en su especialidad.
Sólo que para entonces ya tenía 50 años y toda una trayectoria, y el hombrecito dorado de la Academia, dice, no le iba a cambiar la vida a esas alturas. “Recuerdo que iba en la limusina a la entrega del premio –dice Zanetti, en entrevista con Radar– y mi mamá, que me acompañaba y que era una mujer muy sabia, me dijo: ‘Mirá que el Oscar no es muy importante, es un premio de la industria, como otros’. Tenía razón. No quiero sonar pedante, pero yo había sido un laburante del arte toda mi vida, y eso no iba a cambiar.”
Y es que “ya llevaba vividas varias de sus vidas”, dice Zanetti ahora, que con 67 años que parecen muchísimos menos y una experiencia que lo llevó a peregrinar y trabajar durante décadas por Medio Oriente, Europa, y Estados Unidos –y su Córdoba natal y Buenos Aires de vuelta, cada tanto–, vive como un nuevo comienzo el estreno de su primera película como director, Amapola. Mientras tanto, en el Teatro San Martín puede verse una puesta de El jardín de los cerezos, de Chejov, que cuenta con escenografía, vestuario y proyecciones a su cargo y dirección de Helena Tritek, una de dos larguísimas amistades vinculada tanto con sus vidas pasadas como con sus dos obras más actuales: casi medio siglo atrás, Zanetti hizo las escenografías de una puesta en el mismo teatro de la obra de Martha Mercader, Una corona para Sansón, en la que Tritek era “la princesita” y Lito Cruz, su amigo desde entonces y hoy uno de los intérpretes de Amapola (donde hace del padre de la protagonista), el guerrero del cabello largo.
Amapola es el nombre de la protagonista de la película (la californiana Camilla Belle), hija de una familia de artistas, propietarios de un lujoso, aristocrático hotel en el Delta del Paraná donde todos los años montan una multitudinaria puesta de Sueño de una noche de verano. Mediante una suerte de viaje en el tiempo que puede verse más bien como un trip metafísico, Amapola descubre el triste destino reservado para su familia y su hotel–teatro. El relato está dividido en tres actos puntuados por otras tantas instancias bien definidas de la historia argentina –la muerte de Eva Perón, el golpe de Onganía y la guerra de Malvinas–, las cuales coinciden a su vez con tres momentos en los que Zanetti se alejó largamente de la Argentina. La pregunta es inevitable: ¿cuánto tiene de autobiográfica, de su propia infancia y juventud, el argumento de su ópera prima?
“Necesariamente tenía que haber algo autobiográfico”, dice el director. “Días atrás, mientras veía la última versión de Amapola, no podía dejar de pensar en dos películas que me marcaron cuando tenía unos seis años: Las zapatillas rojas y Los cuentos de Hoffman, ambas de Michael Powell. En esa época en que ir al cine era todo un evento, me impresionó una idea del cine como posibilidad de expansión de la imaginación. Muchas cosas hoy pueden hacerse con tecnología digital, pero Powell lo hacía con una economía de medios absoluta. Era parte de un mundo nuevo; el mundo en el que me crié yo. Nací en el ’46, así que soy un baby boomer. En cuanto terminó la guerra, mis viejos se fueron para el dormitorio, como tantos otros millones de personas, pensando que sus hijos iban a nacer en un mundo mejor. Creo que los que pertenecemos a esa generación fuimos inseminados con una carga de miedo muy fuerte.”
¿Por qué decidiste empezar la película con la muerte de Eva Perón?
–Porque era chico y la recuerdo muy bien, fue muy impresionante. Los tres momentos que marcan los actos de la película, coinciden con mi infancia, mis veinte años y mis cuarenta, que son, grosso modo, los principios y finales de acto en una vida. A los 20, con el golpe de Onganía, me fui de la Argentina por primera vez, no porque estuviera perseguido sino porque eso es lo que hacía mi generación: se iba. Con Malvinas me fui de nuevo, y eso marcó otros 26, 27 años, en otro universo. Si bien Amapola es como un cuento de hadas y no trata sobre estos momentos políticos, para mí era importante marcarlos a través de lo que se escucha o se ve en la radio y en la televisión, porque de algún modo, aunque sus protagonistas viven en una isla, en un espacio protegido, en esa especie de paraíso terrenal, lo que ocurre en el mundo va modificando sus vidas. Yo, que vengo de una familia de intelectuales de izquierda y tomé la decisión de no volcarme a la política, siempre supe que es imposible evitarla. En este cuento que tiene una parte fantástica, las cosas no van a encontrar un final feliz, sólo una suerte de solución. Por eso aparecen los aviones sobrevolando la isla: porque la protagonista entiende que aunque esté al mando de su propio destino y el rumbo de la historia se corrija un poco, los aviones van a pasar igual.
Cada tanto, Zanetti dirá algo así como “yo sé que esto suena un tanto...” (léase “un tanto new age” o “delirante”) o como “no quiero hacer metafísica barata”, como si previera una reacción desconfiada de sus interlocutores, cuando habla de ese tema que lo ha obsesionado a lo largo de su vida y que impregna fuertemente su película: la idea de destino, de vidas posibles. “Creo que lo que le pasa a Amapola me ha pasado a mí también; esto de los universos paralelos que ahora la física cuántica dice que es real, que no es un recurso literario, yo lo he vivido: hay opciones, hay distintos caminos a tomar. Yo he tenido varios finales de acto, con caída de telón y nueva escenografía y nuevos personajes. Por lo menos tres veces.”
Por supuesto, aclara, no hay que ser enteramente literales a la hora de interpretar sus palabras: Zanetti puede sustentar cada una de estas ideas en experiencias propias muy concretas e intensas que lo han llevado de un lado del mundo a otro varias veces por los caminos menos previsibles. Verdadero autodidacta, cuando a los 15 años decidió que quería estudiar Bellas Artes, su padre le dijo que no perdiera el tiempo, que aprendiera directamente de los mejores, y le regaló una enorme colección de libros con la historia de la pintura. “Fue una actitud quizás un poco pedante de su parte, pero yo se la aprecio porque me permitió esquivar esa tentación propia de la juventud, de tratar de pertenecer, de seguir alguna tendencia. Esto, por supuesto, hay que ponerlo en el contexto de una casa muy liberal, muy estimulante, en la que se hablaba libremente de todo. Lo que dice el niño Tincho, el hermano de Amapola en la película, es una anécdota de mi vida: después de leer un libro de psicología les dije a mi papá –que era un poeta y un intelectual– y a mi mamá que yo creía que tenía lo que el libro señalaba como ‘tendencias homosexuales’, y ellos, que eran tan modernos, me dijeron: ‘Está todo bien, no te preocupes’. No tuve academia, pero tuve eso, en ese ambiente; esa posibilidad.”
Hay en la familia de Amapola una cierta idea de aristocracia en decadencia. ¿Eso proviene de tu propia familia?
–Mis viejos no eran estas gentes en absoluto, tal vez la madre de Amapola vendría a ser como mi abuela, una especie de diva de ópera. Pero tengo presente la idea de aristocracia en decadencia: vengo de hacer El jardín de los cerezos, que es justamente eso. Mi familia era primera generación de inmigrantes; lo que sí había era un sentido cultural y político muy marcado. La gente de izquierda de los años ’30 –mi viejo nació en 1910– es gente que nunca pudo decir lo que pensaba. Primero, porque en los ’30 ellos sabían bien lo que pasaba en la Unión Soviética, no eran tontos, pero no le iban a hacer el juego al nazismo en desarrollo; y después vino la guerra y después el macartismo, y la cuestión es que por una razón u otra son una generación que nunca pudo abrir la boca sobre lo que de verdad pensaba del mundo. Entonces lo que había es no sé si una decadencia, pero sí una enorme frustración, la de una familia brillante, con la perspectiva del ‘hombre nuevo’, que sentía que había pasado toda su vida callándose. Mi decisión de ser un artista y no un ser político viene de esa disyuntiva, de no querer repetir la historia de mi viejo, que murió muy angustiado porque no encontró la conexión, la manera de expresar el mundo que había en su cabeza frente al mundo real.
En 1966, Zanetti partió primero a Europa, y de allí, siguiendo con sus amigos la filosofía del sufismo que lo había cautivado a través de sus lecturas, a Afganistán, en un largo viaje en auto. De vuelta en Italia, conoció a Pier Paolo Pasolini, quien lo invitó a trabajar con él en su producción de Medea. “Por eso es que yo digo que creo en la buena estrella”, dice. “Durante mis años de estudiante en Córdoba yo había visto en el cineclub Teorema y sus otras películas, y ahora sentía que la posibilidad de trabajar en una película de él sólo podía ser parte de mi destino, un regalito que me permitió entender cómo hacía su trabajo poético el más poético de los cineastas contemporáneos. Tuve la oportunidad de hablar mucho con él, de discutir su guión, porque aunque era un hombre seco, más bien austero, tenía un discurso muy articulado y también era afectuoso con la gente.”
Aquel primer acto llegó a su fin cuando el padre de Zanetti murió tempranamente, a los 60, y debió volver a la Argentina para ayudar a su madre y hacerse cargo de sus hermanos, bastante menores que él. En los años que siguieron adquirió una importante experiencia en el teatro local, hizo una comedia musical muy grande (Están tocando nuestra canción, con Valeria Lynch), y luego el Drácula de Renán; y también algunas películas, como El poder de las tinieblas, de Mario Sabato. “Tuve mucho trabajo, pero para cuando empezó la guerra de Malvinas yo estaba ensayando El espíritu burlón, de Noel Coward. Y como Coward era inglés, decidieron no ponerla. Esto para mí ya era como ciencia ficción, así que ahí viene otro corte y otra partida; otro país, otra gente.”
Con la promesa que le había hecho un amigo de contactarlo con una representante en la industria, Zanetti se mudó a Los Angeles. Lo primero que le dijo su nueva agente fue que esto iba “a ser para largo”, pero a los dos días le mandaron un guión, y “al cuarto ya estaba haciendo una película con Wayne Wang”, Sin vía de escape (título local de Slamdance, 1987). Su trabajo en Hollywood se extendería a lo largo de más de dos décadas, incluyendo varias películas del director Michael Hoffman, quien en 1995 estrenó la que le valió el Oscar a mejor dirección de arte: Restauración. Una segunda nominación le llegaría tres años después, con Más allá de los sueños, del neocelandés Vincent Ward, que significó para Zanetti “una gran oportunidad, porque no muchas veces te ofrecen hacer La Divina Comedia en cine. La experiencia tuvo sus bemoles: el guión estaba muy bien escrito, pero era muy hablado, y también es muy fácil caer en el kitsch cuando pretendés representar el cielo y el infierno. Pero creo que conseguimos hacer cosas muy interesantes, y metimos muchas referencias argentinas, como la Biblioteca de Babel de Borges, así como muchas otras cosas de estilo pictórico que pude darme el gusto de hacer porque era una película muy grande y sobre la imaginación”.
En aquella segunda oportunidad el Oscar no fue para él, pero Zanetti asegura que no es algo que lo desvele. No sólo porque ya había ganado uno sino porque, dice, lo había ganado a una edad en la que ya nadie empieza una vida nueva, al menos no en Hollywood. “En Estados Unidos, el Oscar está en el imaginario de todos, un chico de siete años ensaya su discurso de agradecimiento en la ducha de su trailer en Arizona. Por eso para algunos es como un cachetazo cuando les tirás abajo la ilusión, cuando les decís que no es tan importante. Pero para muchos de los que lo ganan es al revés: los ves con el Oscar en la mano como diciendo ‘ey, no se olviden que todavía sigo necesitando trabajo’.”
Parte del mito que acompaña el Oscar puede llevar a preguntarse por qué es que en los últimos años un artista que parece tener una carrera asegurada en Hollywood tomó la decisión de volver a la Argentina y trabajar acá. En parte, dice, porque sólo acá puede emprender proyectos personales como Amapola. Por el camino tuvo algún que otro proyecto frustrado, como Arbol de fuego, en el que trabajó mucho y que significó para él “un par de años de lucro cesante”, un agujero económico. “Es que –como dijo hace poco en una entrevista televisiva, con la gracia y el humor que caracterizan su manera de hablar– ustedes me ven así, vestido como Manucho Mujica Lainez, pero yo soy un laburante.” La referencia no es al azar: Zanetti mantuvo una larga amistad con Mujica Lainez. “Con él tuvimos conversaciones extraordinarias, parecidas a cómo se hablaba de cultura en mi infancia: de libros, de las primeras ediciones, de un mundo que no existe más. Un mundo muy estimulante y que te da mucho training, pero también mucha pedantería.”
¿Te sentís pedante cuando hablás de esta infancia repleta de estímulos?
–Espero no serlo, pero tengo un temor continuo, porque todo eso parece muy grande al contarlo, mientras que en realidad todo ocurrió muy sencillamente. Mi papá era amigo de Neruda, de Pablo de Rokha, de María Teresa de León, de varios exiliados de la guerra civil; cuando uno lo dice parece que está tirando nombres, haciendo un relato ‘de sociedad’, pero ésas son las cosas de las que me acuerdo, de cómo se hablaba todo el tiempo de ideología, de literatura. Eso, creo, es lo que está en la película, la infancia como ese lugar de paraíso perdido, del cual venimos todos. Yo extraño eso, el amor por los libros como objeto, la tinta, la tipografía, en lugar de los e-books. No reniego de la tecnología, hasta tuve un premio de pionero digital por una película que hicimos con John McTiernan a principios de los ’90, El último gran héroe. Pero lo que no siento es eso que los norteamericanos llaman techno-lust, no me excito sexualmente con la tecnología, la considero simplemente un instrumento. No digo que lo nuevo sea peor ni mejor, simplemente es distinto. Y yo siento melancolía por ese mundo que está desapareciendo.
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