› Por Mariano del Mazo
A diferencia del sóftbol o la natación, el fútbol no es un deporte: es una enfermedad. La patología se desliza en el ancho campo de juego que cabe entre el simplismo peyorativo de Borges (“el fútbol no es más que veintidós hombres corriendo detrás de una pelota”) y el correcto padre de familia que arroja su celular en dirección a la nuca del juez de línea. La enfermedad puede llegar a locura, reconoce síntomas específicos y hace tiempo que fue incorporada al capitalismo: basta escudriñar cada cuatro otoños las publicidades de cervezas o de telefonía celular o de LCD o de lentejas para chocar con obras maestras de la excitación chauvinista.
Tengo un amigo a quien llamaremos Sergio B. que, como cualquier hijo de vecino, también está enfermo de fútbol. Pero lo suyo no sólo es inofensivo: me atrevo a decir que es genial. Una genialidad totalmente improductiva, como la de esos engendros que convoca la televisión y que son capaces de multiplicar cuatro cifras por cuatro cifras o de cantar al revés. El método es así: Sergio B. suele pasar largos minutos en silencio, demasiados, tal vez quince o veinte, como un ermitaño. No por apocamiento: simplemente piensa. Le cuesta salir de ese extraño sopor que en apariencia lo acerca al budismo pero que en verdad es un deambular mental por viejas revistas El Gráfico. Cuando sale de su mutismo zen exclama una o dos palabras, su personal ¡Eureka! A los dos horas de la fumata blanca que consagró Papa a Bergoglio, por ejemplo, emergió de su meditación como un nadador desesperado por una bocanada de aire con la siguiente frase: “¡Tengo el equipo papal!”. Y recitó a media voz, precisamente como un salmo: “Equipo ofensivo. Monasterio al arco; Cura, Papa y Rezza. En el medio Cordero, Ponzio, Monjes y Pedro; arriba Iglesias, Jesús y Di María”. No le presté importancia, lo tomé como una destreza pueril. Pero al día siguiente lo vi, tenía un brillo extraño en los ojos. Sin saludarme, me dijo: “Tengo el equipo de Negocios y Finanzas”. Antes de que pudiera reaccionar se mandó: “Cancelarich al arco; Cecconato, Rebottaro, Mora y Rojo; en el medio Mercado, Luca, Mosca y Platini; arriba una dupla para sponsor: Santander-Ríos. En este equipo está bien visto especular. Y hay una curiosidad: los jugadores prefieren ir al banco. Les gusta que los dirija el referí Diego Abal y jugar en el Estadio Unico de La Plata”. Fue demasiado. El principio del fin.
Sergio B. percibe desde hace tiempo que la vida real es un engaño, que nada que no pueda ser contado a través de once apellidos que hayan destacado en el fútbol existe. Se siente solo, y tal vez ésa sea la causa de cierto deslizamiento hacia el alcohol. Sus noches no son otra cosa que mesas extendidas hacia la madrugada que invitan a la melancolía y a una somnolencia que, en su caso, lo induce a un escaneo por su memoria futbolística. Si uno pasa por cierto bar de Almagro se lo puede ver buscando oídos. Lo único que quiere en su desolación es gente que lo escuche. “¡Drogas!”, gritó una de esas noches, mientras alguien hablaba del éxito de la serie de Pablo Escobar. Y escupió lo que definió como “Mi equipo narco”: “Capogrosso al arco; Escobar, Guzmán, Venta-Cocca y Fazio-Mata; Arraya, Canuto y Chala. El técnico es Laurent Blanc y el médico, el doctor Paladino. La particularidad de este equipo es que no distribuyen los del medio, los que distribuyen son los punteros”. Yo pensaba por qué no había incluido a Facciutto, aquel mediocampista de Argentinos y Racing, cuando escuché otro alarido seco: “¡Bebidas!”: “Al arco Champagne; Mercier, Jerez, Binello y Saralegui; Cocca, Villavicencio, Fantaguzzi y Baggio; delantera cervecera con Palermo y Sneijder. Suplentes: la dupla Navarro-Correa, Real y Martini. El técnico es Brindisi, el juez que suele dirigirlo, Crespi, y el estadio donde se siente más cómodo, el de Chivas”.
Las causas de su soledad se hacían evidentes ante mis oídos: un tipo así se vuelve intolerable. Pensé que podría ganarse la vida con su patología, pero no sabía bien cómo... Ahora mismo mi memoria entra en un estado de confusión ante tanto apellido. Recuerdo que para el último 1º de Mayo me tiró un equipo de trabajadores (Sodero; Carbonero, Botero, Marino y el colombiano Carpintero; Herrero, Maestri y Sastre; Soldado, Manicero y Messera) y ya cuando empezó a ensoberbecerse decidí no verlo por un tiempo. El final fue cuando me contó que tenía un equipo “medio tirado de los pelos”. “A ver qué te parece: Rulli; Belloso, Canosa, Casco y Giordano; en el medio Rubio, Moreno y Castaño; adelante Barbas, Crespo y Peinado. Juegan de local en el estadio de Lazio.”
No lo vi por un mes. Lo encontré la semana pasada, desmejorado. Estaba bebiendo demasiado. Tenía los ojos rojos. Le mentí y le comenté que había hablado con una editorial y que existía una posibilidad de volcar su talento en un libro. Se quedó en silencio.
–¿Qué te parece? –le pregunté.
Alzó los hombros como si no le importara y susurró:
–Zidane Platini...
Huí por Guardia Vieja.
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