PERSONAJES. CLáSICO, ELEGANTE, HERMOSO: PIERCE BROSNAN, SIEMPRE EN SU MEJOR MOMENTO
› Por Paula Vazquez Prieto
A sus 61 años, Pierce Brosnan parece haber dejado atrás sus años de James Bond, de Remington Steele, de Thomas Crown, aquellos emblemáticos hombres de mundo y de armas tomar, escurridizos y letales en un mundo de máscaras y engaños donde sólo el genuino carisma imperturbable de su intérprete podía hacerlos brillar. Las primeras canas y la pérdida de la elasticidad para saltos y escenas de acción le reservaron el lugar de galán maduro, una etiqueta insuficiente y algo injusta. Más veterano y menos autoconsciente de su rol que George Clooney, Pierce Brosnan siempre fue un actor más interesante que los papeles que le tocó interpretar, un poco encasillado por la belleza y la elegancia que tan bien caen a Hollywood y a sus moldes. Asomado apenas a las luces del gran espectáculo, su permanencia en un mundo regido por modas y tendencias es fruto de esa mezcla de calidez y atractivo sutilmente arrebatador, que se resiste a la idea de que el tiempo de gloria es efímero y el olvido es la más temible de las amenazas. Sin dramatismos ni estridencias, su propia historia tiñó sus rostros de ficción, esa historia de pérdidas, de lealtades, de fortaleza emocional. Primero perdió a su esposa en 1991, luego a su hija adoptiva el año pasado, ambas enfermas de cáncer de ovario; unos años más tarde volvió a casarse y formó una familia duradera, con dos pequeños hijos, probando que la estabilidad emocional en Hollywood era posible; hace un tiempo su hijo Sean tuvo un severo accidente automovilístico que casi lo deja paralizado y, sin embargo, su reacción para con el conductor responsable del choque fue humana y comprensiva, en las antípodas de cualquier exabrupto vengativo. Caballero a la vieja usanza, modesto y conciliador, se sobrepuso al dolor y a los avatares de la vida, nutrió de sus emociones subterráneas su imagen en la pantalla y nos fue conquistando de a poco, casi sin que nos diéramos cuenta.
“Nunca fui lo suficientemente bueno para hacer de Bond”, respondía hace unos meses al diario británico The Telegraph, haciendo gala de cierta modestia residual luego de años de calzarse el traje del espía. ¿Fastidio al tener que responder siempre las mismas preguntas? Puede ser: el periodismo sigue preso de aquel recuerdo y él prefiere pasar la página, dejar atrás aquel alter ego a quien no cree haber dado la talla para pensar en hombres más humanos, más falibles. Juguetón y torpe, casi al borde del ridículo, se animó a “cantar” algunas notas desafinadas para reconquistar a Meryl Streep en Mamma Mía!, luego dio vida al oscuro y ambiguo ex primer ministro británico en la excelente El escritor oculto, de Roman Polanski, y en 2012 interpretó a un viudo inmerso en un duelo infinito que descubre una segunda oportunidad en All You Need Is Love (no estrenada en la Argentina), la última película de la danesa Susanne Bier (Hermanos, Después de la boda). En Love Punch, la nueva comedia romántica de Joel Hopkins, que ya había probado suerte con parejas maduras en Nunca es tarde para enamorarse, con Emma Thompson y Dustin Hoffman, es el ex marido de Thompson, algo mujeriego y tarambana, que luego de perder sus ahorros a manos de un empresario inescrupuloso la convence de iniciar un raid de aventuras para reconquistar el amor y el honor perdidos.
Ambientada en Londres y París, Love Punch recuerda las comedias british de los años ’60, al estilo de Cómo robar un millón, de William Wyler, con Audrey Hepburn y Peter O’Toole, o Gambit, de Ronald Neame, con Shirley MacLaine y Michael Caine: robos de guante blanco, flema británica, tensión sexual contenida, vestuario chic y éxito asegurado. Love Punch no tiene más aspiraciones que actualizar esa vieja fórmula, combinando el romance con la intriga policial disparatada, las escenas de reencuentro al estilo de la comedia de matrimonio de los ‘30 (La costilla de Adán, La mujer del año) con persecuciones alocadas, disfraces y usurpación de identidades, todo condimentado con la conciencia del paso del tiempo, los achaques de la edad, la falta de training para esos menesteres. Con un acento irlandés seductor e inolvidable, con esos ojos de un celeste intenso y transparente, con ese pelo tupido y juvenil que resiste desde su juventud, Pierce Brosnan demuestra que puede volver a enamorar a una Emma Thompson desatada e hiperquinética, capaz de volar en parapente, flamear colgada de una moto acuática y ponerse una peluca setentosa al estilo Los duques de Hazzard. Inmerso en el más tierno absurdo, él se queja del dolor de espalda, se duerme mientras vigila, se pone bigotes y patillas postizas, todo sin perder la línea, sin romper el encanto, demostrando que es –tal vez sólo junto a Kevin Costner– una de las últimas estrellas clásicas, esas que inundaban la pantalla con su sola presencia, que contagiaban de magia y ensueño las historias más inverosímiles.
Alfred Hitchcock, tan atento siempre a las reacciones de su público, estaba convencido de que las desventuras del héroe se viven con verdadera emoción cuando el espectador encuentra en la pantalla alguien con quien identificarse, cuando la suerte de ese hombre que es secuestrado, o que persigue un secreto de Estado, o que simplemente se enamora de la chica, nos importa. Nos importa en serio. Nos importa su suerte y su destino: queremos que triunfe en los logros más disparatados, que sortee obstáculos imposibles, que salga airoso de los peligros más terribles. Y eso es lo que logra Brosnan, una especie de Cary Grant moderno, siempre impecable, con las manos en los bolsillos y la camisa recién planchada caminado al borde del Sena, subiendo a un yate de lujo con su media sonrisa segura y convincente, siempre con esa paz que transmite su mirada triste y misteriosa, con esa historia cinematográfica incompleta que aún le adeuda el destino que parece tener asegurado.
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