Domingo, 10 de agosto de 2014 | Hoy
Por Ana María Shua
Podría vivir sin leer. Pero, como diría Bartleby, prefiero no hacerlo. Por eso, cuando algún problema grave me impide concentrarme en un buen libro, acudo al grado cero de la lectura: mi colección de los años ‘60 de la Selecciones del Reader’s Digest. La Selecciones sigue existiendo, pero hoy su influencia pesa tan poco que ya nadie se toma el trabajo de burlarse de ella. Cuesta creer que alguna vez fue tan importante como para que Ernesto Sabato le dedicara una página –indignada, sarcástica y un poco obvia– de Sobre héroes y tumbas. En los ‘60, la época de mi colección, el Reader’s Digest, o sus Selecciones traducidas al español, representaba lo que hoy llamaríamos el pensamiento hegemónico, la conciencia de la clase media internacional, la ideología oficial de los Estados Unidos. La tapa de mi ejemplar de agosto de 1967 informa que se vendían mensualmente más de 28 millones de ejemplares en 14 idiomas. “Lo leí en el Selecciones” respaldaba entonces cualquier afirmación con una validez que hoy ya no tiene la palabra escrita en ninguna parte.
Retrógrada en lo político y en lo social, pero progresista en lo tecnológico, el Reader’s Digest que leían nuestros padres era todo aquello que los jóvenes esclarecidos queríamos demoler, el símbolo mismo de esa sociedad hipócrita, injusta, proimperialista que íbamos a borrar de la faz de la tierra en nombre de la Libertad, el Arte, la Justicia Social y el Hombre Nuevo, todos con mayúscula. Ahora que esas revistas ya no son peligrosas y sólo dan ternura, ha llegado quizá la hora de reivindicarlas.
Como su nombre lo indica, el Reader’s Digest de los ‘60 era el producto de una digestión. Adecuadamente digeridos para sus lectores, los resúmenes de artículos y libros que publicaba habían sido despojados de cualquier rasgo de estilo que pudiera remitir a sus autores, como el aparato digestivo despoja de nutrientes al bolo alimenticio. Estaban escritos en un español neutro, en un estilo uniforme que no deparaba sorpresas. Nadie se fijaba en el nombre de quienes los habían escrito, daba lo mismo.
En esa década, la Selecciones había emprendido una ferviente campaña contra el cigarrillo. Casi en cada número se incluía un artículo que trataba de persuadir a los lectores de los males que causaba el tabaco. Nos reíamos de notas como “Soy el pulmón de Juan” o “¿Fumar o no fumar? Esa es la cuestión”. Quién hubiera dicho que el viejo Selecciones tenía tanta razón.
En cuestiones científicas y tecnológicas, el Reader’s Digest hacía una interesante labor de divulgación. A mediados de los ‘60 publicaba artículos sobre las aplicaciones del rayo láser, los aviones supersónicos, el transporte de gas licuado y, sobre todo, los avances de la medicina. Con cierto candor, sus responsables no percibían ninguna relación entre las novedades tecnológicas y los cambios sociales. La Selecciones miraba hacia el futuro con orgullo desafiante mientras insistía en la necesidad de impedir a toda costa las relaciones prematrimoniales y fomentaba una imagen de la mujer hogareña digna de la posguerra. La mujer –nos decía– debía ser feliz haciendo feliz a su marido y a sus hijos, y su educación debía orientarse en ese único sentido.
La Selecciones era ferozmente anticomunista y denunciaba los crímenes del stalinismo. Nosotros, los jóvenes esclarecidos, no creíamos una sola palabra. Tardamos años en aceptar la brutal realidad que en su momento nos había parecido pura propaganda imperialista. ¿Cómo que los habitantes de la Unión Soviética no eran felices? ¿A quién iban a hacer creer de que los ciudadanos de Alemania Oriental querían volver al capitalismo? Ridículo, ¿verdad? De todas las maneras posibles, la Selecciones apoyaba la presencia del ejército de Estados Unidos en Vietnam. Después del ’75, la Selecciones siguió adelante denunciando los crímenes del Khmer Rojo. Para nosotros la Selecciones y la dictadura eran de la misma calaña (y en cierto modo lo eran), pero el Khmer Rojo asesinó a dos millones de personas, casi un tercio de la población camboyana. En ese punto nos estaba diciendo la verdad. Y no la podíamos aceptar.
A mí me gustaban mucho los chistes mal contados de las secciones “La risa, remedio infalible”, los tests de “Enriquezca su vocabulario” y los artículos sobre accidentes espantosos, un tema fascinante que hoy pasó a la tele. La idea tan yanqui, tan infaltable, del Tú puedes, Johnny nos contaba historias de self-made men y otros ejemplos de vida: cuadripléjicos felices y triunfadores, mutilados a los que no les faltaba nada, alegres y esforzados padres de hijos autistas. El cáncer estaba siempre ahí, entre sus páginas, listo para ser superado o aceptado con fe. Después de todo, quizá no fuera tan atroz la ideología de aquel Imperio. Quién dijo que no la vamos a extrañar cuando nuestras escuelas bilingües enseñen español-chino.
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